La prioridad no es el gobierno

La mayor prioridad para nosotros, como para cualquier país, es la estabilidad. Solo apoyado en una situación estable, el progreso puede echar raíces. Pero la estabilidad no la habilita un gobierno cualquiera, sino un gobierno que pueda gobernar. El pasado mes de julio, cuando Iglesias en el Parlamento escenificó, con oratoria atropellaplatos, su shakesperiana ambición de poder, tal vez le dijo a Lady Macbeth al llegar a casa: «I have done the deed», que en versión libérrima se traduciría como: «Me he cargado la investidura». Claro que Sánchez quizá también narrará ahora en términos parecidos aquel episodio: «Por fin hemos acabado con ese hablador».

Ambos dejaron resueltamente claro que una cosa era que fueran socios «preferentes» y otra, socios preferidos. Las ideas pueden solaparse, pero las personas no; y digo que no porque pertenecen a izquierdas antagónicas. Una la socialdemocracia del PSOE, irreconocible por el tactismo, que nos tiraniza con TVE, el CIS y su apoyo vergonzoso a los independentistas; y la otra, una extrema izquierda neocomunista, la de Podemos, que de democrática no tiene nada y que exigiría el control de la sociedad a las primeras de cambio.

Alguno de los quinientos asesores de Sánchez tal vez anticipó estas diferencias y esbozó una premonición de este calado: «En el primer Consejo de Ministros, Iglesias o Montero querrán significarse y pedirán lo imposible, remedando a Sastre en mayo del 68. De inmediato, las cabeceras de los medios reproducirán el desacuerdo mostrando a un Podemos victimista, demagógico y sojuzgado. A partir de ese momento tendremos dos oposiciones en vez de una, y nos zarandearán con filtraciones, sea cual sea el pacto al que hubiéramos llegado».

¿Es eso estabilidad? No, pero esta conjetura refleja el tipo de gobierno anómalo que estaba sobre la mesa. Bien, un gobierno así no lograría que el paro bajara, la economía subiera y la gente se tranquilizara. Y, sin embargo, se ha insistido en el despropósito de afirmar que sería mejor que unas nuevas elecciones. En puridad ni al PSOE ni a Podemos les preocupa demasiado incordiar al pueblo para volver a las urnas, lo que les intranquiliza es presentir, o conocer de buena mano, que los anuncios de Tezanos no son más que el reflejo de una jubilación bien remunerada, y que el patetismo mendicante de Iglesias podría darle la puntilla en los próximos comicios.

La premisa que justifica el atolladero en el que nos encontramos es en el fondo que nadie parece fiarse de Sánchez, y los que lo hacen es porque no lo conocen. También se dice que por esa razón evita las comparecencias públicas; no en balde duda de su capacidad de improvisar o de ofrecer ideas de futuro. De lo que sí podemos fiarnos, en cambio, es de su instinto de supervivencia. Sánchez confía más en la seriedad de Casado (de ahí que en los debates le dedique más tiempo) que en la gente de Podemos, a quienes ningunea con desdén y tolerancia.

Pero si ya es palmario que Podemos no entrará en el gobierno para hacer su papel de ameba ingrata, ¿qué probabilidades tiene desde fuera de aportar estabilidad como pérfidamente le pedía y le pedirá Sánchez? Ninguna. Deberían aceptar de una vez por todas que son opuestos, que sus escaramuzas no llevan a ninguna parte y que aún como lejanos compañeros de viaje seguirían siendo una rareza.

Muchos de los jóvenes de Podemos son universitarios, no exentos de talento, de ética iconoclasta y estética huraña, que se dedican a la política como una forma de vida accesible que les retribuye la reivindicación permanente. Prefieren ganarse el pan prodigando un pensamiento confuso: «La derecha psiquiatriza el cuerpo de la mujer con biopolíticas machistas» antes que rendirse a las exigencias burguesas de trabajar en una empresa como casi todo el mundo. Afortunadamente, el estilo de los socialistas es más convencional y tronquete, y en la mayoría de los casos poco tiene que ver con esas descripciones. Me contaba con desagrado hace poco uno de ellos que cuando los de Podemos van a almorzar al refectorio del Congreso, son los únicos que arramplan con la comida para llevarse la cena a casa. Lo dicho, muy distintos.

Continúo. En esa endeble confianza que apuntaba que hay entre Sánchez y Casado, basada en un interés común de retorno al bipartidismo, España tiene su oportunidad. Huelga decir que Sánchez tampoco se fiaría de Casado si pretendiera acceder al Consejo de Ministros. El que los miembros del PP sean más previsibles que los de las Mareas o los Kichis no los hace soldados de infantería. Pero lo que hay que subrayar es que la estabilidad nunca surgirá de pactos para formar gobiernos con enemigos de España. La estabilidad se encuentra en un cambio de ley electoral que a la vez que nos dé la oportunidad de una segunda vuelta donde concentrar el voto, dificulte que una minoría poco representativa tenga la última palabra.

Sería demasiado simple ignorar que esto que acabo de exponer es una idea tan vetusta como compleja. Tan pronto se abriera el melón de la ley electoral, muchos pretenderían arrimar el ascua a su sardina. Pero aún siendo así, no impide pontificar que es en la búsqueda de ese propósito por donde deberíamos empezar. Dificultad y prioridad no son conceptos excluyentes. Centrémonos en la prioridad antes de hacerlo en la dificultad. Preocupémonos por el resultado y encontraremos las soluciones que lo permiten. ¿Buenismo? El buenísmo, de ordinario, termina cuando empezamos a andar.

Casado podría proponer a Sánchez un pacto que le nombrara presidente ahora, o después de las elecciones de noviembre, con la contrapartida de una nueva ley electoral que atendiera los dos criterios señalados, con la contención de no aprovechar la oportunidad para exigir varias cosas más, como a última hora ha pretendido Ribera. He escrito numerosas veces que la segunda prioridad mata a la primera, y que las terceras y cuartas prioridades son devastadoras para conseguir un objetivo principal. Si acertamos con la tecla adecuada, y la apuntada podría serlo, será suficiente. Que la legislatura luego sea larga o corta sería lo de menos: en los próximos sufragios reduciríamos a los independentistas a su dimensión real.

No pido que Sánchez y Casado se besen, pido que se pongan de acuerdo en que «una nueva ley electoral ofrecería ahora más estabilidad que un nuevo gobierno». Tanto es así que supondría la mayor contribución de esta generación al desarrollo del país. Si porfiamos en continuar por donde vamos, seguro que tendremos ese nuevo gobierno en noviembre, pero ¿y qué? Pues que la inestabilidad sería parecida o peor (con las sentencias de los ERE y del «procés» por llegar) y todo por no haber encarado el nivel de problema correcto.

José Félix Pérez-Orive Carceller es abogado.

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