La prensa y el precio del dolor

José Antonio Zarzalejos, director de ABC (ABC, 27/01/04).

Desde que la humanidad se civilizó las colectividades han intentado encontrar procedimientos de reparación a la aflicción injusta practicada por unos hombres contra otros. El reproche penal ha sido y es la expresión más depurada de la repulsa social al crimen, que añadió a la condena una regla compensatoria material -el llamado «pretium doloris», el precio del dolor- que hasta tiempos muy recientes se ha considerado que liberaba la conciencia colectiva. Hablamos, pues, de penas y de indemnizaciones. Incluso las víctimas de los delitos han entendido que cualquier otra reparación que fuese más allá de esa ecuación sancionadora sobrepasaba las posibilidades reales del Estado y de la sociedad. Pero la irrupción de la delincuencia terrorista ha abierto una nueva sensación de desasosiego moral. Las víctimas del terrorismo no lo son por el designio de una dinámica humana y social históricamente permanente, sino por otro de distinta naturaleza, más perverso, calculado y lesivo y, desde luego, más sacrificial.

Las víctimas del terrorismo son, estrictamente consideradas, emblemas de una convivencia que se quiere destruir, de un orden que se pretende alterar, de unos valores que se intenta derrotar y de los que ellas son, de una manera o de otra, representantes. No importa a los efectos del terrorismo que el asesinado sea un general, un guardia civil, un policía, un cargo político, un periodista, un intelectual o un ciudadano sin relevancia pública. La víctima para el terrorismo, sea cual fuere, es un instrumento de opresión a la colectividad, un aspersor del miedo y la coacción, una vía de contagio del mal de la desesperanza. En su criminalidad valen todas las víctimas. Todas son útiles porque en último término todas ellas representan valores similares. Cada víctima es un golpe general y poco les importa a los victimarios su condición como no sea el de su carácter representativo que en una sociedad enfrentada a esa prácticas lo tienen todas sin excepción.

En estas circunstancias el debate de la reparación no puede discurrir sólo a través de la fórmula sancionadora y compensatoria, porque las víctimas del terrorismo están cualificadas, por serlo, de vanguardia de la defensa social. Este es el meollo de la cuestión: las víctimas del terrorismo adquieren en sus padres, esposas, maridos, hijos, hermanos, familiares, una legitimación activa específica que les dota de una capacidad de interlocución pública respecto de un conjunto de cuestiones por el que se sienten concernidas y reclaman, tanto desde el punto moral como desde el político, un nuevo protagonismo.

Podremos y debemos intentar fórmulas de reparación material y moral añadidas a las que ahora se articulan; pero serán insuficientes para satisfacer mínimamente el enorme precio del dolor que pagan las víctimas si su voz no se singulariza y se introduce como un instrumento más en el concierto de las referencias públicas de nuestra sociedad. Esa es, creo, una aproximación imprescindible a la consideración más completa del concepto de reparación que a tantos ciudadanos inquieta por su insuficiencia presente.

Cuando propugno que las víctimas del terrorismo, mediante fórmulas de asociación y organización varias, se incorporen al conjunto de referencias colectivas no trato en modo alguno de sugerir papeles sociales que en una democracia están ya asignados. Me refiero a que su criterio, su punto de vista, no se convierta en un aspecto marginal y prescindible en determinadas decisiones y orientaciones comunes. Las víctimas del terrorismo, a más de reclamar los derechos que les corresponden, sufren injustamente porque soportan sobre sus espaldas el embate contra el Estado y reviven en cada atentado su propio calvario. Las víctimas adquieren por eso el derecho a proyectar su sufrimiento y su experiencia sobre la convivencia para modular comportamientos, para orientar decisiones, para contrastar iniciativas y para denunciar las debilidades políticas, sociales, culturales o de otra naturaleza que sean incompatibles con el respeto a su sacrificio en beneficio común.

En el camino de la reparación, probablemente interminable, quedan muchos perdones por proferir públicamente. De eso habría que hablar y evito hacerlo hoy y ahora porque antes que reclamar el arrepentimiento de algunoses preciso perfilar los comportamientos de los que hemos tratado de enfrentarnos a nuestra conciencia en la búsqueda del deber para con las víctimas.
Desde la prensa, la contribución a la legitimación social de la interlocución pública y referencial de las víctimas no ofrece dudas: la decencia moral obliga a que los periódicosdevolvamos a las víctimas lo que las víctimas nos han dado y les ofrezcamos aquello que podemos ofrecer: difusión, prevalencia, notoriedad, autoridad en sus juicios y opiniones. Se trata, en definitiva, de traducir esa legitimación social en algo corpóreo y que llegue, cuando deba, a ser determinante en el debate político y social de España. Es decir: las víctimas tienen que incorporarse más a los medios para que su testimonio y su proyección sea un elemento constitutivo de la convivencia, como lo han logrado en la nueva victimología penal y penitenciaria.

Para que este propósito se lleve a efecto, las víctimas deben mantener incólume y de forma permanente su percepción de serlo y de militar activamente en esa condición, no por motivos viscerales, sino para que el sacrificio infinito e irreversible de los que cayeron ignominiosamente no se diluya en el olvido que propicia el transcurrir del tiempo. Las víctimas son un banderín de enganche social con el poderoso imán de su sacrificio y de su entrega, de su testimonio rotundo. Su incrustación en la sociedad está requerido por el viejo dicho que advierte de que aquellos que olvidan la historia están condenados a repetirla.

Los distintos holocaustos que en el mundo han sido han ejercicio en las sociedades contemporáneas una función docente de extraordinaria importancia y ahora están incorporados a la memoria histórica de los pueblos que los padecieron. El holocausto que ha propiciado el terrorismo de ETA debe ser recordado y debe tener sus consecuencias en la conciencia moral de España. Más ahora cuando los terroristas parecen menos expertos y capaces para el asesinato y se corre el riesgo de que la distancia temporal de los actos criminales procure olvidos precoces.

No es venganza, no es rencor. Es justicia para con las víctimas y para con sus verdugos. Si queremos que así sea habrá que incorporar la realidad de las víctimas a la realidad social. Y ésta hoy, como tantas cosas, y aunque parezca un contrasentido, tiene un característica virtual: existe en la medida en que aparece en los medios. Tienen las víctimas derecho a estar en ellos; tienen derecho a ser escuchados; tienen derecho a desempeñar una función constructora y vertebradora de una sociedad libre a la que han rendido el más definitivo de los servicios. Tienen derecho, en fin, a que el precio de su inmenso dolor sea también el dolor y la esperanza de todos y a que desde las páginas de los periódicos cumplamos con esa labor de mediación social que nos corresponde y que debe estar al servicio de la excelencia de los que han dado su vida por la libertad.