La política y su clima

Entre las circunstancias que orientan, impulsan o limitan nuestra conducta y nuestros actos, se encuentra el clima. Aunque éste a veces suele desdeñarse por los viejos arbitrismos, por definición irresponsables, es un factor decisivo en su doble sentido, el físico y el político, no menos relevante. En su primera acepción, se entiende por clima, en palabras de un científico tan reconocido como Pascal Acot, «el conjunto de estados atmosféricos (temperatura, vientos, precipitaciones, días de sol y humedad, entre otros) en un lugar determinado o en todo el globo, y durante un periodo de tiempo». Con estos parámetros, nos dice el mismo autor, el clima alienta y «anima la historia». Sin embargo, este condicionante no es estable y permanente. Tampoco determinante en términos absolutos, aunque su toma en consideración es ineludible. Su influencia es diversa, según épocas y lugares. Por ello, su acción tiene que contextualizarse en el tiempo y en el espacio, sin duda las dos variables que marcan nuestra relación, positiva o negativa, con la biosfera, nuestra urdimbre natural.

Este vínculo, personal y social del ser humano con su medio, ha sido objeto de análisis, desde distintas perspectivas. Para el estudioso del derecho y la política tiene singular interés la visión que introduce Montesquieu en «El espíritu de las leyes». Así, en su libro decimocuarto, cuando analiza la relación entre éstas y el clima. La creencia, muy de su siglo, en los presupuestos biológicos de la sociedad y de sus leyes, le lleva a reconocer en los climas fríos, un mayor vigor humano, lo que se traduce en una mayor confianza en sí mismo, unida a un alto grado de valor juvenil. Por el contrario, añade, los pueblos de los países cálidos son tímidos como los ancianos. Si el calor es excesivo, el cuerpo pierde fuerza, el abatimiento afecta al espíritu, que se nos revela falto de curiosidad, sin ningún proyecto noble o sentimiento generoso. La conclusión no puede ser más terrible: en estos pueblos sólo cabe encontrar pasividad y pereza.

Sorprende este grado de simplismo en la pluma del ilustre magistrado, aunque no por ello el factor climático, en una ponderación relativa, insisto, deba desdeñarse a la hora de legislar o de gobernar en una sociedad concreta. Valga mencionar lo que significa el régimen general de horarios para un mejor aprovechamiento del tiempo y la conciliación de la vida laboral y personal. En una medida como ésta, la consideración del clima es ineludible.

En cuanto a la segunda acepción de clima, la política, su impacto es, a mi juicio, mucho más relevante. Si el clima físico, en su manifestación ordinaria y recurrente, no depende de nuestra voluntad o de nuestros medios, la mejora o empeoramiento del clima político sí dependen de nuestros actos y actitudes, de nuestra conducta. Dependen, sobre todo, de la conciencia que la sociedad tenga de la importancia que todo contexto circunstancial tiene para favorecer determinados objetivos públicos e impedir otros, dando o negando credibilidad a quienes los postulan. Del grado de madurez de ese estado de opinión depende la viabilidad y la garantía misma de lo que la democracia significa. Así, es evidente que el Estado de Derecho necesita contar con un clima de seguridad jurídica y de confianza, fruto de la estabilidad y la integración social; porque sólo desde esos presupuestos puede consolidarse un espacio constitucional eficaz y estable.

La buena fe y, en consecuencia, la permanente disposición al consenso de las diversas fuerzas políticas, que no excluye el disenso ideológico o la controversia en el debate, son la piedra angular de la paz y el progreso. En un régimen de libertades, como el nuestro, no caben fundamentalismos mesiánicos, hijos todos de la ignorancia simplista o del oportunismo político más rancio. Sólo avanzaremos por el camino razonable de la moderación y el entendimiento, sin desviarnos por atajos de improvisadas audacias.

Sirva esta reflexión primaria de evocación y modesto homenaje al maestro Linz, recientemente fallecido, cuya obra ha sido espléndidamente publicada por nuestro Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Nadie como él, con su probada generosidad intelectual y desde el conocimiento riguroso de nuestra historia, ha analizado la relevancia de la hostilidad y el conflicto como clima determinante de la inestabilidad política y de la crisis de un sistema institucional que, una vez perdido, se añora. Porque las instituciones, los poderes del Estado, no pueden cumplir su función si se degradan en un mero palenque de enfrentamiento, agitación y desconcierto. Es arriesgado y estéril, no lo olvidemos nunca, una atmósfera «de zozobra social», sobre la que alertaba recientemente Ignacio Camacho en estas páginas.

No es ése, por tanto, el clima social y político que hoy necesitamos los españoles para salir realmente de la crisis, recuperando el aliento y la esperanza colectivos. No dejemos que crezca el río revuelto, con los pescadores de siempre al acecho. Que nadie degrade, entre la indiferencia de unos y la cobardía de otros, las «corrientes aguas, puras, cristalinas» que cantó serenamente, mirando al padre Tajo, nuestro Garcilaso de la Vega. Aguas limpias, para que en ellas se miren, y se reconozcan, todos los pueblos de España.

Claro José Fernández-Carnicero González, vocal del Consejo General del Poder Judicial.

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