La protesta decadente

Spengler publicó hace más de noventa años «La decadencia de Occidente». Como todas las obras de los grandes perspicaces contiene análisis brillantes, y algún que otro error profundo, como les sucedió a Rousseau, a Carlos Marx o a Freud. Su comparación de las civilizaciones basadas en las mismas etapas que atravesamos las personas, y que van desde la esperanzadora alegría del nacimiento hasta la decadencia de la vejez, es aceptada por muchos, aunque bien es verdad que los meandros de cualquier biografía humana están tan llenos de anticlinales y sinclinales como los de la evolución e historia de cualquier civilización.

Escribir sobre la decadencia de Europa, después de una guerra que ocurrió hace un siglo y dejó a Europa destrozada, era sencillo, pero resultaba más complicado su análisis intelectual pleno de honduras y originalidades.

Siempre he creído que los seres humanos, por muy inteligentes que fueran, no tenían consciencia del tiempo en el que vivían. Ni el judío Santángel, que ayudó con su fortuna a la expedición de Colón, ni la Reina Isabel, ni el propio Colón me imagino yo que se levantaran por las mañanas con la convicción de que estaban cambiando la Historia, al contrario de lo que ocurre ahora donde –sobre todo desde el periodismo y la política– nos empeñamos en poner mojones trascendentes a lo que dentro de unos meses no será sino la anécdota pasajera que quedará sepultada entre las noticias del año. No digamos en la épica deportiva en la que, como señala con su habitual gracejo irónico Manuel Alcántara, todas las semanas se juega el partido del siglo.

Pero hay signos numerosos y evidentes de una decadencia palpable, que no precisa de grandes dotes de profetas, ni de análisis profundos. El envejecimiento de nuestra población, la desaparición de esas virtudes que hacen fuertes a las sociedades y la entropía en las artes donde cualquier memo se declara artista y cualquier marchante está dispuesto a certificarlo, son una breve muestra, nada exhaustiva, de que no caminamos precisamente hacia el esplendor.

En las simplificaciones desenfadadas suele aludirse a que el comienzo de la decadencia de Roma se inició cuando los hijos de los patricios dejaron de nutrir las legiones, y los ciudadanos consideraron que la importante labor de vigilar el imperio podría encomendarse a esclavos libertos y mercenarios. Puede parecer un asunto menor, pero es un punto de inflexión básico, la etiología que nos puede explicar el origen de una decadencia.

Siempre me llamó la atención, por ejemplo, la sencillez con que en España pasamos de un Ejército compuesto por los ciudadanos del país –incluidos, por cierto, los hijos de los patricios–, a un Ejército denominado «profesional», que es una manera de esconder vergonzantemente que nos consideramos tan ricos que podíamos prescindir del engorroso servicio militar obligatorio. Y recuerdo que, fueran prórrogas por estudios, milicias universitarias, reemplazo forzoso o adelanto como soldado voluntario, el servicio militar te llegaba en un momento en que partía tu vida laboral, profesional y social. Y no fuimos pocos los que abogamos por un acortamiento de la prestación, dejándolo reducido, básicamente, al periodo de instrucción, el de verdad importante y donde únicamente se recibían los conocimientos necesarios para ser soldado, puesto que el resto era un sesteo aburrido y monótono, que provocaba en no pocos civiles una razonada aversión al Ejército.

En mi ingenuidad, llegué a creer que con la llegada de la democracia, se racionalizarían los reemplazos, se profesionalizarían de forma auténtica diversas funciones y habría un interesante debate en el Parlamento. Pues bien, en nuestro Parlamento, donde se ha discutido del buitre leonado o del lince de Doñana, no apareció en ningún orden del día un asunto tan trascendental y tan transversal socialmente, como el del Servicio Militar Obligatorio, que es algo así, no sé, como si se suprimiera la prestación hospitalaria para las enfermedades menos graves. De repente, de la noche a la mañana, quedó derogado el servicio militar que se basaba en el «todo por la Patria», sin que los padres de esa Patria pudieran exponer su punto de vista.

Cuando mis hijos estaban en la difícil adolescencia –difícil para ellos y para los padres– echaba en falta un horizonte con tres meses de campamento militar, donde tendrían que someter sus rebeldías a la disciplina, y las dudas existenciales quedarían diluidas en un entrenamiento donde no hay un minuto para descansar. Y lo sigo pensando aún hoy, cuando observo el espectáculo del botellón de los viernes y sábados, que me impide al día siguiente pasear por el parque, porque estos chicos, que nos tendrán que pagar la pensión, están muy preocupados por la devastación arbórea del Amazonas, pero dejan los jardines públicos hechos una mierda.

Y, sin parecer tan trascendente, hay otro síntoma que le hubiera gustado observar a Spengler, y es la protesta rápida, la queja inmediata de todos nosotros, ante la más mínima imperfección de nuestras habituales comodidades. «Esto es tercermundista», solemos escuchar. ¿Y qué es tercermundista? ¿Tener que recorrer diez kilómetros de ida, y otros tanto de vuelta, para lograr un poco de agua putrefacta? No, no. Es tercermundista que el agua caliente del hotel tarde en salir más de cinco minutos. O que no haya suficientes carritos en el aeropuerto con aire acondicionado al que hemos arribado, o que tarden un cuarto de hora en llegar las maletas a la cinta. Los españoles parecemos descendientes de un linaje que siempre llevó una vida acomodada, y guardar fila en una autopista, o tener que sufrir un atasco –a bordo de un automóvil, cuyo costo serviría para que una familia del tercer mundo subsistiera varios años– nos parece tercermundista.

Me refiero a España, pero podría hablar de Europa, incluso de Estados Unidos, porque la protesta es el poderoso cartel que anuncia nuestra escasa capacidad de sacrificio, la demostración subconsciente de que no estamos dispuestos a renunciar a nada, que es una manera de exponernos a que nos lo arrebaten todo. Ojalá no tengamos que afrontar una guerra, porque si fuera así, teniendo en cuenta que el agua caliente nos parece imprescindible, y que el retraso de un tren o el punto pasado del arroz es un indubitable signo tercermundista y agita nuestro enfado, no creo que tuviéramos muchas posibilidades de ganarla.

Luis del Val, periodista.

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