La política fascista de la pandemia

En marcado contraste con el eficaz liderazgo mostrado por la canciller alemana Angela Merkel, el presidente surcoreano Moon Jae-in y la tecnocracia autocrática de Singapur, en todo el mundo los nacionalistas de ultraderecha han respondido a la crisis de la COVID‑19 con algo que no se había visto en décadas: la política fascista de la enfermedad. Y el mejor ejemplo es el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro.

Es verdad que otros pocos líderes mundiales (entre ellos el presidente nicaragüense Daniel Ortega y los dictadores de Bielorrusia, Turkmenistán y Corea del Norte) siguen negando que el coronavirus suponga algún riesgo. Pero entre los negacionistas del coronavirus, Bolsonaro es un caso aparte.

Por ejemplo, hace poco despidió al ministro de salud de Brasil, Luiz Mandetta, sólo porque defendió aplicar medidas de distanciamiento social moderado. En esto, Bolsonaro parece émulo de su par estadounidense, Donald Trump, que hace poco despidió a un veterano funcionario del área de salud por resistirse a sus intentos de promover un tratamiento no probado para la COVID‑19.

Trump ha estado a ciegas durante toda la crisis, oscilando incoherentemente entre la negación y llamados a la acción decidida; hace poco llegó a decir que el coronavirus podía tratarse inyectándose desinfectantes domésticos. Aun así, él y Bolsonaro expresan el mismo impulso político a colocarse por encima de la ciencia y de la experiencia técnica, exaltar sus instintos viscerales y apelar a la fe y al mito para justificar sus decisiones. Sus «estrategias» son superficialmente distintas, pero ambos coinciden en un contexto histórico fascista centrado en el culto al líder y el mito de la grandeza nacional, una grandeza presuntamente puesta en riesgo por el internacionalismo y el liberalismo (que para los fascistas es sinónimo de comunismo).

Las respuestas a la pandemia de los líderes de ultraderecha de todo el mundo muestran elementos fundamentales de la ideología fascista. Tras contagiarse el virus en mitines propios, miembros del partido nacionalista de derecha español Vox insinuaron que sus anticuerpos representaban la lucha de la nación contra un invasor extranjero. Un dirigente de Vox, Javier Ortega Smith, declaró: «mis anticuerpos españoles luchan contra los malditos virus chinos».

Asimismo, Bolsonaro, en su primer discurso importante sobre la COVID‑19 (el 24 de marzo), afirmó que Brasil no era particularmente vulnerable al virus. Sostuvo que a diferencia de la débil Italia, con su «gran número de ancianos», el Brasil contemporáneo «tiene todo, sí, todo para ser una gran Nación». También ensalzó su «pasado de atleta», cayendo así en otro lugar común fascista: el líder como encarnación de la salud y el vigor de la nación. Para el «bolsonarismo», Bolsonaro es Brasil.

No sin razón, tras la elección de Bolsonaro a fines de 2018, algunos medios lo apodaron «el Trump tropical». Su afinidad con Trump nunca estuvo más clara que en la reacción a la pandemia. Cuando a fines de marzo Trump pidió la reapertura de Estados Unidos en Pascua, Bolsonaro se apresuró a imitarlo.

Pero a diferencia de Trump, Bolsonaro hace lo que dice. Trump insinuó muchas veces un deseo de poder absoluto, pero siempre termina retrocediendo. En cambio, Bolsonaro participa en protestas públicas en apoyo de una intervención del ejército brasileño para disolver el Congreso y los tribunales. En esencia, es el «ello» de Trump, y pone en obra aquello con lo que Trump sólo puede fantasear. Y como el fascismo es, en su raíz, una fantasía de dominio total por parte de un líder, Bolsonaro ahora fue más lejos que su maestro en dirección a concretarla.

Además, en la política fascista, la realidad es un mero instrumento para propagar la ideología y afirmar el poder. Como señaló Hitler en Mein Kampf: «la ciencia tiene que servir al Estado racista como un medio hacia el fomento del orgullo nacional».

La otra gran democracia (la mayor del mundo) aparte de Brasil y Estados Unidos donde la ultraderecha llegó al poder es la India. Allí, el primer ministro Narendra Modi y el gobernante Partido Popular Indio (Bharatiya Janata Party) han usado la pandemia para continuar una campaña de demonización de la población musulmana.

En tal sentido, el gobierno de Modi atribuyó públicamente la propagación del coronavirus a una asamblea anual del grupo misionero musulmán Tablighi Jamaat (pasando por alto reuniones similares de grupos hinduistas). Como observa la periodista Rana Ayyub, no sorprende que estas últimas semanas, «los hashtags #CoronaJihad y #BioJihad hayan inundado Twitter».

Aunque el mensaje del gobierno de Modi se basa en una mentira incoherente, tiene amplias consecuencias para los musulmanes de la India. Esta comunidad ya era blanco de una campaña de discriminación estatal mucho antes de la llegada de la COVID‑19. Además de una iniciativa oficial para dejar a millones sin la ciudadanía, también se intensificó la violencia extrajudicial contra musulmanes, de lo que sirve de ejemplo un pogrom que coincidió con la fastuosa visita oficial que hizo Trump a la India este año.

En la política fascista, a los miembros del odiado grupo contrario se los retrata casi siempre como portadores de enfermedades. Así describían los nazis a los judíos, y así los gobiernos de ultraderecha actuales justifican la discriminación de inmigrantes y minorías. En Italia, sede del primer régimen fascista, Matteo Salvini (de la derechista Liga) sostuvo en febrero que era «irresponsable» permitir el ingreso de «migrantes procedentes de África, donde la presencia del virus está confirmada». En aquel momento, ya había 229 casos confirmados de COVID‑19 en Italia, y uno solo en toda África.

No sorprende que el gobierno de Trump también haya usado la crisis de la COVID‑19 para reforzar su postura contra los inmigrantes. No contento ya con sus ataques obsesivos contra los inmigrantes indocumentados, ahora también suspendió la inmigración legal en general.

Los líderes políticos siempre tendrán la tentación de culpar de los problemas a enemigos ideológicos habituales, porque eso da coherencia narrativa. Pero como nos recuerda Hannah Arendt: «La incapacidad principal de la propaganda totalitaria estriba en que no puede colmar este anhelo de las masas por un mundo completamente consecuente, comprensible y previsible sin entrar en un serio conflicto con el sentido común».

Ahora que Estados Unidos tiene más de 60 000 muertes por COVID‑19 confirmadas (y casi con certeza muchas más en total), la realidad desmiente a la propaganda. Pero como sabemos por la historia del fascismo, nada garantiza que el sentido común prevalezca.

Federico Finchelstein, Professor of History at the New School for Social Research and Eugene Lang College, is the author of A Brief History of Fascist Lies. Jason Stanley is Professor of Philosophy at Yale University and the author of How Fascism Works: The Politics of Us and Them. Traducción: Esteban Flamini

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