Hay una magnífica y cómica canción de Gustav Mahler, incluida en «La trompa mágica del niño» (Des Knaben Wunderhorn), basada en uno de los milagros atribuidos, según los hagiógrafos, a San Antonio de Padua. Éste, al advertir que la iglesia estaba vacía, se fue al río a predicar a los peces. «La carpa y sus huevas / han venido hasta aquí...». Escuchan atentamente. «Jamás otro sermón / gustó tanto a las carpas». Y lo mismo sucedió con los «lucios de boca afilada», con las anguilas, los esturiones, el abadejo y hasta con los cangrejos, y con las lentas y parsimoniosas tortugas: «Jamás otro sermón / gustó tanto a los cangrejos».
«Peces grandes y pequeños / los nobles y los comunes, / todos elevan la cabeza / como criaturas sensibles». Terminado el sermón, cada uno da la vuelta: «Los lucios siguen siendo ladrones, / las anguilas, amantes fabulosas. / Les ha gustado el sermón / pero siguen igual que antes. / Los cangrejos siguen caminado hacia atrás / ...las carpas siguen atiborrándose, / ¡el sermón está olvidado!» (traducción de Elena María Accinelli).
Gustav Mahler interpretó el sermón como una parábola de su música, que en el tiempo de su vida significó una predicación en el desierto. Sabía que llegaría su hora; de hecho llegó, de manera espectacular, cincuenta años después de su muerte. Pero entre tanto era objeto de repulsa e incomprensión. Ni siquiera se producía lo que sucedía en la canción. No decían los que la escuchaban, salvo una exigua minoría, que les había gustado el sermón.
Pienso en los extraordinarios, magníficos discursos del actual presidente de los Estados Unidos, Barack Obama. Los que pronunció en el Congreso, cuando la toma de posesión de su cargo; luego en El Cairo, en Moscú, en Ghana y de nuevo en el Congreso (sobre la necesidad de la reforma sanitaria). Todos alabaron esos magníficos discursos. Pero luego sucedió que los corruptos siguieron siéndolo, los belicistas también, lo mismo los fanáticos ayatolás, o los irreductibles dictadores latinoamericanos, o los implicados en intereses farmacéuticos (o en otros lobbies que este presidente insólito cuestionaba).
Las fuerzas de la inercia política, el triunfo continuo y constante de la Realpolitik, afianzado en Washington en el período de George Bush, la comprensión neoconservadora de la política en términos de seguridad y acción bélica preventiva, o de definición maniquea del hostis («aquél a quien es lícito declarar la guerra», según Carl Schmitt), el célebre Eje del Mal y su inspiración unilateral en clásicos sombríos como Thomas Hobbes, Carl Schmitt o Leo Strauss, todo ello de pronto parecía zarandeado por esta figura nueva, sin compromisos con lobbies, dispuesta a modificar el campo y las reglas de juego de la política. Y lo que es más importante: promoviendo en mucha gente, norteamericana y extranjera, en este mundo global, una ráfaga de ilusión.
Como si fuese posible otra forma de hacer política que no recayera en los hábitos de siempre, en el deprimente «realismo político» que tan bien conocemos. Sobre todo nosotros, los españoles, donde el único horizonte de nuestros políticos es la supervivencia en el poder, o el enriquecerse a costa de éste, sin atender a las obligaciones de la política: la mejora de las condiciones nacionales. Que en el caso norteamericano significan también, dentro del irreversible proceso de globalización, el liderazgo, pero sin implicar una forma unilateral de ejercerlo, como sucedió con George Bush.
Y por último la magnífica distinción certera entre guerras necesarias -que deben ser ganadas, so riesgo de que la seguridad se destruya- como la de Afganistán/Pakistán, y otras que no tienen esa necesidad, y que Obama llamó, con eufemismo, «guerras electivas» (como la de Irak), causa directa del declive en poder y popularidad de la hegemonía norteamericana en el mundo. Para colmo, todo este complejo panorama se halló desbordado por una crisis sistémica que está lejos de remitir. Fue mérito de Obama recordar la tendencia idealista de ese gran país, olvidada durante muchos años por su propensión neoconservadora hacia conductas belicistas maniqueas. De pronto esa pesadilla fue disipada, y fuimos muchos quienes nos alegramos al conocer el nombramiento de este presidente tan atípico, tan poco vinculado a los lobbies, que había sabido manejar de forma inmejorable los contactos con la ciudadanía a través de Internet, y que además logró movilizar a la siempre escéptica población de pocos recursos, en su mayoría negra, y que despertó la ilusión política en todo el mundo, apuntando hacia un liderazgo global que sólo él, por su misma biografía familiar, estaba en condiciones de ejercer. El posmodernismo parecía cuestionado, y sobre todo el modo de asumirse éste a través de un belicismo unilateral y nefasto, el que ejerció George Bush a través de sus colaboradores. De pronto resplandecía en el horizonte una ráfaga de pensamiento utópico, que pertenece también al mundo de la política, pero que había sido defenestrado por la Realpolitik, o por los modos inicuos de entenderse la utopía (en los «socialismos reales», afortunadamente desaparecidos tras la caída del Muro de Berlín). ¿Es poco lo que con todo ello se ha conseguido? ¿O es que sólo figuras curtidas por su forma cínica de entender la política, como Kissinger, como Menahem Begun, como el propio Yaser Arafat, son acreedores al credencial de políticos de verdad, y por tanto justos receptores del Premio Nobel de la Paz? He de confesar que me dio mucha alegría saber que, en esta ocasión, se concedía este premio a quien de verdad lo tenía merecido: alguien que estaba forcejeando y luchando para cambiar la comprensión de la política, y que estaba, y sigue estando, recordándonos que la política tiene esa dimensión ideal, idealista, que asociamos a figuras como los grandes presidentes norteamericanos, desde Lincoln a Roosvelt, o a Kennedy.
No sólo el Leviatán de Hobbes es un clásico de la filosofía política. Hay que recordar que Kant, uno de los más grandes pensadores occidentales, escribió La paz perpetua. Esa aspiración no se contradice con la necesidad de librar una guerra necesaria (no electiva), como la que se está llevando de forma bien dramática en Afganistán, donde sería terrible que volviesen a conquistar el poder los talibanes, lo que significaría un certificado mortal para el futuro del mundo de Occidente. Deseo que esas bellas y buenas palabras de nuestro gran predicador Barack Obama tengan mejor destino que las que impartió San Antonio a los peces, que asomaban la cabeza en el río, celebraban lo mucho que les había gustado el sermón, para volver a sus hábitos de siempre.
Ha habido una especie de complicidad entre la «vieja política» y medios de comunicación norteamericanos para descalificar la decisión de conceder al presidente de USA el Premio Nobel de la Paz. Que Barack Obama afirmase que no merecía el galardón acredita la calidad humana y ética de este personaje. Pero las voces, ciertamente legítimas y respetables, de quienes desaprueban esa concesión, siempre en nombre de resultados, o de la Realpolitik de siempre, me parecen poco convincentes.
Eugenio Trías Sagnier