La provocación más antigua

¿Qué hacer con la prostitución? Es la discusión más antigua del mundo. Y la que más nítidamente revela nuestro carácter nacional de perros ladradores. Fuera del Congreso, llevamos años de vociferantes argumentos a favor de la legalización, o de la criminalización. Pero, desde el poder, continúa la cobarde inacción legislativa. Así, la prostitución permanece en España en un vergonzante limbo jurídico.

En otros países, la compra de sexo es legal (Holanda, Alemania) o ilegal (Suecia, Noruega); aquí, alegal. A nuestros políticos les ha sido más rentable lavarse las manos que apostar por la regularización o la abolición de la prostitución. Tenemos así un mercado negro en el que empresarios —o, si se prefiere, tratantes—, trabajadoras del sexo —o víctimas— y clientes —o explotadores— intercambian dinero y servicios sin protecciones. Es la ley del más rico. Y del más violento. Con las mujeres como principales víctimas, claro.

Ha llegado la hora de legislar. La cuestión es cómo. Regular la prostitución es una de las políticas públicas más controvertidas. En infinidad de ámbitos, de la protección medioambiental a la legislación laboral, crece el consenso, al menos entre las democracias avanzadas, sobre cuál es la política más apropiada. Pero, en la compra de sexo, aumenta el disenso. Para los liberales en general, y el feminismo liberal en particular, la legalización garantiza unas mejores condiciones laborales para las y los trabajadores del sexo. La regularización de la prostitución reemplaza un comercio oculto por unas transacciones transparentes. Para los abolicionistas en general, y el feminismo radical en particular, la prostitución es una explotación intrínseca de las mujeres que debería ser prohibida.

La provocación más antiguaCon el cambio de milenio, dos de los países más vanguardistas del mundo, Holanda y Suecia, tomaron direcciones opuestas en la regulación de la prostitución. Holanda, y poco después Alemania, adoptó un liberalismo ortodoxo, legalizando el mercado del sexo. Al contrario, Suecia optó por un progresismo feminista, criminalizando la compra de sexo. ¿Quién de los dos acertó?

Los datos no son concluyentes. No pueden serlo en algo tan oscuro como la explotación sexual. Pero, con el paso de los años, empiezan a emerger resultados que apoyan algunas tesis tanto de los liberales como de los abolicionistas. O, dicho de otro modo, tanto los apologetas como los demonizadores de la legalización deben admitir que la política que proponen sus adversarios tiene, como mínimo, algunos efectos positivos.

Eso no quiere decir que debamos ser equidistantes. Hay que ser valientes y elegir una política que supere la indefensión reinante en España, donde nadie tiene los derechos garantizados. Y, sopesando los beneficios a largo plazo de los modelos sueco y holandés, la abolición de la prostitución emerge como la alternativa más sensata. Ciertamente, la prohibición de intercambios potencialmente libres no está en los manuales teóricos de un político liberal. Pero explorar los efectos prácticos es más importante que columpiarse en cómodos argumentos teóricos.

Sintetizando mucho, los estudios indican que la criminalización de la compra de sexo protege más a las mujeres con riesgo de caer en la prostitución, mientras que la legalización protege más al resto de mujeres. Porque, en los lugares donde se ha regularizado la compraventa de sexo, algunos análisis han detectado una caída estadísticamente significativa tanto de las enfermedades de transmisión sexual como de las agresiones sexuales contra mujeres. Por cruel que nos parezca el mecanismo, la prostitución podría pues ser una vía de escape para hombres que, si no pueden comprar sexo, son más proclives a comportarse violentamente con las mujeres.

Estos estudios, realizados en Holanda y Estados Unidos, son científicamente impecables, pues comparan zonas donde la prostitución es legal con áreas similares donde la prostitución es ilegal. Pero los beneficios de la legalización —menos violaciones y enfermedades venéreas— podrían ser reacciones a corto plazo. A la larga, es plausible esperar que la política opuesta —la criminalización del sexo— reduzca más las agresiones sexuales. Porque prohibir la prostitución envía una señal a la ciudadanía de que la cosificación de la mujer es reprobable. Y, de hecho, los países nórdicos no han padecido una epidemia de violaciones tras abolir la compra de sexo.

Las leyes alteran las normas sociales. Los españoles cambiamos nuestra forma de conducir a raíz del carné por puntos. Los suecos, su forma de relacionarse con el otro sexo desde que criminalizaron la prostitución. De las despedidas de soltero a las reuniones de negocios, a nadie se le ocurre ni tan siquiera bromear con la compra de servicios de contenido sexual.

Incluso las investigaciones sobre cómo la prostitución “sustituye” a la violación admiten que, cuando se legaliza la prostitución, el mercado del sexo crece. Se normaliza pagar por tener relaciones sexuales. En las encuestas, los ciudadanos de países donde la prostitución es legal encuentran moralmente más aceptable la compra de sexo que los habitantes de las naciones donde la prostitución es ilegal. Y, en la vida cotidiana, recurren más a los servicios de prostitutas. En otras palabras, no es que la legalización regularice un mercado que, de otro modo, se daría en la clandestinidad, sino que la legalización crea un mercado más grande. Por supuesto, también quedan hombres en Suecia que, arriesgándose a una sanción, compran sexo. Simplemente, son muchos menos que en Holanda o Alemania.

Para los moralmente agnósticos, la monetización del sexo no debería ser un problema en sí mismo. A no ser que, tal y como ocurre en la realidad, la compraventa del sexo tenga efectos perniciosos. Porque varios estudios indican que la legalización de la prostitución estimula el mercado más aberrante de nuestro tiempo: el tráfico de seres humanos. En todo el mundo, 4,8 millones de personas, sobre todo mujeres y niños, son mercancía de traficantes para la explotación sexual. Estos criminales sin escrúpulos, organizados en sofisticadas redes globales, envían a sus víctimas naturalmente a aquellos lugares donde hay más clientes dispuestos a pagar por sexo. Como Holanda o Alemania.

Otro territorio en el que operan activamente los traficantes de carne humana es España. La permisividad hacia la compra de sexo hace que nos levantemos un día sí y otro también con noticias sobre mujeres secuestradas, violadas y forzadas a vender su cuerpo.

Para atacar este problema, la mejor política es criminalizar la compra de sexo. Una medida provocadora para muchos liberales. Pero acabar con el horror que sufren las víctimas de la explotación sexual lo merece.

Víctor Lapuente es profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo.

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