La política nuclear de Israel

Por Abraham B. Yehoshua, escritor israelí, inspirador del movimiento Paz Ahora (LA VANGUARDIA, 03/05/04):

La liberación del Mordejai Vanunu, tras dieciocho años de prisión en Israel, y toda la repercusión que este acontecimiento ha tenido en los medios de comunicación han hecho que surja de nuevo la cuestión sobre el armamento nuclear que posee Israel. Más allá de las manifestaciones de apoyo al preso, en las que participaron tanto israelíes como ciudadanos de Europa y Estados Unidos, y más allá de las manifestaciones de muchos israelíes expresando su repulsa por el espía liberado, el tema del armamento atómico de Israel exige un comentario sereno y de mayor alcance. Por lo que en vez de ocuparnos de ese tipo algo extravagante, lo mejor es tratar las cuestiones fundamentales en relación con el tema.

Primero, daré algunos datos históricos para aquellos que los olvidaron o que nunca los conocieron:

El establecimiento del Estado de Israel en 1948, tras la resolución de las Naciones Unidas que aprobaba la partición de Palestina en dos estados uno israelí y otro palestino, se encontró inmediatamente con la oposición enérgica no sólo de los propios palestinos sino de todo el mundo árabe. Nada más establecerse el Estado judío, fue atacado por los ejércitos de siete países árabes con el fin de exterminarlo. Pero en el 48, en la llamada guerra de Independencia, Israel derrotó a los ejércitos de Egipto, Siria, Jordania y Líbano, y en 1949 se firmaron los acuerdos de cese el fuego y se establecieron las famosas fronteras marcadas por la llamada Línea Verde, que dividía Israel de los territorios palestinos de Cisjordania y la franja de Gaza cuando estalló la guerra de los Seis Días en 1967.

Pero los países árabes no aceptaron ni consideraron estos acuerdos como una base para un futuro acuerdo de paz, sino únicamente como una tregua temporal durante la cual aumentar su poder militar con el objetivo de intentar por segunda vez vencer y acabar con Israel. Por eso, pese al cese de la actividad bélica, seguían presentes las amenazas para destruir al Estado judío –y en cierto sentido siguen hasta el día de hoy tanto en el plano ideológico como en el de la práctica–. Además, en los preparativos de la guerra siguiente, en 1967, intervino activamente la antigua Unión Soviética, bien con el abastecimiento de armas a los ejércitos de Egipto, Siria e Iraq, bien con el envío de asesores militares a la zona y el apoyo diplomático en los foros internacionales. Así que Israel se enfrentaba no sólo a la oleada de terrorismo palestino procedente de Cisjordania y la franja de Gaza, en manos de Jordania y Egipto, respectivamente, sino también a la amenaza de una guerra global en su contra.

En aquellos años 50 y 60, la actitud política de Estados Unidos hacia Israel era de bastante reserva. El abastecimiento de armamento era mínimo –sólo misiles defensivos contra ataques aéreos– y el apoyo diplomático era escaso. El desarrollo de armamento propio estaba en sus primeras fases en Israel, mientras que los países árabes contaban con una ayuda generosa e incondicional, lo que hacía que el desequilibro de fuerzas entre Israel y los estados árabes fuese tremendo.

David Ben Gurion, uno de los fundadores del Estado de Israel y su primer ministro durante sus primeros quince años, decidió asegurar la existencia de Israel con la creación a escondidas de material nuclear. Con la ayuda de Francia, que en los años cincuenta estaba metida en la guerra de independencia de Argelia y a partir de entonces siguió en conflicto con el mundo árabe y especialmente con Egipto, Israel obtuvo los primeros componentes para construir un reactor nuclear en el desierto israelí y reclutó a científicos israelíes para empezar a trabajar en secreto en la creación de armas nucleares.

El pacto con Francia, país que además le vendió a Israel aviones de combate y armamento sofisticado, dependía a fin de cuentas de la guerra en Argelia y era por tanto temporal. En cuanto Francia se vio obligada a darle la independencia a Argelia y salir de allí, sus relaciones con el mundo árabe empezaron a mejorar, y ya antes de que estallase la guerra de los Seis Días, De Gaulle decretó el embargo sobre los envíos de armamento y piezas de recambio a Israel, lo que sólo reforzó la idea israelí de adelantar el ataque para acabar con el asedio militar que le había impuesto en mayo del 67 el dictador egipcio Nasser.

Por aquel entonces el reactor nuclear israelí ya funcionaba por su cuenta sin necesidad de ayuda de científicos franceses o cualesquiera.

Pero todo se mantenía en secreto. Israel negaba una y otra vez que tuviera armamento nuclear e insistía en la idea ya fija de que no sería el primer país en tener armas nucleares en Oriente Medio, de lo que se desprendía que si algún día algún país llegaba a poseer armamento nuclear –con ayuda de una potencia extranjera, como por ejemplo la Unión Soviética–, Israel inmediatamente podría armarse con armas nucleares. Lo más curioso es que todo el mundo, no sólo occidente y el bloque comunista sino incluso los países árabes, pese a las dudas lógicas que tenían ante las declaraciones de Israel negando que poseyera armamento nuclear, aceptaron que la cuestión se quedase en el aire y no presionaron a Israel para que detuviese su actividad nuclear o siquiera dejara que el armamento fuese inspeccionado.

Fue algo extraño. Era como si hubiera un acuerdo general para no sacar el tema del armamento nuclear israelí en los foros públicos ni para ejercer presión alguna sobre Israel. Como si tanto en occidente como en el bloque comunista de después del holocausto –donde perecieron seis millones de judíos durante los cinco años de guerra–, Israel tuviera derecho moral a desarrollar un armamento cuya misma existencia ya sirviera para apartar a sus enemigos de la idea de exterminarlo una vez más.

Y ya que el mundo no podía garantizar la existencia del Estado judío, lo mejor era dejar a ese pequeño país que tuviera ese armamento tan disuasorio.

La paradoja es que incluso los árabes prefirieron acatar esa ley del silencio con respecto a las armas nucleares israelíes y ello por dos razones. La primera es que si Israel poseía armas de destrucción masiva, no tenía sentido ya seguir con la retórica enfervorizada sobre la posibilidad de exterminar a Israel. Y la segunda es que resulta imposible ignorar la existencia de un armamento como ése capaz de disuadir a las masas que piden el exterminio de Israel y evitar una acción bélica total que provoque un ataque tremendamente destructivo. Y algo de eso hubo en el extraño hecho de que los egipcios y sobre todo los sirios parasen el avance tan exitoso durante los primeros días de la guerra del Yom Kipur, en octubre del 73, tal vez temiendo causar una rotunda derrota a Israel que llevase al empleo de armamento nuclear, ya que ésa era la idea del entonces ministro de Defensa, Moshe Dayan.

En cualquier caso, Israel ya sabía entonces al igual que ahora que poseer armas nucleares disuade sólo en los casos y momentos de riesgo de derrota total, pero que de nada sirve en una guerra convencional y mucho menos para luchar contra el terrorismo. Los tremendos arsenales de armas nucleares de Estados Unidos y la antigua Unión Soviética no les sirvió para evitar ser derrotados en Vietnam y en Afganistán.

Y de este modo, el armamento nuclear israelí ha sido tácitamente aceptado, como si fuera una especie de póliza de seguros disuasoria. De ahí que el mundo esté dispuesto a seguir manteniendo la ley de silencio sobre este tema hasta que no se resuelva definitivamente el conflicto entre el mundo árabe e Israel. Incluso respetaron dicha ley cuando en mitad de los años 80 salieron publicadas en el “Sunday Times” las declaraciones de Mordejai Vanunu y las fotos que había hecho de las instalaciones. En una época tan ansiosa de sacar todo a la luz, especialmente con respecto a aquellos temas relacionados con Oriente Medio, resulta raro y fuera de lo normal que no se quiera escarbar en el asunto de las armas nucleares israelíes. Todo el mundo sabe que las tiene pero nadie quiere sacar conclusiones sobre ello.

Y por otro lado resulta que la existencia de dichas armas refuerza precisamente la posición del bloque pacifista israelí, que argumenta que es posible renunciar a territorios estratégicos en el Sinaí, en el Golán e incluso en Cisjordania dado que el armamento nuclear garantiza que los árabes no intentarán nunca emprender una acción militar global contra Israel, y por tanto no hay necesidad de controlar esos territorios desde el punto de vista estratégico. Ésa fue la postura de Ben Gurion, que tras la guerra de los Seis Días, estando ya fuera de la política, fue rotundo al declarar que había que devolver todos los territorios palestinos ocupados, a excepción de Jerusalén Este.

A su vez, me resultan extraños esos “pacifistas” que vinieron de Gran Bretaña y Estados Unidos para manifestarse a las puertas de la prisión en favor de Vanunu, quien por cierto exigió en una de sus confusas declaraciones que se destruyese el reactor nuclear de Israel. ¿Acaso tenía para ellos más sentido manifestarse aquí que en sus países de origen con arsenales nucleares mucho mayores que el israelí a pesar de que ni Estados Unidos ni Gran Bretaña tienen amenazada su existencia? Si tan deseosos están de manifestarse en contra de las armas nucleares, lo mejor es que empiecen a hacerlo en sus propios países antes de correr primero a Israel.

No obstante, en cuanto se alcance la paz y desaparezca la amenaza árabe sobre el Estado judío, será legítimo pedirle a Israel que deje que su reactor atómico sea inspeccionado por inspectores internacionales y será el momento de romper por fin con la ley del silencio respecto al tema. Sacar todo ello a la luz será importante desde el punto de vista político pero también en lo que respecta a la seguridad, con el fin de que no ocurra una catástrofe como la de Chernobil. Y quizás entonces se recordará la historia de Mordejai Vanunu, ese hombre tan extraño que tanto sufrimiento se causó a sí mismo para nada.