La prehistoria del último golpe de Merkel

Durante su largo cancillerato en Alemania, Angela Merkel demostró reiteradamente que sabe dar sorpresas. Esta vez, se superó a sí misma.

En 2010, Merkel se rebeló contra las expectativas al insistir en que se incluyera al Fondo Monetario Internacional en los esfuerzos para rescatar a Grecia. Después de 2011, cuando ocurrió el desastre de Fukushima en Japón, cerró las plantas nucleares de energía alemanas. Luego, en 2015, abrió las fronteras de su país a más de un millón de refugiados sirios. Y ahora acordó una propuesta para un fondo conjunto de recuperación de 500 mil millones de EUR (556 mil millones de USD) para ayudar a las economías más golpeadas de la Unión Europea a superar la crisis de la COVID-19.

Cada una de esas decisiones políticas produjo alaridos de indignación en Alemania y preocupó a otros europeos, reacios a que Alemania asuma un liderazgo gigantesco. Pero en cada una de esas oportunidades, Merkel insistió en que no había alternativa. De todas formas, esta última sorpresa es, con mucho, la más audaz. «El Estado nación por sí solo no tiene futuro», declaró durante una reciente conferencia de prensa con el presidente francés Emmanuel Macron.

La perspectiva de un fondo de recuperación ha llevado a que muchos observadores se pregunten si finalmente la UE se está acercando a su «momento hamiltoniano». En los primeros años de la república estadounidense, el primer secretario del tesoro de EE. UU., Alexander Hamilton, sostuvo que el gobierno federal debía «asumir» las deudas incurridas por los estados durante la guerra de la Independencia. Ganó el debate, porque la mutualización de la deuda parecía necesaria para solucionar la emergencia inminente.

De todos modos, sería un error pensar que casi cualquier crisis puede eliminar los obstáculos a una integración más profunda. Cuando estalló la crisis del euro hace una década, los federalistas esperaban que impulsara al proyecto europeo. Por el contrario, profundizó la división por la deuda entre los estados miembros del norte y del sur. En los años siguientes, tanto Rusia como China han atraído a algunos estados miembros de la UE hacia sus órbitas, el Reino Unido se retiró formalmente del bloque y el presidente estadounidense Donald Trump prácticamente abandonó la alianza transatlántica.

Al igual que con las crisis de la deuda y los refugiados, estas cuestiones geopolíticas han profundizado las divisiones entre el norte y el sur, y el este y el oeste europeos. Nunca se dieron las condiciones históricas clave que hubieran permitido un avance audaz para superar al estado-nación. La pregunta, entonces, es por qué debiéramos esperar que la COVID-19 logre lo que el presidente ruso Vladímir Putin, Trump, el brexit y los feudos de la deuda previos no consiguieron.

Hay dos motivos por los cuales podemos pensar que la crisis actual es, de hecho, diferente. En primer lugar, la pandemia es básicamente una crisis nacida de la globalización, que requiere una respuesta de cooperación mundial. En segundo lugar, las comparaciones de las tasas de mortalidad y contagio entre países y regiones, y la escalofriante profundidad y escala de las secuelas económicas de la pandemia, han llevado a que gran parte del público valore los gobiernos competentes. La causa de la elevada cantidad de casos y muertes en Estados Unidos, el RU y Brasil no es ningún secreto: tienen gobiernos incompetentes, ideológicos y faltos de coordinación.

A diferencia de Trump o del presidente brasileño Jair Bolsonaro, Merkel y Macron no se inclinan hacia la política de la emoción, por el contrario, ambos se enorgullecen de ser hábiles gestores que toman decisiones basadas en los hechos. Y la evidencia de la pandemia de la COVID-19 sugiere que el estado-nación efectivamente está mal equipado para esta crisis; las necesidades más inmediatas son extremadamente locales o supranacionales.

La cuestión de las «respuestas necesarias» es particularmente aguda en Alemania que, como Italia, fue una creación del nacionalismo del siglo XIX. Antes de Otto von Bismarck (y su equivalente italiano, Camillo Cavour), lo que hoy llamamos Alemania estaba compuesto por múltiples estados pequeños. Cada uno tenía un rico sentido de identidad local, pero ninguno era especialmente bueno para superar los desafíos técnicos y económicos que planteaba un mundo de mercados y comercio crecientes, junto con las nuevas formas de comunicación y transporte. Cuando estas pequeñas entidades se unificaron, el periodista liberal Ludwig August von Rochau observó que no fue una cuestión de «simpatía de las almas» sino «exclusivamente» una «cuestión de negocios».

En otras palabras, el Estado nación fue impulsado por una cuestión práctica. Antes de la Paz de Westfalia en 1648, existían entre 3000 y 4000 unidades territoriales independientes (en su mayor parte, solo sujetas a una débil jurisdicción imperial). Para el siglo XIX, esa cantidad se había reducido a unas 300-400; y después de 1815, todas eran miembros de la Confederación Alemana. Para fines del siglo XIX, solo había tres estados con grandes poblaciones germanohablantes: el Imperio Alemán, el Imperio Austrohúngaro, y la Confederación Suiza.

En otras palabras, la cantidad de estados en Europa Central se redujo cada siglo a un décimo de lo que era en el anterior. Con esto no queremos sugerir que pronto habrá 0,3 estados en Europa Central, la historia no se rige por leyes matemáticas. Sin embargo, queda claro que los estados-nación de la vieja escuela se están viendo obligados a reconsiderar su lugar en este mundo.

De hecho, el reciente fallo contra el Banco Central europeo por el Tribunal Constitucional Federal Alemán representa el impulso final hacia un mayor nivel de integración para la UE. Aunque nominalmente impone un límite a la participación del Bundesbank en los programas de compra de bonos del BCE, su efecto no será frenar el proyecto europeo, sino obligar a la creación de una base política y legal sobre la cual sostenerlo.

Además, ningún otro país europeo tiene una constitución con mayor énfasis en la idea de Europa que la alemana. La Ley Fundamental de 1949 afirma que el pueblo alemán está «animado» de la «voluntad de servir a la paz del mundo, como miembro con igualdad de derechos de una Europa unida». Aún más específicamente, el artículo 24 de ese documento explícitamente dispone la abdicación de los derechos de soberanía a favor de un «orden pacífico y duradero» en Europa.

En el siglo XIX, los estados-nación se forjaron a sangre y acero. Hoy se está creando algo nuevo a fuerza de medicina y política económica.

Harold James is Professor of History and International Affairs at Princeton University and a senior fellow at the Center for International Governance Innovation. A specialist on German economic history and on globalization, he is a co-author of The Euro and The Battle of Ideas, and the author of The Creation and Destruction of Value: The Globalization Cycle, Krupp: A History of the Legendary German Firm, and Making the European Monetary Union.

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