La posteridad

La Biblioteca Nacional publica con regularidad la lista de autores cuyas obras, transcurridos ochenta años desde su fallecimiento, han pasado a dominio público. Obras, por tanto, que no están sujetas a ninguna restricción de la propiedad intelectual y cualquiera puede legalmente reeditar, adaptar o colgar en la red sin tener que pedir autorización ni pagar un solo euro. En la lista de este año (es decir, en la lista de escritores muertos en 1935 cuyas obras acaban de quedar libres de derechos) figuran noventa y tres nombres, la mayoría de ellos totalmente olvidados. Sólo unos pocos me resultan familiares: Joaquín Belda, autor de novelas sicalípticas que gozaron de gran popularidad; Luis Bello, escritor viajero y miembro menor de la generación del 98; Jacobo Sureda, poeta ultraísta mallorquín; Manuel Bartolomé Cossío, pedagogo y experto en la pintura del Greco; Francesc Martorell i Trabal, historiador barcelonés; Adolfo Marsillach, dramaturgo más conocido por ser el abuelo del actor del mismo nombre; Ramón Sijé, poeta oriolano al que su paisano Miguel Hernández dedicó una memorable elegía...

No sé qué ocurrirá el año que viene, cuando se cumplan ochenta años de la muerte de escritores como Valle-Inclán, García Lorca o Unamuno, pero sí puedo aventurar que entre las editoriales actuales no va a haber carreras para ver cuál es la primera en reeditar los libros de Belda, Bello y los demás. Si alguno de ellos soñó en algún momento con conquistar un pedacito de inmortalidad a través de la literatura, mejor que no resucite para comprobarlo: los editores no los quieren ni gratis.

En países como México, los escritores no tienen que tributar por los ingresos generados por sus libros. Se supone que es la manera en que la sociedad les compensa en vida por una enajenación que se producirá muchos años después de su muerte, cuando sus obras pasen a dominio público: más o menos como si la administración les adelantara la indemnización por una expropiación póstuma. Algunos de mis colegas escritores lo consideran razonable. Para ellos constituye un agravio comparativo que, a diferencia de cualquier otra propiedad, que puede transmitirse indefinidamente de padres a hijos durante generaciones, los derechos de autor de una novela vayan a ser disfrutados por sus hijos y nietos pero seguramente no por sus bisnietos y tataranietos del siglo XXII, que verán cómo cualquier editor podrá lucrarse con esa novela sin tener que pedir permiso a nadie. Bueno, el agravio existe pero sólo en teoría, y lo que de verdad revelan las quejas de esos colegas es una candorosa confianza en la perdurabilidad de la literatura: si no de toda la literatura, al menos de la propia. Por cada Valle-Inclán o cada García Lorca que ha seguido generando ingresos ochenta años después de su muerte, hay (lo hemos visto) miles de autores a los que la posteridad ha dado definitivamente la espalda, así que no procede adelantar demasiadas indemnizaciones...

No, no creo que los novelistas tengamos derecho a privilegios como los de la legislación fiscal mexicana. Pero tampoco creo que a un creador que ha cotizado durante décadas como autónomo se le pueda discutir su derecho a percibir una pensión cuando alcance la edad de jubilación. La polémica ha llegado a los medios recientemente, aunque parece que hace tres años que el Ministerio de Empleo y Seguridad Social tomó la decisión de obligar a los escritores jubilados a elegir: o seguir escribiendo, o cobrar la pensión. Mi novela favorita de Miguel Delibes es El hereje, que retrata la Castilla del siglo XVI, sacudida por convulsiones religiosas y expuesta a fanatismos de distinto signo. Pues bien, Delibes escribió El hereje a los setenta y ocho años. ¿Cuántas novelas como esa no existirían si sus autores, apremiados por la Seguridad Social, hubieran optado por abandonar la escritura para poder cobrar su pensión?

El Gobierno que ha colocado en esa disyuntiva a los escritores veteranos es el mismo que previamente había subido el IVA del cine y el teatro nada menos que trece puntos. El simple hecho de que un gobierno exhiba con tanta alegría su afán de penalizar la cultura resulta aberrante. Pero si en el caso del IVA se esgrimieron razones de índole económica (un incremento en la recaudación que ha acabado quedando en agua de borrajas), en el de las pensiones ese argumento se hunde en la ciénaga de lo imponderable: podrán cuantificar la calderilla que esa medida habrá ahorrado al erario, pero no el dinero que este habría ingresado si esas novelas nunca escritas hubieran llegado a las librerías.

El Gobierno español está obligado a promover la creación cultural, pero, aunque sólo fuera por defender ese interés general del que tanto habla, tendría que garantizar precisamente que los creadores pudieran seguir trabajando. Y, desde luego, tributando por ello: me pregunto cuántas pensiones ajenas ayudó a sufragar el anciano Miguel Delibes con El hereje, que se mantuvo durante meses en las listas de libros más vendidos.

Ignacio Martínez de Pisón, escritor.

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