La política y los mitos

Cuando yo estudiaba, había un tema de Filosofía titulado «Del mito al logos». Yo por aquel entonces no terminaba de entender del todo eso del «logos», pero al fin conseguí vislumbrar que se trataba de explicar el mundo de una manera «lógica» en lugar de hacerlo de una forma mágica. Es decir, que los filósofos griegos se empeñaron en racionalizar la imagen o concepto que tenían del mundo en el que vivían. Mucho mejor así, claro está, que tener tragarse los cuentos y fantasías de los mitos. ¡La Historia de Occidente empezaba bien!

Luego, tras el oscuro paréntesis medieval, el Renacimiento entronizó el culto a la razón y la ciencia; la Ilustración primero y el triunfo de las ciencias experimentales después siguieron por la misma senda racionalista…, así hasta desembocar en nuestro siglo, en el que todos esperamos que la razón (v.gr. la ciencia y la técnica) aporte soluciones para todos los problemas. Parece, pues, que desde aquellos lejanos filósofos hasta nuestros días, hemos «progresado» y que los mitos han quedado atrás. Pues bien, yo pienso que no es así. Es más, digo que lo que ha ocurrido ha sido la creación de otro mito según el cual la Humanidad, iluminada por la diosa Razón, caminará inexorablemente hacia un futuro mejor y más feliz. Se ha producido una sustitución de un mito antiguo por otro moderno: el Progreso.

Empecemos por el mito derrotado, el de la edad de oro. Lo cuenta maravillosamente Ovidio en su obra Metaformosis: «Surgió primero la edad de oro, que, sin autoridad ninguna, de forma espontánea, sin leyes, se practicaba la lealtad y la rectitud. los pueblos, sin necesidad de guerreros, disfrutaban tranquilamente la dulzura de la paz...». Cervantes lo refleja también, si bien de forma irónica y nostálgica (échese un vistazo al discurso de Don Quijote a los cabreros. cap. XI). Según este mito, desde nuestros orígenes, no habríamos hecho otra cosa que descender, alejándonos de la verdadera felicidad. Ahora mismo, estaríamos en algo así como la «edad de hojalata».

En cuanto al mito progresista, empieza a gestarse ya con el Cristianismo: el pecado original nos expulsó del Paraíso y Jesucristo nos redimió, prometiéndonos otro paraíso. Después de nuestra corta vida material en la tierra, disfrutaríamos de la beatitud y la bienaventuranza espiritual durante toda la eternidad. Luego vinieron la Ilustración, el Liberalismo y K. Marx, y el mito cuajó: la Humanidad irá pasando por etapas cada vez más prósperas hasta llegar al paraíso comunista. Los dictadores proletarios administrarán, en nuestro nombre, el conocimiento científico-técnico, al servicio de la sociedad sin clases.

Creo no equivocarme al decir que en los ambientes progres se suele admitir sin discusión alguna la «superioridad moral de la izquierda». Es un hecho comprobado: los políticos o votantes de derecha suelen avergonzarse de su opción, mientras que los del otro lado presumen de ella sin ningún rubor, «urbi et orbi». Me malicio que eso obedece a que la sociedad en masa se ha tragado como si tal cosa este nuevo mito. ¿De dónde ha salido, si no, este prejuicio de la pretendida superioridad de la izquierda? Tiene que ser por eso. Hoy nadie quiere ser calificado de retrógrado, carca, nostálgico del pasado…, es decir, «antiprogresista». Reconozcámoslo: vivimos en una atmósfera impregnada de los átomos de este mito, respiramos su aire, querámoslo o no.

Y sin embargo, lo justo sería seguir el consejo de aquellos lejanos filósofos griegos: revisar nuestras creencias, arrinconar los prejuicios y fiarnos solo de la razón; desconfiar, pues, de este nuevo mito, que en tanto que mito, es falso. Porque, dejando aparte el hecho que haya otros mitos, nadie garantiza que no pueda haber retrocesos gigantescos (la primera entrega de El planeta de los simios nos lo advertía), ni que nuestra industrializada sociedad nos conduzcan inexorablemente a un buen fin; o que sea mejor, a veces, quedarnos en el nivel que hemos alcanzado («virgencita, virgencita que me quede como estoy»). Esto último, en la política, se ve con toda claridad. Un simple ejemplo, capítulo «descentralización del Estado»: ¿es sano y bueno el nivel de descentralización alcanzado? ¿Hasta qué límite es prudente «progresar» en esa dinámica? Cualquiera de los logros alcanzados en nuestra democrática España podría ejemplificarlo: ¿no sería bueno, en estos momentos, desacelerar un poco, asimilar lo conseguido, replantear, pulir, perfeccionar?

En cuanto a los gobernantes actuales, en cuyas manos estamos, tan progresistas ellos, educados en instituciones nada fiables como lo demuestran tantos doctorados de purpurina y tanto máster de dudosa solvencia, me atrevo a decir que la mayoría ha estudiado poco y ha divagado mucho. Se metieron muy pronto a «jugar a la política», pertrechados de unos conocimientos malamente hilvanados con el hilo de los tópicos progresistas. ¿Confiaremos en ellos en estos tiempos tan complicados en los que más que títulos y honores fingidos necesitamos honradez, altura demiras, cintura política, trabajo bien hecho…?

Francisco Javier Diosdado Moras es catedrático de Literatura.

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