Mañana se cumplen los diez primeros años del reinado de D. Felipe VI, que accedió al trono el 19 de junio de 2014 ante las Cortes Generales. Con aquel ese acto de sucesión en la Corona se pretendió remontar la crisis que nuestra Monarquía parlamentaria había sufrido en los años anteriores como consecuencia de determinados problemas personales de D. Juan Carlos I. La abdicación fue, pues, un remedio que funcionó con regularidad y efectos muy positivos, como después se examinará.
Aunque aquella abdicación puso de manifiesto que nuestra Monarquía parlamentaria tenía resortes constitucionales suficientes para resolver de manera normal los problemas de ejemplaridad que pudieran derivarse de la conducta privada del Monarca, el cambio producido en la Jefatura del Estado no debiera ser entendido, injustamente, como una descalificación plena de las funciones institucionales que el Rey anterior había desempeñado. Es cierto, y está generalmente aceptado, que en los 39 años anteriores tanto la Monarquía como su titular, D. Juan Carlos I, contribuyeron decisivamente a la instauración de la democracia y al surgimiento de la Constitución, a su defensa cuando esta se vio en peligro, al desarrollo político, social y económico que España experimentó e incluso a la revalorización de la imagen internacional de nuestro país.
Dicho esto, también es claro que el nuevo Rey pretendió, desde su acceso al trono, revitalizar a nuestra Monarquía no sólo de manera personal, sino también institucional. En su discurso ante las Cortes pronunciado aquel 19 de junio de 2014 ya adelantó que la suya sería una «Monarquía renovada para un tiempo nuevo», consciente de que resultaban necesarias determinadas reformas para dotarla de las pautas generales internas que caracterizan el «buen gobierno» de cualquier institución: como son, respecto de la Monarquía, la ejemplaridad personal y familiar, la transparencia de sus actividades y el control de la gestión económica y financiera que a la Casa Real se encomienda.
Pero aquel discurso fue algo más que la manifestación de esa promesa, puesto que en él se contuvo una auténtica lección de lo que significa ser el Rey en una Monarquía parlamentaria, que, en palabras de D. Felipe VI en ese solemne acto, consiste en atenerse a las funciones que la Constitución le encomienda, ser, como afirmó entonces, un «Rey constitucional», que por la Constitución reina y, cumpliendo y guardando la Constitución, se mantiene. La Corona, dijo, se encuentra unida inseparablemente a la Constitución. Por ello, repetiría, la actividad del Rey en nuestra Monarquía parlamentaria no podía tener otro objetivo que el de colaborar al buen funcionamiento de las instituciones y servir a los intereses generales, procurando la paz social, fomentando la tolerancia frente a la intransigencia, la unión frente a la desunión, la libertad e igualdad ciudadanas frente a los privilegios, el progreso social y económico, en fin, frente a su retroceso o estancamiento.
Un discurso ejemplar, en el que de manera inmejorable se reflejaron cabalmente las convicciones del nuevo Rey sobre lo que la Monarquía parlamentaria española debe ser. El discurso de un Rey no sólo «constitucional», sino también «constitucionalista», dada la sólida formación jurídica que había recibido. Su compromiso personal e institucional de actuar en consecuencia con esa convicción se ha hecho realidad a lo largo de los diez años que han transcurrido desde entonces.
Así, en primer lugar, desde el momento de su acceso al trono, y por su impulso, se acometió un proceso claro de reformas relativas a la gestión y administración internas de la Monarquía, dotándolas de transparencia y control. Se hizo, en principio a través de disposiciones internas adoptadas en el seno de la Casa Real y por ello no publicadas en el BOE, pero sí de general conocimiento por la información que de ellas facilitó la propia Casa en su página web, y posteriormente mediante Reales Decretos, entre otros y por citar dos ejemplos el 771/2015, de 28 de agosto y, especialmente, por su amplitud, el 297/2022, de 26 de abril -elaborado, igual que el anterior, en coordinación con la Casa del Rey, como debe ser, y éste además consensuado con el principal partido de la oposición, lo que merece destacarse-, que venían a sistematizar y desarrollar aquellas medidas que el Rey había impulsado y adoptado por sí mismo, como se reconocía en el preámbulo del último decreto citado.
En segundo lugar, también la actuación institucional del nuevo Rey, desde su acceso al trono, ha sido coherente con lo que en aquel discurso expresó acerca de la necesaria ejemplaridad personal (con el coste, incluso, de dolorosos sacrificios familiares) y la impecable función «constitucional» que han de caracterizar a un Monarca parlamentario. Es cierto que se ha encontrado en el ejercicio «ordinario» de sus atribuciones con ciertas dificultades originadas por el hecho de que, a diferencia de lo que ocurría anteriormente, tengamos desde 2015 un Parlamento especialmente fragmentado, lo que ha provocado unas investiduras no fáciles a presidente del Gobierno. La prudente solución que en esos casos el Rey adoptó creo que fue plenamente acertada. Los políticos españoles parece que no han aprendido aún que a las «consultas regias» debe acudirse con los «deberes hechos», ya que no pueden echar sobre las espaldas del Rey una obligación de pactos que ellos son los responsables de llevar a cabo.
En la Monarquía parlamentaria no sólo ha de exigirse a las instituciones públicas y a los partidos la debida lealtad al Rey, sin intentar debilitarlo o difuminarlo, sino que también ha de exigírseles que no perturben, por acción u omisión, la «neutralidad» política del Rey. Pero al mismo tiempo han de comprender que un Rey «neutral» no es, sin embargo, un Rey «neutralizado» y que, en consecuencia, sus derechos de «advertir», «animar» y «ser informado», propios de un Monarca parlamentario, no sólo se despliegan con eficacia y naturalidad en los casos «ordinarios», sino que en las situaciones «extraordinarias» en que la Constitución corra un grave y notorio peligro le confieren un auténtico deber de actuación. Eso último es lo que sucedió en relación con los acontecimientos producidos en Cataluña en otoño de 2017.
ante aquellos hechos gravísimos de subversión del orden constitucional, el Rey actuó, cumpliendo, sin duda, con sus obligaciones y utilizando, como antes dije, los derechos de «animar y advertir» consustanciales a la función del Monarca parlamentario. Su modélico mensaje del 3 de octubre de 2017 fue decisivo para que aquella situación se resolviese. Mediante aquella alocución, medida y exacta, el Rey no ejerció directamente el poder (a diferencia de lo que hizo D. Juan Carlos I respecto del intento de golpe de Estado de 23 de febrero de 1981, dado que el Congreso y el Gobierno no podían actuar al encontrarse secuestrados por los golpistas), pero sí «animó y tranquilizó» a todos los españoles, «advirtió» de la suma gravedad de lo sucedido y «recordó» a los órganos competentes del Estado, que en esos momentos sí disfrutaban del pleno ejercicio de sus funciones, su deber de actuar para poner fin a ese abierto desacato a la Constitución.
Un Rey «constitucional» no podía comportarse de otra manera. Pero eso es así, ciertamente, en situaciones extraordinarias de auténtica subversión del orden constitucional, puesto que en situaciones ordinarias el Rey no puede, de ninguna manera, negar su firma a resoluciones adoptadas por las Cortes o el Gobierno en uso de sus legítimas competencias y siguiendo los procedimientos establecidos. Su control sólo corresponde, si se trata de disposiciones gubernamentales, a la jurisdicción ordinaria, y si son leyes, al Tribunal Constitucional o, en su caso, al Tribunal de Justicia de la UE.
Creo que el balance de los diez primeros años de reinado de D. Felipe VI ha sido enteramente positivo para nuestro sistema constitucional, social y democrático de Derecho. Su ejemplaridad personal e institucional ha reforzado, sin duda, la legitimidad de ejercicio de nuestra Monarquía parlamentaria, cuyo mantenimiento, a mi juicio, es clave para que en España también se mantengan la democracia constitucional, la concordia ciudadana y la unidad del Estado y de la nación.
La esperanza en la fértil continuidad de nuestra Monarquía parlamentaria está reforzada, además, a largo plazo, por el hecho de que contamos con una Princesa heredera, que ya ha mostrado, de modo fehaciente, su voluntad de seguir fielmente la senda marcada por su padre el Rey. De manera que, en ese futuro que deseamos remoto (pues la vida del Rey la guarde Dios por muchos años), tendremos una Reina sólidamente formada, ejemplar en su conducta privada e institucional, celosa del cumplimiento de sus obligaciones, una auténtica Reina "constitucional" que, como su padre (y uso las mismas palabras que él tanto ha repetido), "contribuirá al mantenimiento de la democracia constitucional, de la unidad del Estado y de la nación, y de la convivencia de los españoles en paz, igualdad, progreso y libertad".
Manuel Aragón es catedrático emérito de Derecho Constitucional y magistrado emérito del Tribunal Constitucional.