La portentosa voz de Malala

 La premio Nobel de la Paz Malala Yousafzai. Suzanne Plunkett (REUTERS)
La premio Nobel de la Paz Malala Yousafzai. Suzanne Plunkett (REUTERS)

Tenía 17 años, la persona más joven que subía a recoger un Premio Nobel, aupada en sus altos tacones, gracias a los cuales consiguió medir cinco pies y dos pulgadas. Ni un murmullo en el auditorio al escuchar la decidida voz de Malala, la niña paquistaní a quien los talibanes habían descerrajado el cráneo por su empecinamiento en querer estudiar. Escuchándola, entre el ilustre público, también estaban Shazia y Kainat Riaz, disparadas junto a ella en el valle de Swat. Y Kainat Somro, otra amiga del alma cuyo hermano fue asesinado por los terroristas. “Sobrevivimos. Y desde aquel día nuestras voces no han hecho más que crecer”. La niña contó su historia porque, dijo, era la de muchas otras.

Sus padres le llamaron Malala porque en pastún significa “inmersa en la pena”, “triste”. Quizás se quedaron cortos ante la desesperanza que sintió cuando, recién cumplidos los 10 años, los talibanes arrasaron 400 escuelas, prohibieron a las niñas ir a las aulas y devastaron sus grandes sueños de alcanzar la educación reservada para los chicos. Inmersa en la pena porque ya no podía pintarse en las manos las ecuaciones matemáticas con henna, en el aula, junto a sus amigas. Los terroristas quisieron borrarle el mundo de los colores y el aroma del tinte a hojas secas, flores olorosas, racimos de frutos. Las aldeas al norte de Pakistán olían a destrucción y metralla. Con la ayuda de su padre, un gran profesor y mejor hombre, protector de un colegio de niñas, comenzó a escribir en urdu un blog en la BBC. “Tenía dos opciones: una era callarme y esperar a que me matasen; la otra, hablar alto y que me matasen. Decidí hablar alto”. A los 12 años, aquel 9 de octubre de 2012, el estruendo del disparo que le atravesó la cabeza le pintó la vida en negro. Despertó en Reino Unido, y salvó la vida ante la conmoción mundial.

Su amiga siria Mezun tuvo que huir de Siria a un campo de refugiados de Jordania. Su amiga nigeriana Amina conoció cómo Boko Haram secuestra a niñas de las escuelas, las viola, las hace desaparecer, las mata por el delito de querer estudiar. Malala dice que matan a estudiantes y maestras porque el poder de la voz de las mujeres les asusta. Es cierto que su afán es apartarlas de la educación. Sucede con millones de niñas que no van a la escuela. Otras, en muchas partes del mundo, son expulsadas del saber sin ni siquiera conocer cómo escribir su nombre, porque sus padres, hermanos, tribus, soldados, manadas de animales, deciden traficar con ellas. Pienso en las pequeñas de nueve o diez años obligadas a contraer matrimonios forzosos, sufridoras de maridos-amos y embarazos prematuros. Eso le pasó a la gran amiga de Malala que soñaba con ser médica y fue entregada a un hombre a los 12 años. A mi mente vienen también las pequeñas niñas embarazadas cuyos diminutos cuerpos revientan con dolorosas fístulas, lo que les supone el repudio marital y familiar. Ninguna de estas pequeñas sabe lo que es cumplir un sueño.

Las niñas representan el mayor grupo de exclusión del planeta, dramáticamente discriminadas con el cómplice silencio de los regímenes políticos o religiosos en los que viven. Por eso, hoy, me reconforta saber que Malala se ha sentido feliz y emocionada al visitar su tierra natal de Pakistán, pero ha vuelto a la Universidad de Oxford a seguir estudiando Economía, Filosofía y Ciencias Políticas. Allí tuvo que formarse también Benazir Bhutto, la primera mujer que se convierte en primera ministra de Pakistán. En los días previos a su elección, el líder islámico Mohammed Amin Minhas afirmó que “una nación que escoge a una mujer para liderar su Gobierno no prosperará”. De los dos primeros capítulos del Corán, Malala aprendió dos palabras: la primera fue iqra, que significa lee, y la segunda wal-qalam, con la pluma.

Un año antes de recibir el Nobel, el día en que cumplía 16 años, Naciones Unidas la acogió para conmemorar el Día de Malala. La debilidad, el miedo y la desesperanza habían muerto —afirmó ella—, porque en su lugar habían nacido el poder y el coraje. Si podemos llegar a la Luna, y aterrizaremos en Marte, este siglo XXI debe convertir en realidad el sueño de una educación de calidad para todos, es la única solución. Fue como argumentó que “un niño, un maestro, un libro y un lápiz pueden cambiar el mundo”. Ella es el caso.

Gloria Lomana es periodista y analista política. Acaba de publicar Juegos de poder.

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