La política visual del terror

El artista británico Damien Hirst dijo una vez que el ataque al World Trade Center de Nueva York en 2001 había sido una “especie de obra de arte de por sí. Fue un acto malvado, pero pensado para lograr un impacto visual”. Trece años después, aunque los gobiernos occidentales pueden describir en términos estratégicos la amenaza del Estado Islámico a Medio Oriente, todavía no terminan de procesar su asalto visual sobre los medios de comunicación globales.

Igual que Osama bin Laden y Al Qaeda, parece que el Estado Islámico comprende el efecto que puede tener la presentación morbosa de actos violentos sobre la imaginación pública. La ironía, por supuesto, es que con su explotación de estas imágenes de violencia “pornográfica”, el Estado Islámico contradice su condena a la estimulación visual en otros ámbitos de la vida. De hecho, sus videos llevan la excitación sensorial al límite. Como un algoritmo pensado para entrar en la red digital de un adversario, las cuidadosas escenificaciones del Estado Islámico, con sus decapitaciones de periodistas y trabajadores humanitarios estadounidenses y británicos, lograron abrirse paso en la psiquis occidental.

Una psiquis a la que hace mucho se la prepara para recibir imágenes perturbadoras. La debilidad de los medios electrónicos por la violencia gráfica se convirtió en la fortaleza del Estado Islámico.

La política visual del terror puede parecer primitiva, pero su práctica puede ser tan sofisticada cuan profundos sus efectos. Como los antiguos conquistadores, que erigían nuevos templos donde antes se alzaban los templos de los conquistados, los destructores de las Torres Gemelas usaron el terror visual para asestar un golpe al corazón del sistema de valores de su enemigo. Es lo que busca el terrorismo: desestabilizar la realidad normativa del contrario. Una vez puesta en duda la seguridad del mundo familiar y violados sus santuarios, habrá vía libre para iniciar la ocupación.

Pensemos, por ejemplo, en el régimen de Suharto en Indonesia, entre 1966 y 1998, que obligaba a los ciudadanos a ver en la televisión y en los cines imágenes de presuntas atrocidades de los insurgentes comunistas. Imágenes espeluznantes con las que buscaba fomentar el terror. Frente a un enemigo grotescamente violento, se alzó un aparato estatal de violencia organizada aún más terrorífico. En la práctica, esta política visual de atrocidad y horror creó una realidad nueva a partir de la violencia y el terror asociados con la desaparición de la anterior.

La misma lógica perversa opera en los espectáculos virales del Estado Islámico. La necesidad de enfrentar el mal es tan imperiosa como siempre, pero existe el riesgo de que las sociedades occidentales pierdan de vista el motivo para hacerlo. Al fin y al cabo, no es lo mismo analizar fríamente los pros y los contras de luchar contra fuerzas externas irracionalmente violentas que lanzarse contra los creadores de unas imágenes brutales, políticamente cargadas y perturbadoras.

Es preciso entonces que nos preguntemos cuál es el motivo exacto de nuestra respuesta a las amenazas del Estado Islámico. Distinguir entre información sobre problemas reales de seguridad nacional e imágenes estratégicamente diseñadas para conmocionarnos y excitarnos no será tarea fácil, pero vale la pena hacerlo, visto lo que está en juego.

La política visual de la atrocidad y el terror es sólo tan potente como la imaginemos. Por eso, para exorcizar sus demonios no basta el poder militar. También debemos pensar seriamente sobre el uso estratégico de las imágenes de violencia en la era digital.

Richard K. Sherwin, Professor of Law and Director of the Visual Persuasion Project at New York Law School, is the author of Visualizing Law in the Age of the Digital Baroque: Arabesques & Entanglements and When Law Goes Pop: The Vanishing Line between Law and Popular Culture. Traducción: Esteban Flamini.

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