La puerta entreabierta de la nueva Europa

Por Sergio Romano, ex embajador de Italia y analista del Corriere della Sera (EL MUNDO, 04/05/04):

Hace unos días el primer ministro británico, Tony Blair, declaró que su Gobierno pretendía reelaborar de cabo a rabo la política de su país en cuestión de inmigración. Su discurso es la última señal de una crisis que comenzó con la dimisión a principios de abril de Beverley Hughes, la ministra británica de Inmigración.

Me enteré de lo sucedido recién llegado de un viaje a algunos de los estados de la Europa del Este que el pasado sábado se han convertido en miembros de la Unión Europea. Hughes dimitió con mucha dignidad en la Cámara de los Comunes, desde los bancos del Gobierno, rodeada de un grupo de colegas que la escuchaban haciendo signos de solidaridad y que daban la impresión de considerarla un chivo expiatorio. Y nunca mejor dicho. Beverley Hughes ha sido acusada de haber gestionado con ligereza su ministerio y de haber permitido que algunas embajadas británicas concediesen visados con excesiva generosidad a ciudadanos de la Europa oriental.

Con suma probabilidad dimitió para evitar que la onda expansiva de la indignación popular, bien orquestada por la oposición conservadora, afectara al Gobierno de Tony Blair. Así se cortan por lo sano los tumores en Gran Bretaña. Si el Gobierno corre el riesgo de tener que dedicar una buena parte de sus energías a una desgastadora y paralizante batalla política, el primer ministro pide al ministro responsable que presente su dimisión en un acto de lealtad que será reconocido y recompensado más tarde.

Los visados concedidos con excesiva generosidad conciernen especialmente a dos países balcánicos (Bulgaria y Rumanía) y, por lo tanto, no parece que tengan nada que ver con la ampliación de la Unión, dado que Sofía y Bucarest sólo entrarán en ella a partir del año 2007. Es decir, el caso no habría estallado y no habría provocado la dimisión de la ministra si la prensa sensacionalista británica no viniese diciendo a sus lectores desde hace meses que el Reino Unido corre el riesgo de ser invadido a partir del 1 de mayo.Y el problema no sólo es británico.

Beverley Hughes es la primera víctima de un asunto que aflige a toda la Unión y que se torna cada vez más grave por la diversa forma en que es percibido en la vieja y en la nueva Europa. Se trata del problema de la libre circulación, una de las cuatro libertades (de dinero, de mercancías, de servicios y de personas) en las que se apoya el edificio de la UE. Y que tiene una historia que vale la pena recordar a grandes rasgos.

El caso sale a la luz en la última fase de las negociaciones de la adhesión, cuando la Alemania de Gerhard Schröder -el país que en los años 90 había luchado más por la ampliación de la Unión- pide que se le autorice a limitar, durante algunos años, la entrada de inmigrantes, sobre todo de inmigrantes polacos.Polonia intentó resistir, pero obtuvo compensaciones en otros campos -el tratado es un complicado compromiso entre concesiones recíprocas- y el texto final prevé que todos los miembros de la Unión puedan posponer la libre circulación por un periodo máximo de siete años.

Parecía que Alemania y Austria iban a ser los únicos países en aplicar la moratoria, pero la ampliación se va a efectuar en un momento crítico. La economía no crece, la tasa de paro sigue siendo alta, los partidos xenófobos gozan de un cierto apoyo popular, el terrorismo preocupa y el miedo al extranjero no hace distinciones de piel o de lengua. En este pésimo clima, muchos países han decidido adoptar la cláusula para los dos primeros años previstos en el acuerdo.

Italia vacila porque sabe que, a pesar del estancamiento económico, la inmigración eslovena es necesaria como agua de mayo para la industria del Noroeste. Irlanda permanece fiel al principio de la libre circulación y Gran Bretaña, tras haber resistido durante algún tiempo en posiciones liberales, termina por decantarse por una solución de compromiso: abrirá las fronteras, pero se negará a aplicar durante un par de años a los trabajadores de la nueva Europa los beneficios de su Estado del Bienestar.

Mientras los alemanes temen a los polacos, los ingleses, a juzgar por el tono de su prensa sensacionalista, parecen atemorizados ante una eventual invasión de gitanos.

¿Existe en la Europa ampliada un problema gitano? De los 12 países que van a entrar en la Unión hasta 2007, cinco de ellos tienen una numerosa comunidad cíngara. Según estadísticas más o menos fiables, serían unos 50.000 en la República Checa, 400.000 en Hungría, 500.000 en Eslovaquia, 330.000 en Bulgaria y 600.000 en Rumania. En total, grosso modo, en torno a los dos millones.Siempre con cifras aproximadas.

En Eslovaquia, donde el recorte del gasto público privó a los gitanos de algunas ayudas sociales y provocó desórdenes, muchos gitanos, a la hora de censarse, se declaran eslovacos o húngaros.En la República Checa representan un pequeño porcentaje de la población, pero el suficiente para que, hace unos años, los habitantes de una pequeña ciudad construyesen un muro para mantenerlos a distancia. Y en los demás países no es nada fácil poder contarlos, dado su peregrinar de campamento en campamento.

Cuando los tabloides ingleses se adueñaron del argumento, hasta la BBC, en un bello documental sobre Eslovaquia, se vio obligada a ocuparse del problema y envió a sus periodistas a una región en la que hay muchos cíngaros. Con un espectáculo nada edificante.En las barracas los niños van desnudos y sucios, los hombres no trabajan y las mujeres se ocupan de los hijos y de todas las tareas del hogar. Es verdad que hay casas populares, construidas por el régimen comunista cuando intentó impulsar la sedentarización, como dicen los sociólogos, empleándolos en los kombinat, donde se trabajaba el acero y se construían tanques.

Pero hoy las fábricas están cerradas, los subsidios se han recortado drásticamente y las casas populares decaen desvencijadas por sus propios inquilinos, que sobreviven vendiendo el aluminio de sus ventanas o los ladrillos de sus muros. Entre todos los perdedores de la gran transición del comunismo al mercado, los gitanos son los que se encuentran en peores condiciones. Son poco queridos, están poco instruidos, mal organizados y además son insensibles al ambiente nacional en el que viven en cuanto al orden, la limpieza o el respeto por las convenciones sociales.

Esta es la libre circulación vista desde Occidente. Pero basta cruzar la frontera entre las dos Europas y cambiar la perspectiva para darse cuenta del impacto negativo que la cláusula de los siete años ha tenido sobre las sociedades de los nuevos países miembros. Toda la gente con la que he hablado durante mi viaje por dichos países la considera una discriminación intolerable, un signo de la desconfianza y de la arrogancia con las que los antiguos países de la Unión miran por encima del hombro a sus primos pobres de la Europa central y oriental.

Y sus gobiernos están preocupados. Tras haber conquistado el consenso de los electores al ingreso en la Unión, temen ser arrastrados por una reacción de indignación y de orgullo herido. Algunos gobiernos ya han anunciado que podrían utilizar la cláusula de los siete años para aplicar las mismas limitaciones a los trabajadores procedentes de la Europa de los 15. Aun a costa de que tales trabajadores sean, en este caso, comerciantes, banqueros, pequeños empresarios y que tal medida perjudique a quien la toma más que a quien la padezca. Pero como todo el mundo sabe, los despechos no son racionales.

Queda por ver si los nuevos europeos tienen realmente ganas de emigrar hacia el oeste. En un articulo publicado en The Herald Tribune del 21 de enero, Doreen Carvajal escribe que los institutos especializados europeos trabajan con previsiones tranquilizadoras.Según un instituto holandés, el número de los inmigrantes que llegarán a los Países Bajos entre 2004 y 2006 no superará los 10.000. Según un estudio de la University College de Londres, los inmigrantes oscilarán entre un mínimo de 5.000 y un máximo de 13.000 al año.

Unas cifras que no le vendrían nada mal a la Europa occidental para colmar sus propios déficits demográficos y pagar con sus contribuciones de hoy las pensiones de mañana. Según un instituto alemán, tal y como recuerda Doreen Carvajal, Alemania puede mantener su población actual sólo si atrae 242.000 inmigrantes al año hasta 2020.

Tanto es así que es posible que la economía alemana quiera buscarlos en el mercado laboral de los nuevos europeos sin encontrarlos.En 1985, cuando España y Portugal entraron en la Comunidad Europea, el miedo a la invasión se vio rápidamente desmentido por los hechos. Mientras antes españoles y portugueses habían buscado trabajo en países más prósperos, tras 1985 decidieron quedarse en casa y crearon el milagro ibérico de los años siguientes.

Un fenómeno que podría volver a repetirse tras el 1 de mayo si la ampliación acentuase la deslocalización de las empresas occidentales hacia los nuevos países miembros. En un discurso pronunciado en Berlín hace unos días, el canciller Schröder dijo que la reducción de las cargas fiscales en los nuevos países de la Unión configura una especie de competencia desleal. Se sirven de los fondos de la Unión para financiar sus infraestructuras y recortan los impuestos para atraer a las empresas de sus socios más ricos.

No se equivoca Schröder. Pero, tras haber pedido y conseguido la cláusula de los siete años debería lanzarse reproches a sí mismo y decidir cuál de las dos posturas, emigración o deslocalización, le parece más peligrosa. Cerrar las puertas al mismo tiempo a los trabajadores que quieren entrar y a las empresas que quieren salir no es razonable y, además, es imposible.