La privatización de la política

Observamos con inquietud que si no ponemos remedio la política va camino de convertirse en una actividad pública orientada al beneficio privado. Parece una exageración y de cualquier modo es una contradicción, pero el círculo vicioso que se crea en torno a la corrupción alimenta esta idea: la corrupción provoca frustración en el ciudadano, desafección y finalmente su alejamiento de la política, pues los individuos proyectan su visión desencantada sobre el conjunto del sistema. La sociedad contempla desde la distancia a la clase política, que goza de unos privilegios inalcanzables para el común de los mortales. El sufragio constituiría, en última instancia, el homenaje, el ancla y el símbolo irreductible de una democracia debilitada.

La privatización de la política no es un fenómeno nuevo. A principios del siglo pasado el sociólogo Max Weber llamó la atención sobre la tendencia hacia la profesionalización del político precisamente para evitar y combatir en lo posible que la política no fuera cosa de todos. La irrupción de políticos profesionales fue una consecuencia inevitable de la política de masas. El político full-time necesitaba cobrar por su trabajo.

Mucho después, hace más o menos 15 años, algunos especialistas introdujeron el concepto de partido-cartel para explicar el proceso de transformación de los partidos en empresas, marcas y oficinas de colocación que no sólo disponen de recursos propios sino que además controlan los recursos públicos. Según este modelo, los partidos han colonizado de tal modo el Estado que, toda vez superado el debate sobre su consideración como organizaciones privadas de actividad, funciones y responsabilidad públicas, se han convertido en agencias estatales. Son empresas que operan en el Estado y se sirven de él para alcanzar sus objetivos.

Tradicionalmente, los argumentos históricos contra los partidos se han basado en tres consideraciones: primera, que en EEUU los padres fundadores desconfiaron de ellos porque viciaban la relación entre el Estado y la sociedad y adulteraban el concepto de representación política. Así, con toda razón, diseñaron un modelo de partido ad hoc. Es decir, allí funcionan como meras maquinarias electorales cuya actividad se limita al periodo en que se celebran elecciones. No en vano, el pensamiento liberal era reticente a organizar la representación en torno a partidos, pues como argumentaba el primer liberalismo español, rompían la unidad de la nación.

La segunda consideración se basa en la concepción de partido como estructura cerrada, impermeable y oligárquica. Michels y Ostrogorski teorizaron sobre ello en las primeras décadas del siglo XX. Uno formuló la ley de hierro de la oligarquía, el otro escribió sin ambages que los partidos exigen «adhesión integral» y crean un «espíritu de cuerpo» que convierte al funcionario de partido en miembro de una casta.

Consecuentemente, la tercera consideración concibe al partido como un agente de división social artificial. El Diccionario de Autoridades español introdujo en 1753 la voz partido, que definió como «parcialidad». Sobran ejemplos de rabiosa actualidad: los partidos incluyen en el debate político asuntos de su propia incumbencia, es decir, aquellos que permiten ver como natural la retroalimentación constante de la relación de los partidos entre sí -y de éstos con las instituciones-, debates artificiales que nada tienen que ver con las demandas de los ciudadanos ni mucho menos con el interés general.

Vaya por delante que no se trata aquí de construir un alegato contra los partidos por dos razones: primero, porque son tan útiles como necesarios. Y segundo, porque resultaría vacuo y pueril elucubrar sobre alternativas inviables. O sea, su existencia, pese a las críticas, es consustancial al modelo de representación contemporáneo. Dicho esto, no está de más reparar en algunos males que menguan la calidad de las democracias.

A vuela pluma se me ocurren tres razones entrelazadas -y por este orden- que se antojan esenciales para explicar el deterioro de la relación político-ciudadano y, en definitiva, el proceso de privatización de la política: el modelo de partido, el modelo de representación y, aunque resulte chocante y pueda inducir a interpretaciones contradictorias, el modelo de descentralización territorial, que fomenta la baronización de los partidos. Ninguno de los rasgos mencionados de nuestro sistema se explica sin los otros dos: la representación proporcional con un sistema de lista cerrada y bloqueada deviene en un modelo de partidos fuertemente cohesionado que exige una disciplina férrea a sus diputados. Éstos no contraen obligaciones con sus electores sino sólo con el partido.

Por otra parte, la desenfrenada descentralización autonómica ha permitido el surgimiento de un nuevo estrato dentro de la clase política: el barón no depende tanto del partido como del juego de fuerzas en su propio territorio, lo cual rebaja el poder del aparato pero al mismo tiempo fragmenta el interés general, lo diluye, convirtiendo a la política en una actividad de patrimonialización de compartimentos estancos, de propiedades de tamaño medio.

Por último, el modelo de representación, sujeto a la elección cada cuatro años, invierte el depósito de la soberanía: no reside en los ciudadanos sino en los partidos, que son quienes deciden en última instancia prescindir o no de quienes se han corrompido en el ejercicio del poder o han traicionado la voluntad de los electores. Queda claro que padecemos una excesiva autonomía de los partidos. Dado que todo el sistema pivota en torno a ellos, se han debilitado los controles, desde los financieros hasta los jurídicos y sociales. Y todo ello porque los partidos abarcan, en régimen de monopolio, la política y las funciones estatales (ahora con un agravante: los sindicatos comparten privilegios con los partidos de los que son extensión sin ser representativos del grueso de la sociedad).

Del mismo modo, la autonomía y el monopolio posibilitan a su vez que la clase política, o mejor, la profesión política sea, junto con los consejeros de administración de las empresas, prácticamente la única que autorregula su actividad y su salario. Lo cual genera que los políticos profesionales, los canteranos de partido y los diputados se agarren con uñas y dientes a su cargo. Y que por tanto -y lo que es casi peor-, profesen ciegamente su fe en el partido, en el líder o en el aparato del que depende su supervivencia.

Como ya hemos dicho que los partidos son agencias de colocación que disponen de recursos públicos, los militantes más fieles obtienen cargos en empresas públicas o dependientes del Estado. Y como un mal trae consigo el siguiente, todo esto convenientemente mezclado provoca el debilitamiento del debate político, caracterizado por ser excesivamente reduccionista e incluso simplista.

Ante este panorama, al ciudadano no le queda más que esperar cada convocatoria electoral para desprenderse de los políticos y del partido que considera peores y sustituirlos por otros líderes y otros partidos que puedan gestionar la cosa pública con más tiento, más eficiencia o, sencillamente, sin concebirla como una actividad lucrativa. En este sentido, el sistema de controles y equilibrios en Estados Unidos permite a los ciudadanos renovar su Congreso por partes cada dos años, lo cual mantiene al Congreso próximo a la opinión pública.

Entre tanto, en España, no están a mano de los ciudadanos palancas de activación de responsabilidad política que penalicen la corrupción, la participación en negocios privados usando la tarjeta de visita de político profesional, la perseverancia en gobernar el pasado, el distanciamiento con la introducción de debates estériles o simplemente la incompetencia. Por ello, no está de más introducir algunas reflexiones que pudieran servir para paliar los desequilibrios expuestos.

Por ejemplo, los partidos patrimonializan el Estado pero también porque el Estado es demasiado goloso, esto es, grande. Si se adelgaza el Estado se reduce el poder de los partidos, véase, el número de altos cargos dependientes de poderes públicos en empresas, cajas y otras instituciones que bien podrían prestar servicios públicos aun estando en manos privadas.

Asimismo, «se promulgan demasiadas leyes, se dan pocos ejemplos», denunció Saint-Just en la Convención de la Francia revolucionaria. Efectivamente, se regula demasiado, pero quien regula se protege a su vez estableciendo para sí sanciones diminutas. Por tanto, el problema, al final, es de «ejemplaridad» (el término es del filósofo Gomá), pues los políticos no sólo han de cumplir la ley, han de ser ejemplares. Ya que con su comportamiento y sus palabras pueden contribuir a extender una cultura de legalidad que refuerce la legitimidad y los valores que sostienen el andamiaje constitucional. La ejemplaridad tiene que ver con todo ello, porque todo comportamiento alejado de la ejemplaridad pone en solfa a las instituciones. Y a la inversa, todo intento de dar jaque a las instituciones constituye un comportamiento poco ejemplar.

Javier Redondo, profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid.