La política mediterránea se atasca

El presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, tenía razón al plantear la cuestión del futuro de las relaciones euromediterráneas desde el mismo momento de la toma de posesión de su cargo. Lanzó, por razones confesables (aumento de las desigualdades comerciales y económicas entre las dos orillas) o inconfesables (adecuación de un espacio geoeconómico para ubicar a Turquía, a la que no quiere en Europa), la idea de una Unión por el Mediterráneo asociada y unida a Europa de forma original, es decir sin llegar a la integración.

Ya conocemos las vicisitudes que Francia ha tenido que vencer para que se entendiera esta idea: recelo legítimo de España, sorprendida por no haber sido consultada sobre un asunto que había asumido desde los Acuerdos de Barcelona (1995); recelos de Italia, que nunca ha apreciado que otros hicieran en el Mediterráneo lo que ella es incapaz de hacer por sí misma; oposición clara de Alemania, que prefiere financiar, y eso cuesta caro, la integración de los países del Este. En resumen, geopolítica y financieramente, el asunto se presentaba bastante mal. Y lo que es más grave todavía: el proyecto francés estaba mal concebido, sin una verdadera estructura estratégica, y parecía más una idea generosa que un programa elaborado. Finalmente, la idea fue aceptada, pero completamente reinterpretada en la dinámica europea bajo vigilancia alemana: creación de una copresidencia euromediterránea, ubicación de la sede del secretariado en Barcelona (excelente decisión) y una declaración de buenas intenciones durante la reunión, el mes de noviembre del 2008 en Marsella, de puesta en marcha en la práctica de esta nueva política.

Ahora bien, los proyectos de cooperación regional en torno al desarrollo sostenible precisan, según el Banco Europeo de Inversiones, de unos 200.000 millones de euros. Pero la reunión ministerial del 26 de junio solo ha previsto una dotación de 23.000 millones de euros y únicamente ha puesto en marcha cinco proyectos para los que solo se han destinado 1.000 millones. Es inútil precisar que todo esto está muy lejos de responder a las necesidades mediterráneas. Y el cuadro sería todavía más sombrío si añadiéramos los efectos que la crisis económica mundial va a tener en la ribera sur del Mediterráneo.

En resumidas cuentas, dos años después de haberse dado a conocer la propuesta francesa, todo parece acontecer como si la maquinaria europea la estuviera enterrando.

En realidad, esta situación recuerda curiosamente al pasado, con la puesta en marcha de una estructura burocrática suplementaria que sin duda proporcionará buenos dividendos a algunos de los estados implicados en el Proceso de Barcelona, pero el conjunto corre el riesgo de girar con monotonía en torno a proyectos muy técnicos y reuniones institucionales. En cualquier caso, no se percibe que aparezca ninguna actuación de envergadura. La política mediterránea se atasca.

Ahora bien, los retos siguen siendo igual de apremiantes: políticos (cuestión palestino-israelí y democratización de la orilla sur), económicos (desarrollo de los países del sur dificultado, entre otros motivos, por la dominación exclusiva de la zona euro y las dificultades de acceso al mercado agrícola), sociales (problema de la circulación de personas entre las dos riberas), culturales y religiosos (representaciones adversas que resucitan, en ambos lados, las oposiciones explosivas entre el islam, el cristianismo y el judaísmo).

¿Cómo salir de esta situación? De hecho, el principal bloqueo procede de los conflictos crecientes en el seno del eje franco-alemán. Para Berlín, el Mediterráneo no es una prioridad; para París, el Mediterráneo es un barril de pólvora. El resto de los países (esencialmente España e Italia) saben que no pueden impulsar una gran estrategia mediterránea sin el acuerdo de los franceses y los alemanes.

Naturalmente, no hay solución mágica alguna. Pero Europa no conseguirá salir del atasco si no se dota de un marco estratégico para una política mediterránea elaborada de manera concertada con los países del sur. Este ambicioso proyecto depende de dos condiciones indispensables: en primer lugar, de una alianza según el principio previsto por el Tratado de Niza sobre la intensificación de la cooperación —entre Francia, España, Italia, Grecia y Portugal— para que la Europa mediterránea pueda ser un interlocutor coherente frente a los países del sur; seguidamente, last but not least, del nombramiento, en el seno de la Comisión de Bruselas, de un comisario a cargo de la política mediterránea. Recordemos que la presencia de Manuel Marín en este cargo, en 1995, contribuyó en gran medida a poner en marcha el Proceso de Barcelona. En la actualidad, es evidente que la creación de tal estructura tendría un impacto simbólico considerable: Europa enviaría así un mensaje claro de su voluntad de actuación. Y también sería una manera útil de apoyar la estrategia de paz que el presidente Obama intenta hacer prevalecer en Oriente Próximo.

Sami Nair, catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad París 8 y profesor en la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla.