La política y los tópicos

José María de Areilza, conde de Motrico, fue uno de los políticos españoles más brillantes del siglo XX. Su dilatada trayectoria, que inició como alcalde de Bilbao en la Guerra Civil y culminó como primer ministro de Asuntos Exteriores del Rey Juan Carlos, explican muchas claves de nuestra pasada y convulsa centuria. El aristócrata vasco desempeñó, entre otros cargos, los de embajador en la Argentina de los Perón, los Estados Unidos de Eisenhower o la Francia gaullista, e integró el Consejo Privado de Don Juan de Borbón. Su sagacidad, carácter imperturbable y competencia acompañaron siempre su solo aparente zigzagueo público. Esas tres notas, a juicio de Pabón, separan a los hombres de talento de los ambiciosos arribistas sin convicción ninguna. El medido escepticismo ante las jugadas cortas en política revela también el talento de unos pocos cuando, según explicó el citado historiador, una crisis trascendental coloca a los individuos y a los pueblos «ante la necesidad inexcusable de iniciar una nueva existencia y una nueva convivencia». Una guerra civil, y la imperiosa necesidad de alcanzar la reconciliación a su término, constituye sin duda ese trance decisivo.

Por todo ello resulta clarificador recuperar un artículo que Areilza publicó en 1944. Por entonces el país aún no se había sacudido la tentación totalitaria. De hecho, el propio Areilza había firmado tres años antes un tratado sobre las reivindicaciones coloniales de España en el norte de África. Además, la publicación que acogía el trabajo se reconocía deudora de «la gran empresa del espíritu» alumbrada por el Movimiento de los vencedores en la contienda fratricida. Es así que Areilza se veía obligado a confiar que quizá su reflexión no conviniese al «tono grave y científico» de la Revista de Estudios Políticos. Pese a ello, en «La política y los tópicos» se atrevía a caracterizar cinco de estas fórmulas huecas, atroces y dañinas.

El «No hay hombres» enmascaraba, en primer lugar, la incapacidad del dirigente para saber rodearse de buenos colaboradores, cuando no el pretexto apto para justificar sus malos resultados. Muy por el contrario, creía Areilza, siempre era posible conformar buenos equipos de personas cualificadas.

Un segundo y habitual tópico, «Cuando vuelva la normalidad...», posponía el cumplimiento del programa a la restauración de una falsa Arcadia preexistente. Y lo cierto era que la «normalidad» no regresaría nunca, cada época concitaba problemas distintos que demandaban diferentes soluciones.

Parecida engañifa recababa, por otra parte, el llamamiento a la «virginidad en política» o hipócrita desgarre de vestiduras de quien decía desembarcar en la cosa pública presuntamente con los blasones en blanco, esto es, enarbolando la inmaculada bandera de la carencia de hipotecas. Desconsiderar lo heredado, sin embargo, no conduciría a otra cosa que la ineficacia.

A este respecto el conde Motrico aludía también al cliché de la «solución de continuidad» con el que el nefasto gobernante pretendía invertir las posiciones precedentes haciendo tabla rasa de lo recibido. A fin de cuentas, los inmutables principios en política exterior habían garantizado la permanencia del Imperio británico a lo largo de más de doscientos años.

El catastrofismo figuraba en último lugar en este listado de tópicos. Fundamentaba el agorero pronóstico de los conformistas, quienes considerando inevitable el apocalipsis se consolaban con el efecto catártico que comportaría.

Han transcurrido tres cuartos de siglo desde que Areilza publicó aquel artículo. España se ha convertido en una democracia consolidada en la que rige una Constitución cuya vigencia ha superado a la del franquismo. No obstante, persisten buena parte de aquellos tópicos en los que imprudentes políticos aún cobijan falsas esperanzas. En esta era de la telecracia y las redes sociales el presidente Sánchez huye de las ruedas de prensa –con preceptivas preguntas– como del agua fría. Su mediático gabinete, anunciado gota a gota y anticipado al anuncio de todo programa, ya dispone del ministro más breve de nuestra historia democrática. A la mancha del fraude al fisco une la de la imputación judicial de otro de sus componentes. Efectivamente, no existe la virginidad en política. A nadie se le escapa, además, que el previsible fracaso gubernamental lo achacará el sobrevenido mandatario a la debilidad de sus 84 escaños, que solo subsanaría una vuelta a la «normalidad» parlamentaria.

El tiempo juega en contra del relumbrón de unos nombramientos de calculada orfebrería mercadotécnica. Y es que, como concluyó Areilza, «ninguna política merece siquiera el respeto del mundo si no guarda en su trayectoria y contenido un mínimo de coherencia y dignidad».

Álvaro de Diego González, profesor de Historia Contemporánea Universidad a Distancia de Madrid (UDIMA).

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