La Primavera Árabe, diez años después

La Primavera Árabe, diez años después
Chris Hondros/Getty Images

Cuando Mohamed Bouazizi, un vendedor ambulante que estaba pasando dificultades, se prendió fuego en Sidi Bouzid, Túnez, el 17 de diciembre de 2010, no tenía manera de saber cuál fundamental resultaría su desesperada protesta. Mohamed desató una ola de malestar social en todo el mundo árabe e inició así la transformación más profunda en la región desde la descolonización.

Primero estalló la Revolución del Jazmín en Túnez, que terminó con la expulsión de quien fuera presidente del país durante mucho tiempo, Zine El Abidine Ben Ali. Las protestas rápidamente envolvieron a otros países árabes y derrocaron a más déspotas —a saber, Hosni Mubarak en Egipto, el Gadafi en Libia y Alí Abdalá Salé en Yemen—.

En Siria, el presidente Bashar al-Ásad se las arregló para mantenerse en el poder, al costo de lanzar a su país a una guerra civil brutal que terminó con las vidas de más de medio millón de personas, obligó a millones a huir del país e hizo que varios millones más sufrieran el destierro dentro del propio país. El conflicto llevó a que Siria regresara al redil ruso y convirtió su territorio en un campo de batalla iraní-israelí.

La mayoría de quienes lograron derrocar a los déspotas en sus países durante la llamada Primavera Árabe no vieron florecer sus expectativas democráticas. La «Revolución del Café» en Yemen se convirtió rápidamente en una guerra civil entre el gobierno central y los rebeldes hutíes con respaldo iraní. Aunque Salé eventualmente renunció, los yemeníes no tuvieron respiro. Por el contrario, Arabia Saudita condujo una intervención brutal contra los hutíes y convirtió a Yemen en la sede de una salvaje guerra subsidiaria con Irán. El resultado fue la peor catástrofe humanitaria del mundo.

En cuanto a Libia —que ya era una creación colonial artificial— su cambio de régimen, generado por la intervención humanitaria de Occidente, fue caótico. Desde 2011 el país fue destrozado una y otra vez por los combates entre fuerzas respaldadas por diversos actores externos —entre ellos, Egipto, Rusia, Turquía y los Emiratos Árabes Unidos—, así como generales renegados y caudillos locales.

Las piezas del dominó continuaron cayendo durante años, el movimiento Hirak estalló en Argelia en febrero de 2019, seis días después de que Abdelaziz Bouteflika anunciara su candidatura a un quinto período presidencial. Las protestas obligaron a Bouteflika a renunciar y tuvieron como resultado un boicot a gran escala de la elección presidencial de diciembre de 2019. El ganador de esa elección, Abdelmadjid Tebboune, es simplemente el nuevo rostro civil de un gobierno militar aparentemente eterno.

La Primavera Árabe dejó al descubierto la fragilidad innata de muchos de los estados afectados, aunque algunos líderes se las ingeniaron para mantenerse en el poder y ciertos aparatos represivos militares aún son sólidos, su escasa legitimidad, a menudo basada en elecciones amañadas, los deja muy vulnerables, especialmente frente al sentimiento tribalista islamista. (No es casualidad que a las monarquías árabes —Marruecos, Jordania y Arabia Saudita— que derivan en gran medida su legitimidad de fuentes religiosas, les haya ido mucho mejor que a las repúblicas pseudopresidenciales).

Al exponer la debilidad estatal, la Primavera Árabe abrió el camino para el surgimiento del Estado Islámico —un grupo terrorista suní— en partes de Siria, Irak y la península de Sinaí que los gobiernos centrales no controlaban. Aunque la fuerzas locales e internacionales eventualmente desmantelaron el «califato» de ISIS, el grupo aún tiene afiliados en Egipto, Siria y Libia. Mientras el problema de la debilidad estatal carezca de solución, seguirán apareciendo caudillos suníes.

La gente parece cifrar sus esperanzas electorales en el islamismo político, que se erigió como la principal alternativa a la autocracia secular durante la última década: dondequiera que se realizaran elecciones libres, los partidos islamistas llegaron al poder. El partido moderado Ennahda en Túnez, por ejemplo, fue fundamental para que ese país se convirtiera en la única historia realmente exitosa de la Primavera Árabe. En las tres elecciones que llevó a cabo desde 2011 hubo transferencias pacíficas del poder.

En Egipto, Mohamed Morsi, de la Hermandad Musulmana, ganó la presidencia en 2012, pero tan solo un año después de llegar al poder los militares, liderados por el mariscal de campo Abdelfatah El-Sisi, lo derrocaron e instalaron un régimen aún más represivo que el de Mubarak.

Ninguna de las historias de transformación reciente en Medio Oriente puede considerarse completa sin los Estados Unidos. En las memorias que publicó recientemente, Barack Obama confesó que si fuera un joven egipcio, se hubiera unido en 2011 a los manifestantes en la plaza Tahrir en El Cairo. En lugar de eso, como presidente de Estados Unidos, sacrificó a los dos aliados regionales más cercanos a su país —Mubarak y Ben Ali— abriendo el camino para el replanteamiento del mapa estratégico en Medio Oriente.

Como Mohamed bin Zayed, príncipe heredero del Emirato de Abu Dabi y Comandante Supremo Adjunto de las fuerzas armadas de los EAU, dejó en claro a Obama, permitir el derrocamiento de Mubarak y aceptar la victoria electoral de Morsi dio la impresión de que EE. UU. ya no era un socio confiable en el largo plazo. A esa sensación de traición entre los socios árabes de Estados Unidos, Obama sumó luego la negociación del Plan de Acción Integral Conjunto (JCPOA, por su sigla en inglés) con Irán y reequilibró las prioridades estratégicas de Estados Unidos hacia Asia, abriendo así el camino para que Rusia ampliara su influencia en Medio Oriente.

Las potencias regionales no árabes —Irán, Turquía e Israel— también aprovecharon rápidamente las tribulaciones árabes. Mientras Estados Unidos estaba ocupado combatiendo a ISIS, Irán ayudó a rescatar al asediado régimen sirio y desplegó sus propias fuerzas a lo largo de las fronteras de Israel. Su alcance ahora se extiende desde Siria e Irak hasta las costas del mediterráneo en el Líbano.

Mientras tanto, Turquía se convirtió en la fuerza dominante en el norte de Siria; sostiene que está evitando que surja allí un estado autónomo kurdo muy cerca de sus fronteras y ha consolidado su presencia militar en Catar. Incluso el influjo de refugiados sirios hacia Turquía se convirtió en una poderosa carta de negociación para el presidente Recep Tayyip Erdoğan, quien amenazó con enviar millones de personas a Europa si sus líderes critican sus prácticas dictatoriales.

Pero tal vez el resultado más sorpresivo de la reciente agitación en el mundo árabe sea el relacionado con Israel. Varios estados árabes —Baréin, los EAU, Marruecos y Sudán—, que perciben al país como un necesario contacto influyente en Estados Unidos —y ahora como un aliado confiable en la lucha contra Irán— han normalizado las relaciones bilaterales. Cuando Arabia Saudita los imite, el conflicto árabe-israelí habrá llegado verdaderamente a su fin, incluso si no se resuelve la cuestión palestina. Este es un cambio de paradigma fundamental en la política de Medio Oriente.

Con el inicio de 2021, el terreno geopolítico del mundo árabe seguirá cambiando, el resultado dependerá de varios factores, principalmente de si —o de cuándo— la meta de la democracia movilice a las poblaciones árabes una vez más.

Shlomo Ben Ami, a former Israeli foreign minister, is Vice President of the Toledo International Center for Peace. He is the author of Scars of War, Wounds of Peace: The Israeli-Arab Tragedy.

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