La procesión de ultratumba

El nuevo presidente de la Asociación de Víctimas del Terrorismo quiere ir de procesión por los cementerios donde reposan los huesos de nuestros familiares, aquéllos que cayeron con honor y dignidad en el frente del terror tras haber padecido el calvario en cuevas y zulos, o tras haber sentido, a la salida del trabajo o a la puerta de sus casas, con los periódicos del día bajo el brazo, el escalofrío del tiro en la nuca.

¿Qué pensarían ellos de esta procesión de ultratumba donde unos sufridores de buena voluntad caminan, acaso teledirigidos por intereses inciertos, para honrar a deshora sus memorias, mirando con sus faroles en la noche eterna? ¿Qué pensarán las viejas piedras de granito que guardan con antigua lealtad los restos de sus señores y poco pueden hacer más que seguir a merced de los caprichos de su entorno?

A mi padre, por ejemplo, no le gustaría que se aprovechara de su tragedia una asociación que, como la AVT, ha adquirido un excesivo protagonismo político tras la marcha de Ana María Vidal-Abarca. Para él, los asuntos de familia, como éste, solían ser sagrados y era de los que pensaba que «al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Estas cuestiones familiares, como los asesinatos de sus hermanos políticos a bordo del Cabo Quilates durante la Guerra Civil, o el tiro que recibió en su rodilla derecha durante la batalla del Ebro, pertenecían al estricto campo familiar, y sus recuerdos no podían airearse a la buena de Dios. Se exigía una cierta puesta en escena, el Padre Nuestro, Ave María y Gloria y ni un atisbo de rencor al enemigo. Al contrario de lo que ocurría con otros asuntos más banales, en casa las tragedias familiares poseían un terrible aire de familia, ajeno a la política.

La sola idea de que su asesinato pudiera ser utilizado para echarlo contra la cara del presidente del Gobierno ante la posibilidad de una negociación con los terroristas, le hubiera estremecido.Sobre todo, sabiendo que en democracia es impensable que un Gobierno pueda sentarse a negociar sin estar legitimado por las Cortes y pague un justiprecio que no sea el de la simple generosidad del Estado. La tesis según la cual si los terroristas son perdonados, las muertes de nuestros seres queridos no habrían servido de nada, es pobre de espíritu, porque la paz de todos podrá deberse al sufrimiento de unos pocos.

Probablemente, él, como otros muchos asesinados por ETA, hubiera estado a favor del perdón en caso de arrepentimiento, pues nos educó en el ejercicio de esa virtud y siempre sostuvo la tesis de que a este tipo de enemigos había que vencerles con el palo en una mano y el pacto en la otra, una costumbre de honda raigambre vascongada. Su actitud ante la vida fue la del hombre sencillo y bueno, padre de 11 hijos, que no sólo presidía empresas de rumbo, sino también el Tribunal de Menores de Bilbao, en donde todos los días daba gracias a Dios porque no tuviera que enviarlos a la cárcel.

Pero otras víctimas del terrorismo pensarán de otro modo y se apuntarán a la procesión de ultratumba, al desfile de un cuerpo de agraviados que prefiere invadir el campo de la política para marcarle el paso al presidente del Gobierno, decididos a vengar la memoria de sus muertos en lugar de sentir el alivio de haber podido superar esas ansias de venganza.

En la carta que el 4 de junio de 1977 mi padre nos escribió desde la cueva donde lo tuvieron secuestrado, nos dijo lo siguiente: «Lo mejor es permanecer alegres en la esperanza, pacientes en la adversidad y perseverantes siempre en la oración, viviendo la caridad con todos». Sus últimos recuerdos debieron de ser para nosotros, sus hermanos políticos, Ramón y Juan Antonio Ybarra Villabaso, de 16 y 17 años, y su tío, el marqués de Arriluce, que fueron fusilados a bordo del Cabo Quilates, como lo fue él frente a la cueva del Gorbea haciendo el paseillo, mientras los energúmenos le hacían las fotos y él se iba colocando con infinita dignidad el sucio pañuelo de tantos días de cautiverio en el bolsillo alto de su chaqueta y miraba a la cámara sin odio pero con una pena infinita.

Si pudiera contemplar desde un mirador extraterrestre o desde la vidriera de una catedral celestial hecha de gasa y nube blanca la procesión de ultratumba que planea la AVT por los cementerios de España, mi padre se cruzaría de brazos, se llevaría la mano a la barbilla y diría con el acento propio de las anteiglesias: «A buenas horas mangas verdes. Aquí huele a gato encerrado».

Ex alcalde franquista de Bilbao y jefe visible del clan Ybarra, un clan que lo abandonó en el último instante, mi padre no sólo sería capaz de perdonar a sus asesinos si mostraran arrepentimiento.Sería capaz de animar la consecución de la paz porque pensaría, como Dominique de Villepin, que «en un mundo interactivo y en movimiento, la duda y el inmovilismo se pagan caro, y una democracia sólo se estabiliza estando en constante movimiento». En esa necesidad de movilizarse, de ser pragmático y adaptable, un presidente del Gobierno que se precie no puede optar por el inmovilismo.

Ahora, el nuevo presidente de la AVT trata de monopolizar nuestro dolor para influir en la vida política y social. Y ese pequeño hombre de la AVT, de honrados sentimientos y protagonismo exagerado, olvida que para recordar a nuestros muertos ya estamos los hijos.Y no sólo nosotros, también los árboles que ellos plantaron.

En el jardín de nuestra casa había un hermoso árbol, un enorme ailanto de madera blanda que hacía honor a la etimología malaya original de árbol del cielo. Mi madre, Teresa Ybarra Villabaso, se había empeñado en tirar este árbol porque invadía el terreno de otro que ella prefería. Pero mi padre se negó en redondo.Cortar aquel árbol sería cortar algo de su propio ser. Si de algo gozaba en sus frecuentes viajes por los montes vizcaínos era de la compañía y complicidad de los árboles, de aquella identificación primordial entre persona y árbol que le venía de su cultura.Presenciar la caída del ailanto equivalía inconscientemente a presenciar su propio fin. El no querría verlo jamás. Pero ya llegaría ese día cruel. Llegaría el 20 de mayo de 1977. Y el hermoso ailanto se cayó el mismo día tormentoso y aciago del secuestro. La Naturaleza no podía ser inmune al desgarro esencial que se había adueñado de nuestra casa. Era la expresión final del ailanto para mostrar su dolor. No sólo el señor de la casa se había identificado con el árbol, también éste reconocía la intimidad con su señor y prefería no seguir viviendo sin él. El suicidio del ailanto era a la vez su premonición fatal y su homenaje final al hombre bueno que le había hecho compañía desde siempre.

Si el nuevo presidente de la AVT decidiese acudir con su procesión de ultratumba al cementerio de Derio, donde yacen los restos de mi padre, yo probablemente colocaría sobre su lápida un letrero que dijese algo como esto: «Los muertos son apolíticos y no hablan. El nuestro, de hablar con alguien, sólo hablaría con Dios».

Javier Ybarra Ybarra es abogado y autor del libro Nosotros los Ybarra (EL MUNDO, 23/09/05).