La prensa libre, frente a la posverdad

Las fake news, noticias no solo falsas, sino imaginadas o inventadas, noticias que parecen noticias pero no lo son, ocupan hoy los primeros lugares del ranking mundial en el debate político, y han logrado desplazar de su protagonismo a la antigua palabra de moda, la posverdad. Unas y otra son el signo del tiempo en que vivimos, caracterizado por un cambio de paradigma que afecta a todas las manifestaciones de nuestra convivencia. La democracia se ve amenazada por la emergencia de sistemas sociales y políticos que conviven difícilmente con los valores del liberalismo clásico. Frente a la defensa de las libertades individuales, es creciente el reclamo de los derechos colectivos junto a la afirmación de identidades basadas en culturas, religiones, territorios, lenguas o tradiciones singulares. Por otro lado, las dificultades de los Gobiernos democráticos para conjurar los efectos de la burbuja financiera, que explotó hace diez años, ha provocado que la democracia misma pierda prestigio entre los ciudadanos, notablemente entre los más jóvenes.

La prensa libre, frente a la posverdadJunto a los partidos, sindicatos e instituciones financieras, los medios de comunicación son también acusados por su pertenencia a un sistema que las nuevas generaciones consideran caduco. La ausencia de liderazgo no solo entre la clase política, entre pensadores e intelectuales también, es el mejor caldo de cultivo imaginable para el populismo, la demagogia, la charlatanería y el engaño. El resultado es que muchos electores, al margen de sus jerarquías sociales o adscripciones ideológicas, no se sienten representados por el sistema. Antes bien, se consideran víctimas del mismo en beneficio, según creen, de una minoría privilegiada que lo controla.

En este clima de inseguridad y falta de perspectivas, prácticamente todas las instituciones del Estado, a comenzar por su jefatura, han sido sometidas en los últimos años al descrédito, el escepticismo o la desafección. La clase política es considerada una lacra o un peso para el funcionamiento del país, cuya economía puede crecer y desarrollarse al margen de la existencia o la estabilidad de los Gobiernos. Se extiende la idea de que los políticos son generalmente ineptos o corruptos. Las movilizaciones populares, espontáneas o inducidas, los reclamos churriguerescos de una democracia directa frente a la ineficacia de la representativa, la desesperación justificada de mucha gente y la impostada de los pescadores de aguas turbias, han derivado en una opinión pública cada vez más polarizada entre quienes reclaman el fin del sistema que nos rige y los que pretenden defenderlo a cualquier precio.

En ambos casos es común el vilipendio de la política. Pero solo la política, y por tanto los políticos, serán capaces de sacarnos de esta situación. Es necesario recuperar su prestigio y funcionalidad, ya que no saldremos de donde estamos sin reformas estructurales que necesitan el consenso de todos y que un Gobierno como el actual no puede hacer en la soledad en que se encuentra y con la debilidad parlamentaria que padece.

Un elemento sustancial para el ejercicio de la democracia lo constituye la vertebración de la opinión pública. Los medios de comunicación, la prensa libre e independiente, forman parte de la institucionalidad de los regímenes representativos. Frente a la pretensión onírica de que los periodistas estamos fuera de palacio, la prensa moderna se incluye en el entramado y sostenimiento del sistema democrático, actuando como un contrapoder necesario y una tribuna de debate capaz de defendernos del griterío y la demagogia.

De este modo durante la Transición española, el papel de los periódicos y medios de comunicación fue esencial en la elaboración del consenso que facilitó el advenimiento y defensa de la democracia. Hoy el panorama de los medios en nuestro país es, sin embargo, descorazonador. A los efectos de la crisis económica, hay que añadir los inducidos por el cambio tecnológico. En la última década, los diarios han perdido prácticamente el 50% de su circulación impresa y un 70% de los ingresos publicitarios. A cambio han visto multiplicada su presencia en las redes y llegan así a millones de usuarios a los que de otro modo nunca hubieran accedido. Pero el cambio de modelo de negocio obligó a la totalidad de las empresas del sector a abordar dolorosas restructuraciones. Miles de periodistas perdieron su trabajo y asistimos a la desaparición de muchos medios.

Las nuevas tecnologías constituyen una gran oportunidad para el desarrollo del debate público. En las sociedades avanzadas, más de un 60% de los lectores recibe las noticias a través de dispositivos móviles, teléfonos inteligentes o tabletas. Pero la dificultad de discernir lo que es verdad y mentira; la actividad de organizaciones de todo género, desde servicios de inteligencia a grupos alternativos, dedicados a la desinformación en la Red; la propagación de rumores infundados que destruyen prestigios y difaman injustamente; la desprotección de la propiedad industrial; la invasión del derecho a la intimidad, y la incapacidad de las leyes para regular y ordenar cuanto en la Red sucede, han devenido en amenazas colosales para la estabilidad de las democracias.

Es precisa una reflexión sobre la forma en que se están configurando las opiniones públicas cuando el liderazgo de la sabiduría ha dado paso a la manipulación, el error o la vulgaridad. Sobre todo porque muchos medios de comunicación tradicionales, otrora respetados, se han visto también arrastrados por la banalidad de los contenidos que por la Red circulan. Si queremos consolidar la democracia y garantizar el futuro de las instituciones contra las posverdades y la manipulación informativa, los medios de referencia deben recuperar su papel central en el debate político, en la Red y fuera de ella. Por lo mismo es preciso dotarles de mecanismos que garanticen la autonomía e independencia de las redacciones en el ejercicio de las libertades de expresión e información, pero también el reclamo de sus responsabilidades. Se trata de un derecho que no es exclusivo ni de los propietarios de las empresas, ni de los editores o profesionales que en ellas trabajan, pues es un derecho constitucional de todos los ciudadanos. A los periodistas les cabe únicamente la muy honrosa y difícil tarea de administrarlo en su nombre.

Juan Luis Cebrián es presidente de EL PAÍS y miembro de la Real Academia Española.

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