La prematura derrota de ETA

Me resulta prematura la unanimidad desplegada en torno al 50 aniversario del nacimiento de ETA. Analistas, comentaristas, ex líderes etarras vienen a decirnos que la banda, pese a mantener la capacidad de matar, tiene contados sus días. Se fundan en la facilidad con que se le desarticulan comandos, se abortan atentados y se detiene a sus cúpulas. «Si sigue activa es porque hay descerebrados que aún no se han dado cuenta de que han perdido la guerra, y porque su entorno no tiene huevos para separarse de ella» nos dice Julen Madariaga, uno de sus fundadores. Mientras el portavoz parlamentario del PSOE, José Antonio Alonso, pronostica: «Veremos el final del terrorismo».

Tanta unanimidad me intranquiliza. Temo que se deba más a motivos personales o políticos que a una valoración realista de la situación. Que ETA se encuentra acorralada, de acuerdo. Que sus atentados se han reducido, también. Como que parece haber decrecido al apoyo por parte de la población vasca. Pero no menos es cierto que ese apoyo sigue existiendo, que sigue teniendo capacidad de matar y que no tiene problemas en reemplazar a sus jefes y a sus comandos. O sea que no vendamos la piel del oso, o de la serpiente, antes de haberlos cazado.

Hay que partir de tres premisas ineludibles. La primera, que todos los gobiernos españoles han querido apuntarse el tanto de «traer la paz al País Vasco» negociando con ETA, dándola el rango de interlocutora y ofreciéndola incentivos. Lo que la potenció, reafirmó e hizo pensar: «Si no es con este gobierno, será con el próximo». La segunda premisa es un error de cálculo. ETA es una organización terrorista, y en las organizaciones terroristas siempre se imponen los radicales, nunca los moderados. Olvidémonos, pues, de los moderados, porque los que mandan allí son los que tienen las pistolas y están dispuestos a usarlas. Por último, y más importante: cuenta con un importante respaldo ciudadano. Nacida en plena oleada descolonizadora, se presentó como un movimiento de liberación nacional vasco, cuando es, más que nada, un movimiento de regresión nacional, un intento de reconstruir una nación-Estado vasco que nunca existió más que en la mente de sus profetas. La raíz de ETA está ya en el pensamiento de Sabino Araba, en su rechazo instintivo de todo lo foráneo, en su idealización del pasado euskaldun y en su odio a lo español, como epítome de todo lo malo, sucio y pecaminoso que hay en este mundo. Una actitud premoderna y un espíritu predemocrático, que se han hecho alma y carne del nacionalismo vasco. Estamos ante una religión con sus dogmas, sus cruzados y sus mártires, y ante una mafia con sus crímenes, sus capos y su omertá, aunque sigue manteniendo el catolicismo como fe. Pero cuando el dictado nacionalista y la norma católica han entrado en conflicto, no ya los fieles, sino los sacerdotes e incluso los obispos han elegido el nacionalismo. No necesito recordarles los dolorosos ejemplos.

ETA es la punta de lanza de ese nacionalismo, de ahí el prestigio de que gozan sus miembros, su facilidad de reclutamiento, su popularidad indisimulada, como muestran las pintadas por todo el País Vasco o las manifestaciones que en su favor se organizan por cualquier motivo. «Mientras vea en ellas señoras mayores, que parecen recién salidas de la peluquería o de la misa -me decía un amigo vasco, residente en Madrid por ver amenazada su vida en su tierra-, sabré que no puedo regresar allí».

No estamos, por tanto, ante otro Grapo, ni ante unas Brigadas Rojas, ni ante una banda Baader Meinhof, organizaciones terroristas también, pero de corte político, es decir, coyuntural, que pueden neutralizarse con medidas gubernamentales y policiales, aparte de que la misma evolución política termina convirtiéndolas en anacrónicas. Por desgracia, ETA no puede convertirse en anacrónica por ser ella misma un anacronismo. Tampoco necesita conquistar el futuro porque su ambición es volver a un pasado que ni siquiera existió. Más importante que todo eso: no necesita triunfar porque reina en el corazón de buena parte de los vascos. No me refiero sólo a los votantes de cualquiera de las siglas que ETA ha ido eligiendo como tapaderas, hasta que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos les ha dado el alto. Me refiero a esa mayoría según las encuestas, convencida de que su gobierno pertenece por derecho telúrico a su nacionalismo o preferirían un gobierno PNV-PSV a uno PSV-PPV, pese a haber en el PP hombres y mujeres con tanta o más raigambre vasca que nadie. Pero son «traidores a la causa», el mayor de los pecados.

Con lo que llegamos al quid de la cuestión: ETA no será vencida mientras su espíritu persista. Y el espíritu de ETA late en amplios sectores del nacionalismo vasco, incluidos los que no practican ni aprueban la violencia. Pero que tampoco aceptan que ETA sea derrotada. Como consecuencia, mientras el País Vasco no se convierta en una democracia similar a las restantes europeas, donde todo el mundo pueda decir lo que quiera sin que peligre su vida, mientras siga habiendo ciudadanos que necesiten escolta y no puedan regresar los vascos «exilados», ETA estará viva.

De ahí que me parezcan prematuros todos esos anuncios de la desintegración de la banda a plazo más o menos largo. Naturalmente, los viejos etarras, muchos de ellos en la cárcel, quieren irse a casa a gozar de su bien ganada jubilación. Lo malo es que sus alevines no están por la labor. El veneno que les han inyectado es demasiado fuerte y las mentiras que les han contado demasiado grandes para detenerlos en su carrera de destrucción y muerte. Lo que no impide que a la propia ETA le convenga de tanto en tanto un respiro en forma de tregua, como le convienen los atentados para mostrar que está viva.

Pero no lo olvidemos, ETA vivirá mientras viva el espíritu de Sabino Arana. Y el primer velador de ese espíritu es el nacionalismo vasco, en especial el PNV, todavía una enorme fuerza en aquel territorio. El único avance concreto en esta lucha es el cambio de gobierno que allí se ha producido, primer indicio de que algo empieza a abrirse, tras décadas de completa cerrazón. Los socialistas ocupan el poder apoyados por los populares, reflejando la realidad plural de aquella sociedad, hasta ahora no reconocida ni admitida. Ese gobierno arroja una luz completamente nueva sobre el País Vasco y su compleja problemática. Por lo pronto, demuestra que puede llegarse a la Lendakaritza sin tener diez apellidos vascos, lo que ayudará a quitar el complejo a quienes no los tienen y venían aceptando una ciudadanía de segundo orden. Por otro lado, que un número importante de vascos de diez apellidos, acepten y apoyen esa nueva situación, la legitima. Hablaríamos incluso de revolución en Euskadi si no supiésemos que ese pacto está prendido con alfileres y se halla expuesto a todo tipo de contingencias humanas y políticas. El nacionalismo vasco en sus diversas coloraciones lo ha tomado como una afrenta y hará lo posible y lo imposible para destrozarlo, incluido ofrecer a Zapatero ayuda para gobernar España. Pero eso no nos acercaría a la solución. Nos alejaría de ella. El único camino para derrotar a ETA es desintoxicar al País Vasco del veneno que se le ha inyectado desde escuelas e instituciones durante décadas, al tiempo que continúa la presión policial y judicial hasta convencer a los potenciales terroristas de que su futuro es la cárcel, no la gloria. Una tarea larga, lenta, penosa. Creer que el PNV colaborará en ella es como pretender que ETA deje de asesinar. Dicho de otro modo: requeriría que ambos renunciasen al sueño en que han vivido todos estos años. Y se renuncia más difícilmente a los sueños que a las realidades.

José María Carrascal