La primera reconcialiación

Uno de los hechos más universalmente conocidos sobre la construcción europea es que está fundada en la reconciliación franco-alemana posterior a la Segunda Guerra Mundial. Pero la amistad entre Alemania y Francia no es estandarte que descanse en una vitrina, sino principio activo esencial del funcionamiento de la Unión Europea contemporánea. De este modo, el pasado 15 de mayo, a las pocas horas de su investidura como presidente de la República Francesa, François Hollande se dirigió al aeropuerto en medio de una tormenta para embarcar rumbo a la capital alemana, donde le esperaba la canciller Angela Merkel. Un relámpago golpeó el avión presidencial en pleno vuelo, pero aun así la entrevista se celebró: ni los elementos desencadenados ni la peor crisis económica en décadas podían impedir la inmediata reconstitución del eje París-Berlín tras un cambio político.

Los orígenes inmediatos de la reconciliación entre Francia y Alemania son conocidos y no es necesario detenerse aquí en su exposición detallada. Baste recordar que, cuando en 1951 se creó la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, Robert Schuman, ministro francés de Asuntos Exteriores y padre fundador de la Europa comunitaria, declaró que toda guerra entre Francia y Alemania devenía no sólo impensable, sino también materialmente imposible, porque la industria pesada de los dos países quedaba bajo el control de una autoridad supranacional. En el orden bilateral, el hito fundamental fue la firma por De Gaulle y Adenauer en 1963 de un llamado «Tratado del Elíseo» para la cooperación francoalemana, cuyo cincuentenario se conmemorará solemnemente en enero del año próximo.

Si todo gran escritor crea sus propios precursores, también lo hacen los hechos históricos de primera magnitud. Muchos fueron sin duda los pioneros del proyecto europeo, pero la idea de que la unidad de Europa sólo podría venir por la vía de la reconciliación franco-alemana se debe al escritor francés Romain Rolland (1866-1944), quien dio expresión literaria a esa intuición intelectual y moral en su novela «Jean-Christophe», cuya publicación por entregas terminó hace exactamente cien años, en octubre de 1912. Para entender el camino que lleva a «Jean-Christophe» hay que partir de la guerra franco-prusiana de 1870-71. La derrota francesa frente a Bismarck fue quizá la más dolorosa de una serie de heridas que sólo la Comunidad Europea pudo luego cerrar. De resultas de ella, el ambiente de los años jóvenes de Romain Rolland estuvo dominado por el nacionalismo y el deseo de revancha. Ese ambiente contaba con el liderazgo intelectual de Maurice Barrès y también con las ilustraciones literarias de la crueldad prusiana, descrita fríamente por Maupassant y apasionadamente por Léon Bloy.

En ese contexto, Rolland aparece como una figura aislada y enigmática. Graduado de la Escuela Normal Superior, destacado musicólogo y autor de una celebrada biografía de Beethoven, Romain Rolland tenía un espíritu místico y nebuloso, alejado de la claridad francesa, y una predisposición natural para entender el alma alemana y apreciar todo lo bueno que la gran nación de filósofos y poetas ofrecía a principios del siglo XX. La concepción de «Jean-Christophe» parece salir de una noble estampa clásica: es una «novela de aprendizaje» que relata el desarrollo de la personalidad de un joven compositor alemán, Jean-Christophe Krafft. Actúan de catalizadores del proceso de maduración del protagonista sus viajes y estancias en Francia y en Italia y, sobre todo, su amistad con el poeta francés Olivier. El valor formativo del conocimiento de otros pueblos pasa así a un primer plano. Stefan Zweig, quizá el amigo más fiel de Rolland y, sin duda, su mejor exégeta, lo explica del siguiente modo: por la naturaleza de las cosas, todos empezamos conociendo nuestro país desde dentro y los países extranjeros desde fuera. Sólo cuando –mediante la inmersión en otros pueblos– conseguimos mirar a nuestro país desde fuera y al país extranjero desde dentro, adquirimos una visión verdaderamente europea.

Tal visión europea permite, además, conocer mejor tanto el país ajeno como el propio, porque el espíritu se siente más libre en el extranjero, como más libres son con frecuencia las conversaciones con extranjeros que las que se mantienen entre compatriotas. Esa lucidez nueva y adquirida fuera del suelo patrio le ayuda a Jean-Christophe a calibrar mejor los defectos de la Alemania de la época (militarismo, incapacidad para transmitir un mensaje atractivo al mundo), pero también a valorar más el optimismo, la energía y la vitalidad alemanes. La misma lucidez disuelve los prejuicios de Jean-Christophe sobre Francia y le lleva a aceptar la complejidad de características psicológicas de los franceses que inicialmente había juzgado con etiquetas simples y generalizadoras.

Sin embargo, para Jean-Christophe y Olivier los efectos del conocimiento recíproco del otro no se quedan en el terreno intelectivo, sino que acaban alcanzando una dimensión moral y política, basada en la convicción de que Francia y Alemania son complementarias y que su armoniosa integración no es sólo conveniente, sino también inevitable. Así, JeanChristophe observa que «cuantos más sueños germánicos tenía, más sentía la necesidad de la claridad de espíritu y del orden latinos». Y es la voz del propio Rolland la que dice a sus «hermanos de Alemania» las siguientes palabras, estremecedoras y doblemente proféticas: «A pesar de las mentiras y de los odios, no nos separarán. Nosotros os necesitamos, vosotros nos necesitáis, para la grandeza de nuestro espíritu y de nuestras razas. Somos las dos alas de Occidente. Si alguien rompe una, el vuelo de la otra se romperá. ¡Que venga la guerra! No quebrará la unión de nuestras manos ni impedirá que remonten el vuelo nuestros genios fraternales». Y, efectivamente, la guerra vino, no una, sino dos veces, pero después se produjo la unión de Europa y, como Romain Rolland había predicho, la nueva criatura tuvo dos alas, la alemana y la francesa, que todavía hoy siguen batiendo al unísono.

La Primera Guerra Mundial estalló menos de dos años después de que terminara la publicación de «Jean-Christophe». A su autor le sorprendió aquel verano de 1914 en Suiza, donde permaneció hasta el final de la guerra. Pronto sus artículos en el «Journal de Genève» lo convirtieron en la conciencia de Europa. El título de uno de ellos –«Au dessus de la melée»– ha pasado al lenguaje común de Francia y resume bien la posición de Rolland, que pretendía situarse «por encima de la refriega». Esa refriega no era la de los jóvenes soldados que se mataban unos a otros en las trincheras, sino la de los escritores e intelectuales que atizaban el odio entre las naciones contendientes, hasta un extremo nunca visto en guerras anteriores. Denunciaba el artículo que «la razón, la fe, la poesía, la ciencia, todas las fuerzas del espíritu se han regimentado y se han puesto, en cada estado, a seguir a los ejércitos». Frente a esa turbamulta se erguía Romain Rolland como un gigante solitario en defensa de la libertad de espíritu y de la «unidad futura de la sociedad europea», lo que después le valió un premio Nobel de la Paz, quizá el más merecido de todos los tiempos.

Es cierto que esta dignísima biografía tuvo un epílogo mucho menos admirable, porque en el período de entreguerras Rolland se dejó obnubilar por el estalinismo y manipular por el partido comunista francés. Pero en este centenario de «Jean-Christophe» es de justicia recordar su gran papel como precursor de la Europa unida, a la que su amigo Stefan Zweig llamaba «nuestra patria sagrada».

Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín, profesor del Instituto de Empresa.

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