La prevaricación vulgarizada

A veces no puedo evitar reparar en lo que se dice en las tertulias de la radio, especialmente si son sentenciosas opiniones sobre cuestiones penales emitidas desde la ignorancia. Es un error que con frecuencia pago con desolación ante la temeridad u osadía. Un tertuliano medio no entrará en definir lo que es el fideicomiso o la culpa extracontractual, pero si ha de describir un delito no se parará en barras ni supondrá que eso pueda ser cosa de técnicos.

Lo pude comprobar hace poco. El tema de la tertulia, a propósito de las últimas noticias sobre el llamado caso ERE, era la corrupción como preocupación señalada de los españoles. Y con razón se mencionaban los pelotazos urbanísticos; la percepción oscura de dinero por los partidos políticos, o por personas ligadas a ellos; la aplicación a usos privados de los recursos públicos; los sobornos; hasta que un tertuliano añadió como muestra “también” de corrupción la prevaricación, que, según él, era algo así como una actitud o una clase de comportamiento o manera de conducirse en la vida, como el racismo o el alcoholismo, que preside y completa cualquier episodio de corrupción, como el café cierra la comida.

La prevaricación vulgarizadaMás allá de la sorpresa ante tan extravagante idea surge la preocupación por que el incontrolable tribunal de los medios de comunicación decida establecer, al margen del derecho, lo que es una prevaricación. Los actos de corrupción a los que antes he hecho mención, en que interviene un funcionario, son actos caracterizados por un objetivo o consecuencia concretos, y siempre asociados al provecho económico injusto para sí mismo, para otros o para ambos. La prevaricación no es un cajón de sastre al que pueda ir a parar cualquier conducta que se quiera ver mal “a grandes rasgos” aunque no se concrete en algo específico. Mucho menos puede ser una especie de passe partout que orla cualquier episodio en que se haya dado corrupción.

El de prevaricación es un concepto técnico y especialmente difícil, como saben o debieran saber los que se dedican a aplicar o enseñar derecho penal, y se compone de elementos y dimensiones que lo ubican en un ámbito de cuestiones jurídicas que no atañen a la corrupción sino al sometimiento del ejercicio de la función pública al principio de legalidad, que se ha de plasmar en las resoluciones dictadas por los funcionarios públicos.

De tener algún “parentesco jurídico”, la prevaricación de funcionarios solo se parece a la prevaricación judicial; pues, al igual que en ella, la esencia pasa por dictar una resolución que jurídicamente es insostenible. El Código Penal castiga a la autoridad o funcionario público que, a sabiendas de su injusticia, dictare una resolución arbitraria en un asunto administrativo. Fácilmente puede verse en esa lacónica pero significativa definición que comprender y explicar lo que es una prevaricación, especialmente, para que el “gran público” lo entienda, no es cosa sencilla. El problema es que el tertuliano equivocado seguramente cree contribuir a la formación de opinión en una sociedad democrática.

La resolución no ajustada a derecho puede ser impugnada en vía administrativa y revocada por el superior, o combatidas ante los tribunales. Y no por ello habrá que suponer que el funcionario que la dictó había prevaricado, pues para llegar a esa calificación hace falta mucho más; ante todo, la conciencia de obrar al margen del derecho con ocasión de una resolución concreta, en asunto concreto, dictada por funcionario competente para hacerlo, y ubicable espacial y temporalmente. Además, la jurisprudencia penal entiende que una resolución es un acto administrativo que supone una declaración de voluntad de contenido decisorio, que afecta a los derechos de los administrados, que posee efecto ejecutivo —esto es, que decida sobre el fondo del tema sometido a juicio de la Administración—. Esa resolución ha de dictarse en un asunto administrativo, lo cual limita la prevaricación a resoluciones de funcionarios públicos sometidas al derecho administrativo, lo que excluye los actos políticos. Pero, sobre todo, la resolución ha de ser objetivamente injusta, lo cual quiere decir que ha ser jurídicamente insostenible cualquiera que sea el método de interpretación del derecho que se siga. Eso lo resume el Tribunal Supremo diciendo que ha de ser “tan grosera y evidente que revele por sí la injusticia, el abuso y el 'plus' de antijuridicidad”. Solo con esas condiciones se puede entrar en el derecho penal, pero a ellas se debe añadir que el funcionario que dicta la resolución sabe que es injusta y arbitraria, e intencionadamente eso es lo que desea.

De esta pequeña reflexión se deriva un dato esencial: que allí donde no hay resolución administrativa concreta, decisoria y recurrible, no puede haber prevaricación, y por eso es absurdo plantear esa calificación en relación con decisiones como disponer la incoación de un expediente, remitir un presupuesto a un órgano legislativo, o cualquiera otra de las muchas diligencias y decisiones de ordenación o tramitación que debe hacer o tomar un funcionario en cumplimiento de sus deberes, variables en función de las obligaciones y competencias de cada funcionario.

Para llegar a esa conclusión no hace falta entrar en la legitimidad política profunda del criterio con el que un funcionario público gestiona el órgano administrativo que esté a su cargo, y tampoco se precisa entrar en la necesidad de excluir todos aquellos actos que por su propia naturaleza deben ser llevados a cabo por imperativo administrativo, pues las obligaciones de gestión no son “inventadas” por los funcionarios, sino que vienen marcadas por ley.

Otro tema estrella en la citada tertulia, y es lógico pues toca a la caja de todos, era el de la malversación, que tampoco se libraba de vulgarización; además, absurda, pues no hace falta ser avezado jurista para comprender que para malgastar el dinero lo primero que hace falta es poder disponer de él sin cortapisas, y por eso solo puede malversar el ordenador de pagos y gastos, y nadie más. Pero, por lo visto, eso solo son matices irrelevantes que se oponen al sano sentimiento del pueblo, interpretado, por supuesto, por los que opinan.

Es evidente que el bueno del tertuliano al que me refería al comienzo desconoce o desprecia estas cuestiones, lo cual lleva a recordar que la gravedad de significación y consecuencias de los conceptos penales es cosa demasiado seria como para permitir análisis frívolos o populistas, en el peor sentido. Pero lo peor no es eso, sino ver que en esa deformación de los conceptos penales incurren, de vez en cuando, hasta jueces o fiscales, que a veces parece que añaden la calificación de prevaricación cual si sazonaran un montón de elementos mezclados, en donde se supone que se han producido irregularidades. Y si así ha sido, tiene que dibujarse el marco, el passe partout, que necesariamente ha de ser la prevaricación, venga o no a cuento y sin exponer cómo se han reunido las condiciones que determinan la posible existencia de ese delito.

Y con tanto respeto por el derecho, así nos luce el pelo.

Gonzalo Quintero Olivares es catedrático de Derecho Penal.

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