La privatización de la ayuda para el desarrollo

En los últimos 50 años la asistencia oficial para el desarrollo (AOD) ha cambiado mucho. Desde sus orígenes durante la guerra fría, cuando los miembros del Comité de Asistencia para el Desarrollo de la OCDE gastaban aproximadamente 60 mil millones de dólares al año (cantidad que la Unión Soviética seguramente igualaba), los países receptores han sido llamados "retrasados", "en desarrollo", "del sur" y, recientemente, "emergentes".

En efecto, en los últimos años se ha puesto cada vez más en tela de juicio qué es lo que define a un país receptor. El Reino Unido está debatiendo la cancelación de la ayuda a la India, el tercer receptor de flujos de capital y sede de uno de los mayores empleadores británicos en el sector manufacturero, el Grupo Tata. De manera similar, los países de la eurozona han estado dirigiendo la mirada a China, que desde hace mucho recibe ayuda y que posee 2.5 billones de dólares de deuda del gobierno de los Estados Unidos, para que les ayude a superar su propia crisis de deuda.

Además, el desarrollo mismo se ha redefinido, de modo que el enfoque de las políticas ha cambiado hacia el buen gobierno, la transparencia, la rendición de cuentas y los derechos humanos. Como consecuencia, las iniciativas dirigidas a mejorar la salud, la educación y la igualdad de género han sustituido a los proyectos de construcción a gran escala.

Ha llegado el momento de reexaminar el sistema de la AOD. Después de todo, los países donantes están endeudados y estancados, mientras que algunas de las economías receptoras están creciendo entre 5 y 7 veces más rápido que ellos.

En 1969, el ex primer ministro de Canadá, Lester Pearson, recomendó que los países desarrollados dedicaran 0.7% de su PIB a la AOD para 1975, y que posteriormente aumentaran la proporción al 1%. Si bien Noruega, Suecia, Dinamarca, los Países Bajos y Luxemburgo han alcanzado la meta del 0.7%, de hecho el promedio global ha disminuido, de 0.5% del PIB en 1960 al 0.3% actualmente. El Reino Unido se ha comprometido a aportar el 0.7% de su ingreso nacional bruto, pero está debatiendo sobre quién lo va a recibir. La contribución anual de los Estados Unidos de 30 mil millones de dólares, la mayor en términos absolutos, significa menos del 0.25% de su ingreso nacional bruto.

No obstante, mientras que las organizaciones internacionales alientan el gasto en AOD, los ciudadanos de los países donantes se resisten cada vez más. Los críticos sostienen que el dinero no llega a quienes realmente lo necesitan; que crea dependencia y por lo tanto daña a los países receptores; que se necesita en sus propios países; y los ingresos que genera son principalmente para consultores e intereses creados en los países de origen.

Es cierto que hay un amplio acuerdo en que la ayuda en casos de desastres y la asistencia a los países en los que hay conflictos son efectivas. Además, casi el 10% de la AOD total se destina a la ayuda humanitaria, lo que tampoco debe resultar controversial.

Sin embargo, el impacto total de la AOD sigue en duda. En un informe publicado en marzo, el Comité Especial para Asuntos Económicos de la Cámara de los Lores del Reino Unido señaló los desacuerdos entre los expertos al respecto: las estimaciones varían entre un impulso del 0.5% al crecimiento del PIB y ningún efecto en el crecimiento en los países receptores.

Hay varias razones que explican por qué la asistencia oficial para el desarrollo no siempre se ha traducido en crecimiento del PIB. Los gobiernos receptores podrían estar haciendo un mal uso de la ayuda e impedir que llegue a aquellos que la utilizan o invierten, o el dinero se otorga con la condición de que se use en bienes y servicios del país donante. Asimismo, aunque la asistencia para el desarrollo sí estimule el crecimiento del PIB, esto no necesariamente conduce a un mejor nivel de vida para los ciudadanos más pobres, especialmente en el corto plazo.

Si bien acabar con la pobreza extrema es sin duda un imperativo moral urgente, puede que la AOD no sea el mejor medio para lograrlo. De hecho, hay fuertes razones para incluir la participación del sector privado en la asistencia para el desarrollo.

En las últimas dos décadas –periodo en el que la globalización abrió el sistema financiero mundial– los flujos de capital privado han contribuido más al crecimiento de las economías en desarrollo que la AOD. En efecto, en 2009 más de un billón de dólares de capital privado fluyó a países en desarrollo –nueve veces más que el total de la asistencia para el desarrollo.

Además, las organizaciones con fondos privados como Oxfam o Médicos sin Fronteras tienden a asignar recursos más efectivamente que los gobiernos, pues generan verdaderos beneficios donde más se necesitan. A partir de este modelo se podrían abrir los presupuestos de asistencia de los países para la participación de ONG dedicadas al desarrollo, que se encargarían de asignar y entregar los fondos óptimamente –y se les pediría rendir cuentas de cómo gastaron el dinero.

Una solución enérgica sería transferir dinero directamente a los más pobres. Como la asistencia global para el desarrollo es de alrededor de 130 mil millones de dólares, cada una de las 1300 millones de personas que viven en extrema pobreza en todo el mundo (con menos de un dólar al día) recibiría 100 dólares en efectivo. Algunos países ya han practicado dichos programas, además India está empezando a realizar transferencias de efectivo a sus 300 millones de ciudadanos pobres. En otras palabras, un programa global de transferencias de efectivo podría ser muy eficaz y sería factible si los países donantes juntan sus presupuestos de asistencia para el desarrollo.

La solución más simple –y más radical– sería suspender todos los pagos oficiales de asistencia para el desarrollo. En cambio, el dinero se devolvería a los ciudadanos de los países donantes mediante deducciones fiscales o transferencias de ingresos, y ellos podrían decidir cómo ayudar a aquellos que lo necesitan. Como la pobreza y las enfermedades prevalecen, muchos de esos ciudadanos estarían motivados para contribuir con los esfuerzos de reducción de pobreza global.

Dejar que los ciudadanos escojan cómo donar puede ayudar a tratar el problema de corrupción en países donde los políticos a menudo malversan la AOD, y al mismo tiempo se disuadiría la realización de proyectos imprácticos e inútiles. Además, sería mucho menos probable que las personas se quejaran de que su dinero se está malgastando o gastando si ellos eligieran dónde asignarlo.

La AOD tiene un récord desigual –en el mejor de los casos. Después de cincuenta años de ineficiencia, es tiempo de intentar algo nuevo. Al menos en el corto plazo las transferencias de efectivo parecen ser la mejor opción. Tan solo con permitir que cada receptor decida cómo usar mejor el dinero se puede garantizar que la asistencia para el desarrollo verdaderamente ayude a los ciudadanos más pobres del mundo a mejorar su nivel de vida.

Meghnad Desai, a member of the UK’s House of Lords, is Professor of Economics at the London School of Economics. Traducción de Kena Nequiz.

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