La primera colonia

Nos acercamos a la fecha ignominiosa, el 31 de diciembre de 2020, sin que haya acuerdo sobre el Brexit, lo que significa una salida a la brava del Reino Unido de la Unión Europea con graves daños para ambas. Conscientes de ello, van a negociar hasta el último minuto para alcanzar, si no un acuerdo, al menos «salvar los muebles», como se conoce en lenguaje diplomático a la teoría de que los daños sean los menos posibles, aunque incluso eso resulta difícil, ya que las diferencias son enormes y las posiciones están enquistadas.

Lo único que hemos alcanzado es a localizar el origen del obstáculo, que no es la pesca en aguas inglesas, sin duda importante para cierto sector de la población, pero no tanto como para bloquear un acuerdo de tal envergadura. La causa última de que no pueda haber acuerdo es ni más ni menos la frontera entre el Ulster y la República de Irlanda, o sea, entre ambas Irlandas. Algo que afecta a las fibras más sensibles de ambas comunidades y ha estado teñido de sangre durante siglos. Solo así se entienden la profundidad del contencioso y la dificultad de solucionarlo.

Hay que remontarse a los orígenes celtas y druídicos de Irlanda, cristianizada por san Patricio y sus monjes, hasta que, hacia 1170, los normandos procedentes de Inglaterra la invadieron y proclamaron súbdita de su rey Enrique II, a la que siguió una larga lucha entre la aristocracia local y la extranjera que el barbazul Enrique VIII acentuó con una brutal campaña de confiscación de bienes y presiones para imponer el anglicanismo sobre el catolicismo, lo que no consiguió más que aferrar a los irlandeses a su fe (1541). Durante los dos siglos siguientes, los irlandeses no cejan de buscar su independencia, sin éxito, debido a la cesión de tierras a ingleses importados y a que muchos irlandeses buscaran salida en la emigración a Estados Unidos, donde lograron formar una importante colonia, que llegó a tener incluso un presidente: John F. Kennedy. Mientras, en su isla surgía el Sinn Fein (1900), movimiento que usaba la violencia, y en 1916, aprovechando que los ingleses combatían a los alemanes, llegó a ocupar Dublín por algunos días, aunque los batallones traídos del frente europeo aplastaron el alzamiento sin piedad.

Londres, sin embargo, se dio cuenta de que aquella situación se hacía insostenible y en 1921, tras años de guerra civil y negociaciones brutales, se reconoció el Estado Libre de Irlanda con gobierno y cámaras en toda la isla, excepto en los seis condados del norte, el Ulster, donde se agruparon los protestantes como parte del Reino Unido, y con brotes de violencia a un lado y otro de la frontera, en especial tras la aparición de IRA, el Ejército Republicano Irlandés. Hay abundante literatura sobre ella, y a los interesados recomiendo la trilogía de Adrian McKinty «The Cold Cold Ground», «I Hear the Sirens in the Street» y «In the Morning I’ll Be Gone», a través de los ojos de un joven detective católico en las fuerzas policiales norirlandesas que consigue mantener la lealtad al uniforme y a sus orígenes. La carnicería no se limitó a Irlanda, sino que alcanzó a Inglaterra, con importantes atentados en Londres y muertos del IRA por huelga de hambre en la cárcel.

En cualquier caso, Irlanda fue reconocida como Estado miembro de Naciones Unidas en 1949, tras haber sido la primera colonia de Inglaterra, y ya sabemos que las primeras colonias, como las primeras novias, nunca se olvidan. Los Acuerdos de Viernes Santo (1998) pusieron las bases para un entendimiento, pero los incidentes no cesaron hasta que el Reino Unido ingresó en la Comunidad Europea, a la que Irlanda pertenecía desde 1973, y el encaje de ambas no resultó fácil al eliminarse de facto la frontera del Ulster con el resto de la isla, insistiendo Londres en que quedase claro que se trataba sólo del libre tránsito de personas y mercancías, sin afectar para nada a la soberanía del que considera tan parte del Reino Unido como Gales o Escocia. Lo que no ha podido es evitar que la tensión se haya ido relajando con el paso del tiempo y con el aumento de intercambios, hasta el punto de que las vacas de un lado pasten en los prados del otro sin problema.

Pero el Brexit ha venido a cambiar por completo la situación. Esa frontera no puede ser porosa si no hay acuerdo de salida, y lo primero que habría que hacer es poner controles en ella. Con lo que es bastante posible que se produjesen incidentes y degenerasen en una vuelta a la violencia anterior a los Acuerdos de Viernes Santo, dañinos para ambas partes. Por ello se estudiaron diversas formas de evitarlo, comenzando por una «aduana electrónica» que examinase, como en los aeropuertos a los pasajeros, a los camiones para comprobar que llevaban la carga señalada en sus documentos.

Pero pronto se dieron cuenta de que eso no iba a ser tan fácil como a primera vista parece dado el enorme tráfico en esa frontera. Y cualquier duda podría provocar enormes retenciones, agriándose la atmósfera en una y otra parte. Tampoco podía dejársela tal como está, al ser una frontera extracomunitaria, ni dejar al Ulster formando parte del Mercado Común Europeo, por lo que entonces la frontera pasaría a ser marítima, entre Gran Bretaña e Irlanda. Y a eso se oponen rotundamente los ingleses. Con lo que llegamos al quid de la cuestión: su pánico a que, por simple ósmosis, los seis condados que retienen en su primera colonia se incorporen a la isla en la que territorialmente están enclavados. Los descendientes de aquellos ingleses que se asentaron en ella no se lo consentirían, reanudándose la lucha que tantas vidas ha costado a lo largo de nueve siglos. No es problema de fácil solución. Y se añade a los que ya trae consigo abandonar una de las confederaciones más exitosas del mundo. Hacia ella se dirigen hoy millones de todos los continentes, en especial África y Asia, en busca de un futuro para ellos y sus hijos, como en el pasado hacían los europeos a otras partes del mundo. Pero los ingleses han dicho que no quieren pertenecer al mismo, o, exactamente, aceptar sus normas y se acabó. Es su problema más que el nuestro, al ser los que más pierden.

No puedo terminar este rápido repaso al imperialismo inglés -pues es de lo que se trata-, sin abordar la que fue otra de las primeras colonias británicas: Gibraltar, con una frontera con España que la convertirá en territorio extracomunitario de no haber acuerdo sobre ella. Si tuviéramos solo la décima parte del orgullo y tesón que los irlandeses, hace ya tiempo que ese Peñón se hubiera reincorporado a la nación a que territorialmente pertenece, como dicen tantas resoluciones de la ONU. Pero con gobernantes como los que hemos tenido, no extraña que siga siendo, además de colonia, base militar. Y con el Gobierno actual, dispuesto a pactar con quienes buscan separarse de España, menos que con ninguno. Si salimos de ésta con que la colonia no logre ensancharse al campo que la rodea, que es lo que persigue, podemos darnos por contentos... O tampoco. Nunca es agradable que te engañen y vivan a tus expensas. Pero estamos acostumbrados.

José María Carrascal es periodista.

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