La agitación de la política propicia una cierta compenetración íntima entre los grupos que la integran, y cada uno de ellos se convierte en una especie de familia en la que todos sus miembros pueden amarse u odiarse. Los primeros espadas suelen hablar de los segundones como Napoleón de sus generales en La cartuja de Parma: «Mis generales, ninguno de los cuales ha estado jamás en la guerra, se han portado como liebres, y sé de dos o tres que han escapado, y Dios me perdone pero creo que no cesarán de correr hasta que no se encuentren en Bolonia». Los segundones, por su parte, se dicen: «El jefe es un misterio ambulante. Muchas cosas que se dicen de él son contradictorias, de tal manera que es imposible saber cuáles son ciertas y cuáles falsas y cuánto hay en las ciertas de exageración. Pero es el jefe y es quien decide las listas y otorga los puestos y las prebendas».
Los secuaces no son capaces de diferenciar realidad y ficción en lo que respecta a su jefe de filas. En Nuestra Señora de París, Víctor Hugo dice de Quasimodo que «separado para siempre del mundo por la doble fatalidad de su origen desconocido y de su deforme naturaleza, el infeliz se había acostumbrado desde la infancia a no ver nada en el mundo fuera de aquellos religiosos que a su sombra le habían acogido». Los políticos no se enteran de lo que ven ni de lo que pisan, o al menos fingen no enterarse. Su comportamiento sólo es explicable si creen que los demás somos idiotas.
Toda razón es inútil cuando el político es como un caballo a galope sin bridas, cuando está dominado por el deseo de gloria y, encima, tiene poder para saciar todos sus desenfrenados apetitos. La vanidad puede conducir muy lejos al rico y al poderoso, casi siempre rodeados de aduladores. Cuando un hombre elegido democráticamente se atribuye la honra de sus conciudadanos, pervierte el orden de las cosas y distorsiona la realidad en provecho propio. El verdadero demócrata no se arroga jamás la gloria que pertenece a los ciudadanos, como el cristiano no se atribuye la gloria debida sólo a Dios. «La vanagloria es una dulce despojadora de nuestros dones espirituales y agradable enemigo de nuestras almas», dice San Basilio, y San Agustín escribe: «La soberbia es un apetito desordenado de excelencia».
Nadie duda de que muchos políticos desembarcaron en la política con las mismas intenciones que Casement, El celta, que llegó a África para «mediante el comercio, el cristianismo y las instituciones sociales, emancipar a los africanos del atraso, la enfermedad y la ignorancia». Se consideraba la punta de lanza del progreso, la igualdad, la libertad y la fraternidad, pero, como tenía muy buena voluntad y enorme capacidad de observación, el verdaderamente beneficiado de su ventura fue él mismo. Los políticos, en vez de adaptarse a las necesidades de los ciudadanos, quieren adaptar la realidad a sus deseos y apetitos; hacen suyas las palabras de Luis XI en Nuestra Señora de París: «Quisiera yo saber si hay en París, por la gracia de Dios, otro señor que el rey, otra justicia que nuestro Parlamento, y otro emperador que yo en nuestro imperio».
Hay políticos que se enriquecen sirviéndose de la confianza ciudadana. Y si los cogen no pasa de ser un mal trago. Sólo el dinero sobrevive a la desgracia, pues pocas veces lo devuelven. Llegadas las elecciones, pueden presentarse como si nada, aunque se hayan apropiado del dinero público, porque mucha gente considera que serían tontos si no hubieran aprovechado la oportunidad. Un político me confesó: «La experiencia me fue demostrando que las cosas no son tan claras como la teoría. Entre los políticos no todo es trigo limpio, también hay canallas y aprovechados. Pero hechas las sumas y las restas, las gentes honestas superan largamente a los sátrapas».
El político no suele tener como valores la resignación, la paciencia ni el amor o el aguante necesarios para poner la otra mejilla. Al contrario, los políticos sienten una profunda e inmoral alegría al vengarse. El político no está de acuerdo con aquel personaje de Stendall que dice: «¡Qué me importa a mí el autor del anónimo! Lo fundamental es averiguar si es cierto el hecho que denuncian». A él lo que le importa es quién dice qué para tomar represalias. Hay partidos que tienen informes de sus adversarios más peligrosos, que suelen ser los más valiosos miembros de otras siglas, para, en su momento, sacarlos a la luz.
Los políticos dicen, cuando ganan, que «el pueblo soberano es sabio». Pero cuando se manifiesta contra la corrupción y contra decisiones interesadas de los partidos, dicen, recordando a Stendall: «El pueblo es en la sociedad lo que el niño en la familia. En tanto permanece en el estado de ignorancia de menor de edad moral e intelectual, puede decirse de él, como del niño, que está en esa edad que no conoce la piedad». Este pensamiento esconde la filosofía que García Márquez expresa mucho más claramente en Doce cuentos peregrinos: «El niño es la única bestia capaz de hacer cualquier cosa». Los políticos se dicen: «La gente no sabe lo que hace ni lo que quiere. Aquí estamos nosotros para dar al pueblo lo que necesita. A veces el engaño está justificado porque, yendo con la verdad por delante, el pueblo no lo entendería».
En vísperas de elecciones, debería estar prohibido asignar subvenciones y conceder empleos a dedo, pero como las leyes las hacen los que tienen estas costumbres es una ilusión pensar en el cambio. «Es para colocar a los que prevemos se podrían quedar en la calle si no lo hiciéramos», me dijo un político.
«Todos los jorobados van con la cabeza erguida, todos los tartamudos echan discurso y todos los sordos hablan en voz baja. En cuanto a él, Quasimodo se veía, a lo más, un poco torpe de oído, y esta era la única concesión que hacía a la opinión pública en sus momentos de franqueza y examen de conciencia». Algunos, para arreglar esta situación, lo más inteligente que se les ocurre es hacer campañas de imagen, a ver si así las gentes olvidan su biografía. Y cuando ni así lo logran «ponen una cara que puede hacer abortar a una preñada», dice la gente. Hoy la imagen que tiene el pueblo del político no es la del benefactor de la sociedad sino la de alguien que busca aprovecharse de la sociedad, hasta estafarla si es necesario.
«Frente a todo esto, ¿qué hacen los llamados intelectuales?», preguntó un tertuliano, y respondió otro: «Excogitan sobre la eternidad del cangrejo y la preñez de los pájaros». El vulgo no tiene capacidad para gustar el vértigo, la ebriedad y la fascinación que supone el dedicar los esfuerzos de la mente a estos temas.
«¿Por qué nos hemos quedado ciegos?», preguntó uno de los personajes de Saramago. Otro respondió: «Creo que no nos quedamos ciegos, creo que somos ciegos, ciegos que viendo no ven». «¿A dónde vamos?», preguntó la única tertuliana. Respondió alguien: «Lo único que sé es que vamos a buscar no sé qué a casa de no sé quién».
Manuel Mandianes, antropólogo del CSIC y escritor. Su último libro es Raposiño e o cego.