La prostitución del Miss Venezuela

Un ensayo de Miss Venezuela en Caracas en 2015 Credit Marco Bello/Reuters
Un ensayo de Miss Venezuela en Caracas en 2015 Credit Marco Bello/Reuters

En mi infancia, cuando el auge petrolero llegó a su máximo esplendor, pocos acontecimientos vaciaban las calles de Caracas como el concurso Miss Venezuela. El programa se transmitía en vivo desde hoteles de lujo a los que la mayoría de los venezolanos solo podían soñar con ir a tomarse un whiskycito. Las mujeres desfilaban, como un ejército, enfundadas en vestidos de noche o trajes típicos o de baño. Iban presentándolas, una por una, mencionando su nombre, edad, medidas y color de ojos. Los seguidores se sabían el himno del programa de memoria: “En una noche tan linda como esta, cualquiera de nosotras podría triunfar”.

La misión de todo el proyecto Miss Venezuela era, por supuesto, ver a la ganadora coronarse como Miss Universo. Desde que comenzó el concurso Miss Universo en 1952, Venezuela ha ganado siete veces (solo por debajo de Estados Unidos): un gran logro para muchos.

Tal vez era solo cuestión de tiempo para que la industria de las reinas de belleza del país, esa máquina creadora de mitos, también se viniera abajo. Esta primavera, la Organización Miss Venezuela suspendió temporalmente las operaciones del concurso tras acusaciones de que sus organizadores ofrecían a las jóvenes concursantes como acompañantes sexuales a patrocinadores ricos, entre los que se encontraban funcionarios del más alto nivel del gobierno del presidente Nicolás Maduro.

Desde los años dorados del país en la década de los setenta, cuando la riqueza petrolera llegaba a raudales, Miss Venezuela ha sido motivo de orgullo nacional, una exportación a la que alguna vez se pensó que ni la corrupción ni la política tocaban. Su caída acelerada es la más reciente humillación para un país que vive el colapso económico, en el que la hiperinflación ha sumergido a millones en la pobreza y el hambre. Antes de las elecciones presidenciales del 20 de mayo, Maduro encarceló a sus opositores más populares o les impidió contender. Para la mayoría, la votación fue el esfuerzo más reciente del presidente para consolidar el poder a medida que se desvanecen los símbolos de la democracia.

En noviembre, la página web venezolana Efecto Cocuyo publicó la primera serie de reportajes de investigación sobre los abusos en Miss Venezuela.

Poco después, el periódico El País informó sobre una estrategia de lavado de dinero que incluía a socios y funcionarios de PDVSA, la compañía estatal petrolera de Venezuela. Uno de los socios fue vinculado con una participante del concurso y con un depósito que ella hizo en un banco de Andorra por un millón de dólares.

Esto provocó una reacción acalorada en las redes sociales, en donde muchas exparticipantes del concurso de belleza se acusaron entre sí de ser cómplices de la corrupción por haber recibido dinero, apartamentos y otros regalos de hombres que pertenecen al régimen de Maduro o son cercanos a él. Otras concursantes, la mayoría de las cuales han competido en los últimos diez años, comenzaron a dar entrevistas para narrar sus experiencias de acoso o delitos aún más serios.

Ibéyise Pacheco, periodista y autora de una novela basada en el cruce entre los concursos de belleza, la prostitución y la corrupción gubernamental, dijo que había hablado con exparticipantes que variaban entre las dispuestas a participar en estos tratos sexuales hasta aquellas que “prácticamente eran esclavas”. De hecho, Efecto Cocuyo informó sobre una joven que huyó del país después de que un patrocinador amenazó con matarla cuando ella lo rechazó.

Osmel Sousa, presidente de la Organización Miss Venezuela por casi cuarenta años hasta que renunció en febrero, está en el centro del escándalo (seguía participando en el popular programa de Univision Nuestra Belleza Latina, pero se anunció recientemente que ya no formará parte del jurado). Los venezolanos están acostumbrados a ver fotografías del diminuto Zar de la Belleza junto a sus altísimas reinas. Algunas de las exparticipantes dicen que Sousa o sus asistentes las presionaban para ser acompañantes o amantes de políticos y empresarios a cambio de dinero para financiar sus participaciones en los concursos. A Sousa también se le acusó de recibir pagos por organizar las transacciones y ser intermediario entre los hombres y las concursantes.

Algunas de estas mujeres se negaron; otras aceptaron. Unas cuantas se casaron con sus mecenas. Debora Menicucci, ahora de 26 años, conoció a Sousa cuando tenía 13 años y representó a Venezuela en el concurso Miss Mundo de 2014. Se dice que en aquella época Sousa le presentó a su futuro marido, Maikel Moreno, 25 años mayor que ella. Él es un abogado que fue a prisión por asesinato en la década de los ochenta y que ahora, como presidente del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, es conocido por imponer duras penas a los miembros de la oposición.

Sousa, quien se dice amigo de Donald Trump —el expropietario del concurso Miss Universo— y a quien se conoce por presumir fotos de su teléfono de ellos dos, niega todo conocimiento, ya no digamos participación, en el abuso y la corrupción. En una declaración en su cuenta de Instagram en marzo, escribió: “Mis riquezas son en recuerdos, mis millones son en aplausos y mi mayor satisfacción es el éxito y proyección que el evento le dio a innumerables mujeres venezolanas”.

Aunque la explotación de las participantes del concurso de belleza parece haberse vuelto más extrema en años recientes, el sexo siempre fue parte de la cultura del concurso. Desde hace décadas han circulado rumores de que se presionaba a las participantes para que hicieran favores sexuales a los patrocinadores, conocidos como “santos”, a cambio de dinero para pagar el vestuario, las clases de dicción, el trabajo dental, los implantes de senos y otras operaciones cosméticas que se volvieron requisitos de facto para las aspirantes a ser Miss Venezuela.

A pesar de la pobreza y la escasez de productos básicos y medicamentos, Venezuela tiene una de las tasas más elevadas de procedimientos cosméticos per cápita en el mundo. Para las aspirantes de Miss Venezuela, las cirugías son parte del proceso de transformación y autosacrificio. Según Efecto Cocuyo, los meses de preparación pueden costar hasta 32.000 dólares.

En su autobiografía de 2015, Sin tacones, sin reservas. Diario de una supermodelo en búsqueda de su verdad, la actriz Patricia Velásquez, contendiente en Miss Venezuela en 1989, describió haber entrado al concurso a los 18 años. Ella esperaba que al ganar podría ayudar a su familia, que vivía en un edificio en ruinas que rara vez tenía agua corriente. Escribió: “Muy pronto entendí que para poder pagar los gastos del concurso Miss Venezuela tendría que usar mis dones con el fin de encontrar un patrocinador”.

Encontró uno, un hombre unos veinte años mayor que ella, quien pagó sus gastos, incluyendo implantes de senos y un apartamento en Caracas; “en esencia, se convirtió en mi novio”. La historia de Velásquez causó poco revuelo en aquel momento, pero ahora, de manera tardía, se le reconoce como la primera que habló del tema. Su libro ayudó a confirmar los relatos de los meses recientes de primera mano.

Un aspecto menos reconocido de sus memorias es la forma en la que revela la tensa historia racial del concurso. De ascendencia wayuu, Velásquez es una de las pocas mujeres indígenas o afrovenezolanas que han tenido éxito en la competencia. Su libro incluye una anécdota en la que Sousa le dijo que necesitaba una operación en los ojos, supuestamente para verse más caucásica.

“Entendía los implantes de senos”, escribió. “Eso no me cambiaba”, pero “mis ojos me hacían quien era, parte de ser wayuu”. Se negó: “No quise dejar ir mis raíces y ser extranjera en mi propio cuerpo”. Sus ojos quedaron intactos. A Velásquez le fue bien en el concurso y después continuó con una carrera como modelo y actriz.

El expresidente de la Organización Miss Venezuela, Osmel Sousa, en la edición del certamen de 2014. Credit Fernando Llano/Associated Press
El expresidente de la Organización Miss Venezuela, Osmel Sousa, en la edición del certamen de 2014. Credit Fernando Llano/Associated Press

En una entrevista de radio en marzo, María Gabriela Isler, Miss Universo 2013, dijo que en repetidas ocasiones se opuso a las exigencias de hombres, a los que llamaba “tiburones”, durante sus días de concursante, pero no culpa a las mujeres que cedieron. “Tienes 18 años, vienes del centro del país, te ofrecen villas y castillos; tú no sabes qué es lo bueno o lo malo ni piensas en el futuro, sino que piensas en lo cercano, lo rápido y lo fácil”, dijo.

Esta desesperación aumentó a medida que la situación económica en el país empeoró. Mientras que los venezolanos de clase media y alta han emigrado, las jóvenes de entornos de bajos ingresos acuden en multitudes a concursos de belleza regionales, desesperadas por cualquier oportunidad de ayudar a sus familias.

“Estamos viviendo en un país donde la gente se vende por un jabón”, dijo Esteban Velásquez, quien prepara a las participantes.

En Estados Unidos, eventos como el concurso Miss USA se consideran anacrónicos, un acontecimiento mediático que sirve de mero entretenimiento o es motivo de desdén para los movimientos feministas. Sin embargo, en América Latina los concursos de belleza son una apuesta para ganar relevancia en el escenario internacional.

De hecho, fueron los estadounidenses quienes ayudaron a introducir el concurso en Venezuela. Miss Venezuela comenzó como un concurso de belleza en 1952 patrocinado por la aerolínea Pan American y una empresa que fabricaba trajes de baño. Se llevó a cabo en el Valle Arriba Golf Club, un campo de golf privado para expatriados y ejecutivos petroleros de Caracas.

Desde entonces, el petróleo y la belleza se han entrelazado. Como Raúl Gallegos señaló en su libro de 2016, Crude Nation: How Oil Riches Ruined Venezuela, la riqueza petrolera “ha nutrido una cultura en la que la apariencia tiene una importancia primordial”. Eso se queda corto en un país donde los barcos petroleros llevan nombres de reinas de belleza.

Ahora, la riqueza petrolera se acabó y la burbuja de Miss Venezuela acabó por romperse. Los escándalos del concurso han sacudido a los venezolanos que ya vieron a su país sumirse en la decadencia y las discordias de los gobiernos de Maduro y su predecesor, Hugo Chávez. Hay una sensación de que la vida ahora es cuestión de sobrevivir al malestar social cotidiano y la escasez de alimentos y medicamentos que está enviando a un torrente de refugiados a Colombia y Brasil. Muchos se preguntan: “¿Y ahora esto?”.

Por supuesto, se trata de un patrón tristemente familiar. Los hombres que abusan del poder piensan que pueden hacerlo en todas partes. En las últimas dos décadas los venezolanos han sido testigos de la creación de una Asamblea Nacional Constituyente y un Tribunal Supremo oficialistas que son leales a Chávez y a Maduro; de la permanencia indefinida del líder en el poder; de la nacionalización de la industria privada y, sobre todo, del ascenso de una élite gubernamental que vive de la riqueza petrolera. No es de sorprender que los hombres que han tomado tanto de su país hayan asumido que también podían poseer a sus reinas de belleza.

Ibéyise Pacheco apareció en un programa de Telemundo en marzo junto con las exconcursantes Migbelis Castellanos y Alicia Machado, esta última la Miss Universo de 1996 a quien Trump llamaba “Miss Piggy” para obligarla a perder peso. Estas mujeres hablaron del escándalo en términos de una “quiebra moral”.

“Como venezolana”, dijo Pacheco, “duele, porque estás viendo que una institución, de la cual nos enorgullecíamos todos los venezolanos, se vino abajo”.

Entre lágrimas, Machado mencionó: “El concurso fue nuestra última gran gloria”, ahora contaminada de “este cáncer revolucionario”.

Las feministas venezolanas son quizá las únicas que no lamentan esta pérdida en particular. La periodista Elizabeth Fuentes fue entrevistada recientemente en relación con su activismo temprano en contra del culto al concurso. Inspirada por la obra de Simone de Beauvoir, Fuentes formaba parte de un grupo de mujeres que se congregaron en el teatro de Caracas, donde se llevaba a cabo Miss Venezuela en 1972. Sostenían carteles que condenaban el evento e intentaron pintar con aerosol los vestidos de las participantes antes de que llegara la policía.

Se necesitaría mucho más que eso para acabar con Miss Venezuela. Una concursante de 16 años en esa edición de 1972 le preguntó a Sousa quiénes eran las “feministas”. El Zar de la Belleza, quien entonces apenas comenzaba su carrera, respondió: “Son unas mujeres feas que no se bañan”.

Ahora resulta agridulce, y un tanto espeluznante, pensar en generaciones de entusiastas de Miss Venezuela, entre las que me incluyo, que se dejaron llevar por la marca de nacionalismo del concurso. Mis padres fueron expatriados y, hasta la fecha, ver el concurso Miss Venezuela en mi casa era una cuestión que implicaba un maratón de botanas y risas malévolas. Al igual que muchos seguidores, no teníamos conciencia de cómo las mujeres eran esculpidas para satisfacer los estándares de belleza euroestadounidenses, ya no digamos sometidas a un trato aún más siniestro.

Recuerdo 1981 como el año de la doble victoria, cuando Irene Sáez fue coronada Miss Universo y Pilín León, Miss Mundo. Había portadas de revistas de las dos mujeres rubias esparcidas por mi casa. Años más tarde, Chávez despojaría al petrolero Pilín León de su nombre, después de que su tripulación participó en un golpe organizado por la oposición. La Marina confiscó el petrolero y Chávez, en el espíritu de su “revolución bolivariana”, lo rebautizó como Negra Matea, en honor a una esclava que pertenecía a la familia de Simón Bolívar.

Irene Sáez se convirtió en una reconocida alcaldesa del municipio de Chacao en Caracas, donde vivía mi familia. Una vez la vi en el vestíbulo de un edificio gubernamental saludando a sus seguidores, en su mayoría hombres. No se parecía a nadie que conociera, ni en la escuela ni en la vida. Era esbelta, refinada, la única reina en la habitación, la reina que yo nunca sería. Sin embargo, de algún modo, al verla sonreír con modestia ante la multitud de hombres de traje a su alrededor, no me importó.

Tal Abbady es escritora.

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