La primavera de Francia

Si hay un país que convive con su historia es Francia. Ella llega por la educación, pero muy especialmente por esos “lugares de la memoria” que ha definido Pierre Nora como un fenómeno a la vez real y simbólico. No son los acontecimientos por sí mismos “sino su construcción en el tiempo, el apagamiento y la resurgencia de sus significados; no el pasado tal como tuvo lugar sino sus reempleos permanentes, sus usos y desusos, su pregnancia sobre los presentes sucesivos: no la tradición sino la manera en que se constituyó y transmitió”. La historia es una difícil reconstrucción de hechos, memorias contradictorias y examen de procesos económicos y sociales que no están en el recuerdo. Esos “lugares” de la memoria son, en cambio, los elementos simbólicos; si se quiere, los restos que quedan como conciencia conmemorativa, viviendo más que nada en el sentimiento.

Colbert decía que en el palacio del Louvre “toda su estructura imprime respeto en el espíritu de los pueblos”. “Versailles es la culminación del Estado espectáculo”, del que hoy se habla como novedad y Luis XIV manejó con mano maestra para construir la imagen suprema del Rey Sol. Hizo del arte, del escenario arquitectónico, del relato histórico, herramientas de una “representación”. Era el Estado y el Rey, el Rey y el Estado. Por eso hasta hubo hasta medallas acuñadas para celebrar victorias militares inexistentes, como la de la batalla de Blenheim, que documenta el historiador inglés Peter Burke.

Todo esto viene a cuento de esta suerte de primavera francesa que en buena hora está viviendo Europa, una vez despejados —en la reciente elección— los fantasmas de una irrupción reaccionaria. Sin entrar al análisis de la suerte histórica que tuvo (el descarrilamiento de la candidatura Fillon, la opción socialista por un extravagante candidato de izquierda sesentista como Mélenchon, el ballotage con la señora Le Pen), lo incuestionable es que, una vez que llegó, reinstaló —con resonancia internacional— una liturgia del Estado francés, que rodea su figura juvenil del aparato solemne de la historia.

Su entrevista con el presidente de Rusia en Versailles culmina con una rueda de prensa irrepetible, en el gran Salón de las Batallas, resumen de la Francia heroica, con Napoleón omnipresente. Acompañar el episodio con una exposición sobre los 300 años de la visita a París del gran zar Pedro el Grande, es un gesto pero también un símbolo: ante el nuevo zar se le muestra la permanencia histórica de Francia como modelo de urbanismo y arte; en una palabra, su grandeur.

En otro orden de liturgia, la ceremonia funeral de Simone Veil, en el patio de Los Inválidos, con el presidente francés solitario en medio de esa enorme explanada, con el féretro en el suelo, rindiendo tributo a una gran francesa, alcanzaba esos niveles de emoción propios de esos “lugares” de Nora, que no son el hecho en sí sino lo que simbólicamente dejan en la memoria.

Su entrevista con Trump en Bruselas, fue también cuidadosamente estudiada: el apretón de manos le quitó al grandote norteamericano ese gesto de apropiación que le era habitual con el arrastre del interlocutor. Su reunión con el Congreso, también en Versailles, se asocia a esa imagen que la V República construyó bajo la inspiración de De Gaulle (reconciliar la república con la monarquía en un presidente poderoso, inédito en el sistema parlamentarista) y que continuó el socialista François Mitterand, cuyo estilo era el hombre.

La reciente visita de Trump a París revela hasta qué punto esa estrategia pública, apoyando un estado de emoción, ha sido fundamental para la reinstalación gala. Macron tuvo especial cuidado de planificar una agenda cargada de “lugares”, un botón de muestra de lo cual es la visita a la tumba de Napoleón.

Macron se ha subido al pedestal y sus 39 años conviven con esa impresionante memoria. A la vez nos informa de su proyecto de construcción de imagen contemporánea. El documental que, con su nombre, recoge imágenes públicas y privadas de su campaña, difundido en el mundo por Netflix, es un cumplido ejemplo de lo que siempre pensó para su mandato.

Luego de los descoloridos años de Hollande y de los algo bizarros de Sarkozy, está claro que la impronta visual y simbólica es otra. En una Francia tan burocrática y una Europa tan desconcertada por el sorpresivo alejamiento británico, ha nacido una esperanza de renovación. Que si llega a conciliar imagen con realidad, podrá llegar a ser lo que todos esperamos, una Europa que supere la psicosis del terrorismo y su desconcierto ante la inmigración, para ser de nuevo una racional instancia de diálogo entre el errático EE UU de Trump y el paciente Imperio del Medio, que continúa su avance inexorable por el mundo.

Julio María Sanguinetti fue presidente de Uruguay.

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