La prohibición del dolor

El ser humano amén de la conciencia de su propia mortalidad, ese descubrimiento a la vez terrible y liberador, que le confiere precisamente esa humana condición, lleva impreso en él dos rasgos, contrarios y únicos, que lo diferencian de cualquier ser vivo. Sólo él es capaz del odio asesino, la Naturaleza es homicida, pero es inocentemente homicida, contra sus propios congéneres. Es el diablo humano, el mal, pero al tiempo es también único en la antípoda de la maldad, el único ser capaz de la compasión. El que ampara a otros hombres que, por malformación, carencias físicas, accidente, edad, sin la ayuda del grupo humano, no habrían podido sobrevivir, y que arriesga y hasta pierde su vida por salvar la de un semejante o incluso por tan solo rescatar su cadáver para poderle dar tierra y honrar su memoria. Ese es nuestro estigma y nuestra redención. Lo que nos hacen, plena y fieramente, humanos.

Esa es la piedra angular, central y la esencia de la Humanidad. El amparo a nuestros semejantes, la empatía con su sufrimiento, acompañarlos en el trance final y después, con los más cercanos, tras la pérdida, compartir el dolor. Ese es el lacre y el sello del más definitivo y humano comportamiento como especie y como sociedad. Pero en esta terrible pandemia que nos acogota y que ha dejado al hombre -la Tierra sigue sonando y moviéndose- silente, quieto y asustado, este ofrece ciertos síntomas en ese aspecto de estar sufriendo una cierta transformación no sé si voluntaria, inducida o impuesta de estarse pringando con pinturas y estrambotes que conculcan, pisotean y desprecian ese principio y valor primigenio y primordial.

No es ya la ocultación de los muertos, de su número, que ya se está sabiendo, son muchos, muchos más, y que muy posiblemente se duplicarán y hasta se triplicarán. La realidad está empezando a aflorar, es imposible de ocultar y nada difícil, tan solo querer descubrirla, el constatarla. Pero no solo es eso. Hay algo más y hasta puede que más nocivo y envilecedor. Es el intento de que los muertos se queden en una cifra, en una estadística, dejen de tener cara, recuerdo, de ser personas, al fin y al cabo, como Josef Stalin aplicó, cuando ya son muchos se puede conseguir que dejen de ser personas para pasar a ser tan solo números, y como cifra estadística perder su categoría y pertenencia a la humanidad.

La prohibición del dolorA los muertos, a nuestros muertos, pareciera que algo de ese trato se les está queriendo dar. Primero hacerlos invisibles, que solo sean un dígito, que no haya imagen, que no se pueda ver ni el ataúd, que nada de eso, y ni mucho menos dolor, lágrima, angustia, desolación salga, eso bajo ningún concepto, y ocupe la pantalla de una televisión. Porque si es preciso maquillar el número es aún más importante el esconder el duelo.

La consigna y el argumentario son evidentes y el acatamiento notorio. La desaparición de cualquier escena en tal sentido parece ser la obsesión máxima de los comisarios políticos. Hay más, en el esfuerzo por solo dar sensación de positividad y alegría hay ayuntamientos, el de mi Guadalajara sin ir más lejos, que han organizado discomóviles escoltados, durante toda Semana Santa, para rondar y animar, aunque en muchos balcones lo que haya sea el lugar para siempre vacío de quien acaba de fallecer.

Desde luego que sí, que el mantener la esperanza, el ánimo y el aplaudir a quienes en primera fila combaten, sanitarios, policías, soldados, cajeras, camioneros, es imprescindible y positivo; que es hermosa la canción que brota de un balcón; que es vida la sonrisa al despedir a un enfermo que ha logrado superar la enfermedad. Todo ello ha de alentarse y ser mostrado. Todo, pero sin ocultar en absoluto la tragedia y el dolor, la muerte y la realidad, las desgracias y las lágrimas.

Y se está ocultando, se está hurtando, se está escondiendo y pareciera que los que lo sufren además de no poder despedirse de los suyos, ni acudir siquiera a su entierro, deben avergonzarse de su dolor, no dar muestra de duelo, no tener el amparo de los otros y serle negado el abrazo de la sociedad. ¿Han visto ustedes algún crespón negro en algún balcón? ¿Ha habido esa condolencia y pesar oficial como cuando por ejemplo una cuadrilla de jóvenes pierden la vida en un accidente de automóvil? Resulta inaudita, pero en esta peste mortal todo sale, todo se exhibe menos aquello que refleje lo que en verdad es y trae: muerte y dolor.

Es morboso pregonan y replican los voceros de la inhumanidad. Morbo es recrearse en las agonías de las niñas de Alcácer, pero esto es el duelo y no hay remedio ni bálsamo más humano y eficaz que él. Amén de la expresión, insoslayable y perentoria del respeto a los muertos y de solidaridad con sus familias, ese duelo compartido es cura y medicina para los vivos. Lo que sí resulta obsceno es que hubiera mucha más exhibición de plañideras, gemidos y dolor por el sacrifico del perro de la No-Muerta del ébola y más lágrimas en un programa de «supervivientes» de la casquería sentimental que las que hemos podido ver por las decenas de miles de seres humanos, de compatriotas, muertos por este virus letal. Que se habrán vertido, seguro, y seguirán manando de muchos ojos, de sus familiares, sus amigos, sus vecinos, pero que no se quiere, que nuestro Gobierno pretende a toda costa impedir que los demás las podamos ver.

¿Es así nuestra sociedad o es en eso en lo que, a base de cloroformo y melaza, nos quieren convertir? ¿Estas gentes, ahora encerradas en sus casas, cuando al fin salgan no tendrán siquiera un gesto conjunto de ayuntarse en el dolor? ¿O es que estamos creando un fenotipo humano donde el dolor debe ser prohibido, por feo, la lágrima solo ha de ser derramada por una actriz, por miss universo cuando le ponen la coronita o por un deportista triunfador y la muerte no debe ser ni mentada ni mostrada?.

Algo de ello debe estarse programando para anegar los cerebros con tal ecuación. Nos susurran: podemos prohibir todo eso, prohibámoslo y dejará de existir. Prohibamos incluso a la muerte ¿por qué no? Los coterráneos irracionales no son conscientes de ella y los niños, hasta que tienen «uso de razón», también carecen de ese horrible «saber». Desde luego que podemos y ellos lo desean fervientemente, comportarnos y actuar como tales. De hecho lo hacemos cada vez con mayor frecuencia. Y quizás por ello, también crecientemente nos tratan como a seres infantiles y nos conducen como a ganado.

Antonio Pérez Henares es periodista.

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