Jorge Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores de México y catedrático de Política y Estudios sobre América Latina en la Universidad de Nueva York (ABC, 17/03/06):
EN Estados Unidos está empezando un debate sobre inmigración que recogerá varias propuestas. Entre ellas está un detestable proyecto de ley -que la Cámara de Representantes ya aprobó- que ordena la construcción de un muro a lo largo de la frontera con México y que califica el ingreso no autorizado al país como delito grave. El Senado también tramitará un proyecto que propone una aplicación más firme de la ley en la frontera, un programa de trabajo temporal que pueda conducir a la residencia, la ciudadanía y la legalización de quienes ya se hallan en Estados Unidos sin documentos. Otra idea es exigir que cualquier persona que esté en EE.UU. y quiera regularizar su calidad migratoria regrese a su país y haga la cola ahí. El último componente es retórico en buena medida: es difícil imaginar que un mexicano que ya esté en EE.UU. regrese voluntariamente a Zacatecas, digamos, a esperar pacientemente su nueva visa.
Por último, y tal vez lo más importante, está la propuesta de avenencia del presidente del Comité de Asuntos Judiciales del Senado, Arlen Specter. La propuesta de Specter prevé una seguridad reforzada en la frontera, así como un programa de trabajo temporal de seis años no renovables sin la posibilidad de obtener la residencia, aunque permitiría que los inmigrantes no autorizados permanecieran en EE.UU. como no inmigrantes. Esta última condición podría incluir la posibilidad de obtener la residencia y la ciudadanía; esquivar el tema puede ser una táctica de negociación para evitar el debate sobre si es una forma de amnistía (que afortunadamente lo es, hasta cierto punto).
Lo que falta en el debate es el contexto latinoamericano. Hubo una época en que los flujos migratorios se limitaban a México y el Caribe. Eso cambió en 1980, cuando las guerras civiles en Centroamérica enviaron a miles de emigrantes a través de México, y después en 1990, cuando quienes huían de la violencia en Colombia, Venezuela, Perú y Ecuador también empezaron a buscar oportunidades. Hoy en día, incluso Brasil, país tradicionalmente de inmigración, se ha convertido en uno de emigración. Además, esos emigrantes ya no son de origen rural, ni viajan únicamente a las zonas tradicionales en EE.UU. Están literalmente en todas partes.
Cualquier política migratoria que surja en los EE.UU. tendrá un gran impacto al sur del río Bravo, mucho más allá de México. Esto ocurrirá precisamente cuando América Latina se está desplazando hacia la izquierda y un país tras otro regresan a las posturas populistas antiestadounidenses: Venezuela en 1999, Bolivia el año pasado, quizá México, Perú y Nicaragua este año. Si persiste la percepción de una mayor hostilidad hacia América Latina, se endurecerá el viraje hacia una izquierda irresponsable y demagoga.
Las izquierdas responsables de Chile, Brasil y Uruguay son excepciones a la naciente regla que impuso Hugo Chávez. La mejor forma de acentuar los sentimientos antiestadounidenses en la región es tratar de cerrar la frontera de México, que no servirá de nada. En lugar de eso, EE.UU. debería establecer mecanismos de ingreso temporal para las personas que necesite la economía estadounidense, y debería trabajar con los gobiernos de América Latina, no en su contra.
Hace cinco años, Vicente Fox trató de convencer a Bush de que algo había que hacer antes de que una reacción patriotera en los EE.UU. complicara sus relaciones con América Latina e hiciera imposible alcanzar metas como el Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Pero las cosas han empeorado. Las tensiones fronterizas han aumentado, la propuesta del muro ha provocado indignación, con razón, están entrando más inmigrantes que nunca y el ALCA fracasó.
Bush debe empezar a usar el capital político que le queda para apoyar reformas migratorias ilustradas. Jamás logrará un programa de trabajadores invitados sin el apoyo demócrata, lo que a su vez es poco probable a menos que la Casa Blanca apoye el acceso a un programa para emigrantes no autorizados que ya estén en el país y que incluya algún tipo de vía hacia la residencia y la ciudadanía.
EE.UU. y México deben ser sensibles a las preocupaciones internas en ambos países. Ningún acuerdo migratorio será factible al norte de la frontera si no se abordan las cuestiones de seguridad; al sur de la frontera no es concebible la cooperación mexicana en materia de seguridad o de un programa de trabajadores temporales si las reformas migratorias ignoran a los casi cinco millones de mexicanos indocumentados que viven en EE.UU.
México debe actuar con lo que Fox ha llamado «responsabilidad compartida». Ni el mejor acuerdo imaginable, ni la mejor reforma migratoria estadounidense, eliminarán el flujo de indocumentados de la noche a la mañana. México debe asumir la responsabilidad de regular ese tráfico, lo que significa algo más que sellar su frontera sur. El Gobierno podría duplicar los pagos de seguridad social a los hogares donde sea el hombre quien se queda en casa, amenazar con revocar los derechos de reforma agraria después de años de ausencia de las comunidades rurales y establecer puntos de estrangulamiento en las carreteras del istmo de Tehuantepec. Fox ha dicho que está dispuesto a romper los viejos tabúes mexicanos, pero Bush nunca ha aceptado la oferta. Eso es lamentable, porque Fox no va a estar ahí para siempre.
La inmigración siempre ha sido un tema enormemente complejo y delicado en el interior de los EE. UU., y ahora también en América Latina. Hubo una oportunidad al principio del primer período de Bush, que se perdió después de los ataques terroristas de septiembre de 2001. Ahora se vuelve a presentar y se debe aprovechar antes de que sea demasiado tarde.