La politización de la existencia

La politización de la existencia

Hace ya tiempo que se desdibujaron, en general para mal, las fronteras entre lo privado y lo público, de forma que en el mundo contemporáneo la intromisión de la política en la vida privada, incluso en la vida íntima, es algo que ha dejado de ser inconcebible. Esta tendencia se ha hecho estridente en España con las actuaciones del Ministerio de Igualdad que considera parte de su misión explicar a las mujeres cómo deben gozar de sus cuerpos, o promover una delirante tipología de personas y familias y se dedica a poner en marcha sus delirantes talleres conductistas.

El poder político siempre ha pretendido actuar en nombre de normas superiores, de la naturaleza, de la justicia, de la moral, de la nación, de ciertas ideas acerca del Bien y el mal, pero lo hacía sobre la base de compartir los sentimientos morales de la comunidad no con la pretensión de imponerlos. Las democracias han conseguido encarnar una forma exitosa de limitación del poder, de repartición y competencia entre poderes para evitar cualquier tendencia a su extralimitación.

Desde un punto de vista histórico, hay que anotar que la vieja mezcla de la religión con el poder ha favorecido que, al debilitarse la creencia religiosa, el Estado haya querido ser el centro de una nueva religión, en especial si los ciudadanos no aciertan a ser conscientes de la necesidad de contener los poderes del Estado dentro de ciertos límites, sobre todo de carácter moral. Este proceso es la base de lo que podemos llamar la politización de la existencia, la insolente intromisión de las políticas públicas en la vida privada y personal.

Visto de otro modo, la politización de la existencia es una herencia de los totalitarismos, es el totalitarismo distribuido por partisanos que asumen que no hay ninguna forma de inocencia política, es decir, que nada debe quedar ya fuera del alcance del poder. Así pueden pasar a ser delitos/pecados cuestiones tales como preferir un coche de motor térmico a un vehículo eléctrico, o ser reticente a admitir que la violencia pueda ser calificada por géneros, o afirmar que la diferencia entre varones y hembras en la especie humana tenga una clara base biológica.

La politización de la existencia hace que el Estado, al hacerse definidor, promotor y defensor de la moral, convierta al poder político en un poder sobre las conciencias, de forma que sus acciones sean por entero inobjetables. Esa era la situación, por cierto, en la que Adolf Eichmann se consideraba al abrigo de cualquier objeción moral y así trató de defender su no imputabilidad, su perfecta inocencia.

Al no haber distinción posible entre lo privado y lo público, el poder no se limita a mediar e intervenir en las relaciones entre individuos, sino que, convertido en una fuerza muy invasiva, ejerce una inmensa presión a favor de la sumisión universal ante los sucesivos dogmas morales que actúan como impulsores de la emocionalidad política.

La amenaza de un triunfo de las políticas que lleven a convertir al Estado en un poder sin fisuras ni límites, a que la Moral se convierta en un servicio del Estado no es ya, por desgracia, mera retórica. El crecimiento incontrolable de lo público ha sido el fenómeno más característico e indiscutido de la historia moderna, de modo que su ingente tamaño le ha dado fuerza y, poco a poco, lo ha convertido en fuente de moralidad y en garantía de la providencia de modo que los ciudadanos tiendan a rendirle culto.

Los poderes públicos que se sienten ejecutores del más alto designio moral encuentran con relativa facilidad una forma de alianza con las grandes empresas que siempre procuran llevarse bien con quienes administran el presupuesto público y les garantizan cierto derecho a subsistir si respetan los intereses esenciales del poder político. Este tipo de confluencias se puede considerar, en buena medida, como inspirado en el modelo chino de compatibilidad entre el capitalismo y un gobierno omnímodo del partido comunista.

Apenas se repara en que resulta imposible imaginar algo semejante sin un coeficiente extraordinario de desigualdad ante la ley, una circunstancia que empieza a considerarse soportable, como se ha podido comprobar en la aceptación de las discriminaciones legales introducidas en las relaciones entre hombres y mujeres. Para evitar cualquier duda frente a esa fortaleza moral del Estado, el poder político se convierte en un represor de disidentes, rebeldes e insumisos, lo que conduce de manera inevitable a políticas despóticas. De esta misma fuente surge el intento de evitar que existan instituciones, como una Justicia independiente, que puedan oponerse al reinado de la Moral definitiva y universal.

En las complejas sociedades contemporáneas es imposible no sentir alguna forma de imposición universal e impersonal, pero, si no existe la posibilidad real de oponerse a los estados dominantes de opinión, no cabe pensar que exista ninguna forma de democracia ni que quepa contribuir de ningún modo a que la vida política de las comunidades pueda lograr un equilibrio dinámico entre la tradición y el cambio, entre los viejos valores y los futuros posibles.

La expropiación de la moralidad es una de las fuentes de la constante absorción de la política, que debiera ser siempre una forma de libertad, por parte del Estado, y supone admitir el juego en un terreno embarrado para los partidos conservadores y liberales, que son, o eran, los que objetan de una u otra forma los excesos de las administraciones públicas.

La izquierda progresista concibe la acción política buscando la movilización de sus seguidores a partir de un componente social de insatisfacción y de un horizonte de tipo más o menos utópico. La izquierda concibe la política como una acción esencial que invade e invalida todo lo demás, cree en la politización de la existencia como llave de la historia y del progreso.

La derecha conservadora y/o liberal, por el contrario, no debiera creer ni en políticas de salvación ni en formas autoritarias de moralidad, sino que debería ver en la política una práctica de integración y de continua superación de los intereses en conflicto. Cuando se deja llevar con mansedumbre digna de mejor causa a una contienda excitada por una guerra cultural, por una lucha entre concepciones del mundo, se dispone a jugar en campo contrario, lo que, dado la cultura imperante, sería muy raro que redundase en cambios favorables a sus objetivos.

Quienes crean necesarias batallas de este tipo darían muestra de inteligencia si supieran llevarlas a otros terrenos y tratarlas de la manera adecuada, con estudio y sin ira. Puede parecer que es tarde, pero todavía hay espacios y tiempo para defender la libertad de pensamiento y que solo la conciencia moral de cada cual es capaz de reconocer aceptar y promover una conducta ética distinta a la vieja costumbre de obedecer.

José Luis González Quirós es filósofo y analista político. Su último libro es La virtud de la política.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *