No soy padre y a días tengo todas las ganas y otros las pierdo todas. No me da miedo coger a un bebé, he acunado a mis hermanos en mis brazos, me da miedo no saber qué hacer con él, no ser capaz de explicarle lo más básico de esta vida.
Darle los medios para que sea feliz, para que se sienta seguro, para que crezca, “en el buen sentido de la palabra, bueno”. Para que cuando ya no sea un crío entienda que ser buena persona cuesta trabajo. Mucho. Que nadie le dará ninguna recompensa. Uno es bueno porque sí, sin más explicaciones, porque es lo que se debe ser simple y elocuentemente, resumiendo casi toda la filosofía de una tacada.
Tal vez es de esto de lo único de lo que no se jubila uno. Igual que los toreros se cortan la coleta, pero no dejan nunca de ser toreros, los hombres buenos tampoco dejan de intentar serlo. Un hijo es una fórmula en la que la variación de un sólo elemento podría alterar a la persona feliz y noble que pudiese haber sido.
Haber hecho demasiadas concesiones; haberle hecho muy pocas; no haberle dejado probar nunca una hamburguesa de McDonald's; imponerle, medio de broma medio en serio, que si no es médico habrá tirado su vida por la borda. Y esto antes siquiera de que el niño cumpla los seis años. Por eso me da miedo equivocarme en algo.
Pero, sobre todo, me da miedo tener un hijo y que su madre se vaya y se lo lleve o que se vaya y no se lo lleve y crezca preguntándose por qué su madre no le quería y que me toque a mí inventar cualquier cosa para que no se sienta un daño colateral de ninguna guerra.
Y pienso en esto porque esta semana se fallaba el caso en la Audiencia Provincial de Valladolid de una madre que, para intentar conseguir la custodia total de su hija, había acusado al padre de dejar a la hija con un familiar que supuestamente abusaba de ella.
Ahora los jueces han concluido que los hechos son “totalmente increíbles” e incoherentes después de escuchar a psicólogos infantiles, al pediatra y a no sé cuántos expertos y testigos más.
Pero no veo que haya ningún eco, ni hashtags solidarios con el padre que ha estado a punto de perder la custodia de su hija o con el tío acusado de abusos sexuales para el que llegaron a pedir seis años de prisión.
Los jueces han concluido que la madre indujo a que la niña mintiera y no veo manifestaciones abarrotadas y solidarias con este padre que, por lo visto, ha estado a punto de ser “bueno y mártir”. Mientras a Juana Rivas le tocaría entrar en prisión por secuestrar a sus hijos, así de crudo y simple, sale la Fiscalía (¿de quién depende la Fiscalía, eh?) a tratar de evitarlo pidiendo la reducción de la pena porque no se puede consentir que una mujer mediática entre en la cárcel.
Secuestrar a los hijos, por lo visto, no es grave si no lo hace un hombre. Es más, puede ser motivo de fiesta nacional: #JuanaEstáEnMiCasa. Y yo pienso en ser padre con todo esto revoloteando por la cabeza y a días prefiero pillarme los testículos con el canto de una puerta que tener un niño que algún día se pueda convertir en munición, en un niño soldado, sirviendo a las ocurrencias de una madre sin escrúpulos.
Me he dado cuenta de que mi amigo Alfredo, que es abogado, y de los buenos, ejerce más tiempo de psicólogo que de abogado en temas de custodia compartida. Porque los clientes a los que asiste, que curiosamente son más hombres que mujeres, le llaman a cualquier hora como si acabara de estallar una bomba en la frontera entre Palestina e Israel.
Y ese es el futuro inmediato de esta España que se está convirtiendo en un país de hombres solos, de tipos acongojados que no saben ni siquiera tratar con una mujer. La mitad por casos como el anterior y la otra mitad porque ya sólo viven en virtual. El día que se acabe el estado de alarma y reabran las discotecas, aquello parecerá un baile de instituto americano con ellas a un lado y nosotros al otro.
La próxima pandemia será la de los hombres solos. Y mujeres, claro. Y cuando lean que los nacimientos muestran unos índices peores que los de un viernes negro en Wall Street, sólo tienen que volver a este artículo. Y acordarse de que vivimos en un país donde unas pocas mujeres, para quitarse el sambenito trasnochado del sexo débil, se lo impusieron legislativamente a todos los hombres. Y ha calado.
Peláez me cuenta que sus amigos, siete de los diez, andan sin pareja o divorciados a los cuarenta y sin ninguna intención de tenerla, entre otras muchas cosas porque les falta valor. Porque si para declararse a una mujer siempre hizo falta un poco de coraje, tener pareja e hijos tiene ahora probabilidades de acabar peor que un inglés en un balcón.
Entenderán que un tío de veintinueve años haya convertido el tener hijos en la historia interminable. Porque si sólo sí es sí, si los hijos sólo son de ella y además tenemos que devolver ciento cuarenta mil millones a Europa en los próximos años, a uno le flaquean las fuerzas. Después caigo en casos como el de la Audiencia Provincial de Valladolid y pienso que en realidad hay que ser muy hijo de puta para ser mal padre, y me vuelven las ganas.
Algún día, en un futuro no muy lejano, nos mirarán esos hijos que no tuvimos preguntándonos cómo pudimos quedarnos callados ante tantos atropellos, cómo pudimos consentir esta barbaridad sólo porque los populismos tenían demasiados chiringuitos en nómina que alimentar.
Guillermo Garabito es periodista.