La primera piqueta en el Muro

Eran unos días anteriores a la histórica visita de Juan Pablo II a Checoslovaquia, invitado por Václav Havel (21 de abril de 1990). Una revolución de terciopelo, sin ninguna víctima, había derribado el comunismo en ese país. El Papa había invitado a las altas autoridades eclesiásticas checas a Roma a despachar con él antes de hacer el viaje. Luego celebró en su pequeña capilla del Vaticano una misa en checo para los arzobispos invitados. Era costumbre del políglota Papa polaco celebrar la misa en el idioma de los países que visitaba. Yo me encontraba, por circunstancias singulares, en ese grupo de unas 15 personas. Los eclesiásticos checos, confundiéndome con alguien importante de la colonia de ese país en Roma, me invitaron a cantar con ellos en un idioma que desconocía. Salí como pude del apuro.

Si traigo a colación esta anécdota es porque días después Václav Havel, en el castillo de Praga, manifestó en su discurso de bienvenida a Juan Pablo II la alegría que sentía al recibir al hermano eslavo que luchó por reconquistar la civilización del espíritu frente al materialismo del régimen comunista. Por su parte Mijail Gorbachov declararía el 3 de marzo de 1992: «…Todo lo que ha pasado en Europa del Este en los últimos años habría sido imposible sin el esfuerzo de Juan Pablo II».

Es decir, atribuían al Papa el milagro de la caída del Muro de Berlín y del fin del sistema comunista. Efectivamente, el Muro no cayó simplemente por un error del miembro del Politburó Günter Schabowki deslizado en una conferencia de prensa, retransmitida en directo por la televisión de Alemania Oriental.Al anunciar a las 18 horas del 9 de noviembre erróneamente que todas las restricciones de paso entre la RDA y Alemania habían sido retiradas, decenas de miles de ciudadanos se lanzaron sobre los puntos de acceso y, ante la mirada asombrada de los vopos, invadieron la zona occidental del muro. En la madrugada del 10, las piquetas abrieron brechas en el único muro construido en la Historia destinado no a impedir el acceso de los enemigos, sino la salida de los propios ciudadanos.

¿Cuáles fueron las causas reales de la destrucción de un muro –su XXX aniversario se cumplió hace unos días– y, con él, el ocaso del sistema comunista que durante decenios había colapsado el Este europeo?

Poco antes de ser elegido Papa, Karol Wojtyla, en una conversación privada con varios obispos alemanes profetizó el hundimiento del comunismo europeo. «Como ideología no tiene nada que decir. Como sistema económico ha fracasado. Se mantiene solamente por su perpetuación en el poder». Y desde que fue elegido Papa en octubre de 1978 los focos iluminaron la zona opaca del Este europeo. De improviso, los pueblos eslavos abandonaron una cierta penumbra histórica –sólo iluminada fugazmente por la masacre húngara y la primavera de Praga– para golpear la conciencia de Occidente. El Pontífice residente en una ciudad gobernada por un alcalde comunista, comenzó a hablar del comunismo como «un paréntesis en la historia de Europa».

El Papa cambió el parámetro político por el histórico y cultural. Es decir, la táctica oportunista por el recurso a la conciencia ética y moral. Como observó, «hay que ir a las raíces de la Historia y de la cultura y, desde allí, mirar hacia adelante». Contrario a cualquier esquizofrenia ética que divida la política de la moral o el momento presente de su Historia, la base de su Ostpolitik era la identidad personal de los pueblos del Este, no el simple compromiso. Su intuición fundamental fue que las fuerzas económicas y políticas no eran capaces, por sí solas, de reunificar Europa. Que los dos pulmones europeos –latino y eslavo– sacarían la fuerza para respirar al unísono del común patrimonio espiritual. La operación era más ambiciosa, por más arriesgada. A la postre, se demostró eficaz, por más auténtica.

Este modo de ver el problema explica la audacia de unas decisiones que, enlazándose en cadena, cubrieron el arco de tiempo que va de su primera visita a Polonia en 1979 a su entrevista con Gorbachov en 1989. Y explica también –Bernard Lecomte lo analizó con rigor– que fuera la fe en el hombre y en la vida, «ya se escriba con mayúscula o minúscula», lo que hizo posible la coincidencia entre Juan Pablo II y personajes tan dispares como un electricista de Gdansk (Walesa), el padre soviético de la bomba H (Sajarov), un dramaturgo checo (Havel) o un escritor ruso exiliado (Soljenitsyn).

Al decir que «del Este al Oeste, del Norte al Sur, la historia en movimiento plantea la superación de un orden que se basa en la fuerza y el miedo», estaba despertando fuerzas y resortes que, junto a otros factores, destruirían el castillo de naipes forjado por décadas de opresión. Así, cuando las gentes del Este recobraron la confianza en sí mismos y vencieron el miedo, comenzó la oposición sistemática y los muros se agrietaron hasta caer.

A lo largo de su primer viaje a Polonia repitió: «Excluir a Cristo de la Historia del hombre es un acto contra el hombre». Sobre esta base construyó la doctrina que contribuyó a los cambios en el Este.

En 1989 y 1990 charlé largo rato con Joaquín Navarro-Valls –que como portavoz del Papa vivió muy de cerca lo sucedido en el Este– sobre los acontecimientos que enmarcan la caída del Muro y del sistema del socialismo real. Me contó una larga conversación que tuvo con Juan Pablo II durante una excursión al Court de Bard (2.261 m). A lo largo de nuestra charla, Joaquín me apuntó su punto de vista: la nueva Ostpolitik de Juan Pablo II no era una operación táctica, ni una visión de la Historia de perspectivas cortas. Era un ejercicio de lógica tenaz, consecuente y valiente, sostenido por una memoria histórica de gran amplitud. Es decir, un ejercicio de verdad histórica. No partía de la aceptación pasiva de Yalta y de su acomodación posterior, sino de un impulso original sobre la Historia y sobre el principio del respeto de los derechos del hombre.

Pero si las visitas de Juan Pablo II a Polonia fueron el primer chispazo tras el que se adivinaba el cortocircuito del comunismo en los países del Este, los contactos entre Gorbachov y Juan Pablo II fueron definitivos. El cardenal Casaroli y Joaquín Navarro-Valls, entre otros, fueron los encargados de entregar en Moscú a Gorbachov una carta personal del Papa (13 de junio de 1989). Gorbachov leyó atentamente la carta y comenzó a hablar de libertad de conciencia, relaciones más estrechas con la Santa Sede y observa que él también fue bautizado. Parecía muy interesado en lo que el cristianismo tenía que decir en esa svolta antropológica comunista. Según Gorbachov había coincidencias entre su visión del mundo y los valores cristianos

Pero el definitivo giro se produjo el 1 de diciembre de 1989, muy poco después de la caída del Muro. Juan Pablo II explicó a Joaquín Navarro-Valls el contenido de la conversación con Gorbachov. Para éste «la religión es positiva para la vida humana. Acepta que se ha equivocado al minusvalorar la tremenda fuerza de las convicciones religiosas. El Papa dice que nos encontramos frente a una especie de conversión. Humanamente, no se entiende cómo su pensamiento ha podido llegar hasta el punto actual. La Virgen hablaba en Fátima de la conversión de Rusia. He rezado mucho por este encuentro y se lo he dicho. Para Juan Pablo II Gorbachov no finge. Es un hombre de principios».

Queda el impulso final, que tuvo lugar –y volvemos al principio de estas letras– con la visita de Juan Pablo a Checoslovaquia, recién producida la revolución de terciopelo.

En una Nota elaborada por el portavoz de la Santa Sede analizó fríamente los hechos acaecidos. El primero, la caída del comunismo se había producido sin violencia, como si en estos países del Este quedara un humus ético cristiano. Segundo, los cristianos, al defender la libertad de conciencia y la libertad religiosa habían sido los catalizadores de la conquista de las otras libertades. Tercero, el verdadero protagonista del 1989 fue la Providencia, movida por causas muy distintas, entre las que sobresale la acción tenaz de Juan Pablo II por los derechos humanos. En realidad, la primera piqueta que abrió una gruesa brecha en el Muro y el sistema comunista fue la empuñada por el Papa polaco.

Rafael Navarro-Valls es catedrático, académico y analista del Vaticano.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *