Según una lúcida ocurrencia de Fernando Savater, «de las monarquías, como de la salud, cuanto menos se hable de ellas, mejor». En lo primero, sin embargo, yo soy reincidente.
Las monarquías europeas se han ido aproximando a las repúblicas cediendo señas de identidad propias; también la japonesa, parcialmente, tras la Segunda Guerra Mundial. Pero todavía conservan una: su carácter hereditario, en el que han ido introduciéndose algunas prudentes diferencias respecto del sistema sucesorio común. Así se ha hecho en España desde las Cortes gaditanas y se ha vuelto a hacer en el texto de 1978, cuyo artículo 57, sintetizado para lo que ahora nos interesa, dice así:
«1. La Corona… es hereditaria en los sucesores de S.M. Don Juan Carlos… La sucesión… seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea anterior…
3. Extinguidas todas las líneas llamadas en Derecho, las Cortes Generales proveerán a la sucesión…
5. Las abdicaciones, renuncias, etcétera, se resolverán por una ley orgánica».
En términos generales, el constituyente, en su intento de equilibrar los distintos aspectos de la sucesión, acertó en cuanto al fondo y algo menos en cuestiones de forma y lenguaje. En este segundo aspecto destaca especialmente la utilización equívoca del plural en términos como sucesores, líneas llamadas en derecho… y personas (con) derecho a la sucesión, cuando resulta obvio que siempre hay una línea y una persona con mejor derecho que las demás. Son detalles de redacción que pueden inducir a errores de concepto.
Habría sido más preciso emplear el término descendientes de Juan Carlos I de Borbón en vez de sucesores porque esta palabra tiene un significado más extenso que, si no se precisa, abarca a generaciones actuales, descendentes e incluso pretéritas, lo que amplía mucho la plantilla de aspirantes y puede perturbar el sistema sucesorio. Tenemos sobre esto algunos datos interesantes: a) en todas las monarquías democráticas (europeas y japonesa), la sucesión recae en descendientes; b) todas nuestras constituciones monárquicas históricas (con la sola excepción formal, no de fondo, de la Gloriosa) utilizaron el término descendientes.
Por lo demás, en este menester es preferible la intervención de las Cortes, representación legítima de la soberanía nacional, según autoriza la Constitución vigente en sendos apartados del artículo 57 por extinción de las líneas sucesorias y para regular por ley orgánica las abdicaciones, renuncias y solución de las dudas.
¿Cuál es la posición institucional Juan Carlos I tras su abdicación?
El profesor Cruz Villalón, que tiene una gran experiencia jurídica por dilatados servicios a la Universidad y a la sociedad en puestos de la máxima responsabilidad, ha sostenido en un artículo publicado no hace mucho que la Constitución establece al respecto: 1) que Don Juan Carlos es ahora «el padre del Rey»; 2) forma parte de la dinastía histórica; 3) es reconocido como tercero integrante en el orden sucesorio, y 4) cuenta igualmente para la provisión de la Regencia.
Estas interesantes consideraciones merecen reflexión. Como están formuladas de modo apodíctico, uno recuerda el adagio latino que pretende persuadirnos de no interpretar enunciados muy claros; pero no menos persuasivo es otro adagio, mundano y sin pedigrí, que aconseja no fiarnos de las apariencias. Veamos.
El Derecho sucesorio monárquico no es un capítulo más del Derecho civil porque, pese a sus similitudes, son dos ámbitos jurídicos diferentes y con soluciones diferentes. Por ejemplo, no es solución, ni política ni jurídica, premiar a Don Juan Carlos con el tercer puesto de aspirante a la Corona tras las dos hijas de Felipe VI y la posibilidad, aun remota, de un eventual regreso al trono, como podría suceder si la Princesa Leonor y la Infanta Sofía renunciaran a sus derechos sucesorios por los motivos que fueren. En tal supuesto, Don Juan Carlos pasaría a ser automáticamente Príncipe de Asturias y heredero de su hijo. Y no faltaría quien reforzara el argumento recordando el precedente del primer Borbón que reinó en España, Felipe V, el cual antecedió y sucedió en el trono a su hijo Luis I.
Pero la validez de este antecedente queda relativizada por la conjunción de un elemento fáctico y otro jurídico. Fáctico: Luis I, con 17 años y enfermo de viruela, no gobernó ni un solo día de los ocho meses de su reinado, sino que siguió haciéndolo su padre. Jurídico: el muy diferente régimen político de referencia, que, tras 287 años, ha pasado de monarquía absoluta a democrática. Aun así, queda en pie el supuesto teórico. Veamos.
1) Ante todo, es oportuno recordar algo que no se menciona: Don Juan Carlos no pertenece a ninguna línea sucesoria ascendente ni descendente, sino que su figura histórica se centra en ser origen del actual sistema sucesorio y su primer titular reconocido.
2) En ningún diccionario de la lengua española se define la abdicación como desistimiento de la Corona con derecho de retorno; dicho de otro modo: la reivindicación de derechos sucesorios por parte de Juan Carlos I sería contradictoria con el hecho mismo de haber puesto este fin voluntario a su reinado: nadie puede ir contra sus propios actos.
3) En ningún documento de la abdicación de Juan Carlos consta ese derecho de retorno, ni que, mientras tanto, éste forme parte del orden sucesorio; y, si lo hay, es nulo de pleno derecho por lo que dice y por haber sido ocultado.
4) Ni el Derecho histórico ni el comparado, habituales recursos de la interpretación jurídica, avalan la posición de Cruz Villalón. En efecto, nuestras constituciones monárquicas históricas, fueran liberales o conservadoras, regularon la sucesión en términos casi idénticos. El texto de 1869 difiere en la terminología, pero no en el fondo de la cuestión): 1) Orden regular de primogenitura y representación entre los descendientes legítimos. 2) Criterios de línea, grado, sexo y edad. 3) Una vez extinguidas las líneas descendentes, suceden hermanas, tíos… y sus legítimos descendientes. 4) Si faltan personas que se ajusten al modelo diseñado, ordena (muy correctamente, en línea con nuestro Derecho histórico y haciendo buena la condición parlamentaria de la monarquía), que las Cortes provean «en la forma que más convenga a los intereses de España».
Por su parte, los Estados monárquicos europeos centran la sucesión en los descendientes sin una sola alusión a generaciones anteriores.
En fin, prescindiendo de cuestiones éticas, que ya es prescindir, las reivindicaciones para Juan Carlos I de un eventual puesto sucesorio y de la regencia son opuestas al interés nacional por razones que están en la mente de todos, solo a él imputables y cuyo detalle resulta penoso reproducir por milésima vez.
También subraya el profesor Cruz Villalón una posible Regencia de Juan Carlos I. Pero, de las dos vías que prevé la Constitución en el artículo 59 (la minoría de edad del Rey y su inhabilitación médica), a la primera no ha lugar, esperemos que por mucho tiempo; y, en cuanto a la segunda, ya se barajó la posibilidad de hacerlo bajo su reinado y no se hizo, pero, en caso de llevarse a efecto, la designación correspondería a Doña Leonor y durante su minoría de edad a Doña Letizia. Tampoco por aquí se vislumbra un futuro muy activo del ex Rey. Como reza con sobriedad el brocardo jurídico romano, realizado el hecho, no se puede tener como no hecho; o lo que es igual: el Rey abdicado, abdicado queda.
Finalicemos: aunque, según el dicho, la claridad es la cortesía del filósofo, no debe haber en esto ningún monopolio pues otros gremios también la reivindicamos. Digámoslo, pues, con claridad, pero sine ira et studio: la abdicación de Juan Carlos I no es la excedencia voluntaria de un funcionario con reserva de plaza mientras administra sus millones mal adquiridos.
Porque –y esto es decisivo– tampoco el ex Rey ha ayudado en esta coyuntura con su inasumible comportamiento, que ha tenido en vilo al pueblo español, para terminar siendo acogido por unos amigos autócratas. Durante la intrigante primera huida, recordé un episodio narrado por Séneca en sus Tratados morales: Manes, único esclavo de Diógenes, huyó, y éste, aunque sabía dónde se hallaba, no hizo nada para que volviera pues «parecería cosa torpe que, pudiendo Manes vivir sin Diógenes, no pudiese Diógenes vivir sin Manes». Así pues, aun con la memoria y el reconocimiento de tiempos mejores, vivamos ahora sin Don Juan Carlos.
Antonio Torres del Moral es catedrático de Derecho Constitucional (UNED).