Por Semih Vaner, director de investigación del Centro de Estudios e Investigaciones Internacionales (París) y director de Cahiers d'études sur la Méditerranée orientale et le monde turco-iranien (EL PAÍS, 12/03/03):
La crisis iraquí no podía llegar en peor momento para el AKP (Partido de la Justicia y el Desarrollo), que ganó de forma clara las elecciones legislativas del 3 de noviembre pasado en Turquía. Con una cómoda mayoría que podía traer consigo una estabilidad parlamentaria y, llegado el caso, política -que tanta falta hacía desde hacía 40 años-, tenía la intención de demostrar al mundo entero que el islam y la democracia son perfectamente conciliables (sin que se confundan los registros, como hacemos en Francia, bien por temor o para tratar de desacreditar a quienes llamamos abusivamente los "islamistas"); y que, por consiguiente, podía perfectamente ser "musulmandemócrata", igual que en Roma o en Múnich se dice "cristianodemócrata" para designar a una tendencia política. También pretendía, al hacer entrar en el Parlamento a su jefe indiscutible, Recep T. Erdogan (el 9 de marzo, tras una elección parcial), abordar los numerosos problemas sociales y económicos existentes en el país. En el plano de la política exterior, probablemente contemplaba, sin renunciar a la perseverancia en la solicitud de ingreso en la Unión Europea, sin olvidar el mundo de habla turca del Cáucaso meridional y de Asia Central y sin ocultar las crisis de los Balcanes, acercarse más a sus vecinos árabes y tal vez a los iraníes, con los que muchos malentendidos han causado tantos estragos en las últimas décadas, debidos también a las susceptibilidades y bloqueos del mundo árabe.
Porque, en efecto, más que con la UE y las repúblicas de habla turca, es con este área cultural y geográfica con la que el nuevo poder podría efectuar con el tiempo algunos cambios significativos en relación con una determinada visión rígida del kemalismo, evitando el planteamiento del "club musulmán", caer en numerosas trampas y olvidar la realidad de la existencia del Estado de Israel. Ciertamente, la puerta es estrecha para Turquía, ya que se ve limitada al papel de leal "socio estratégico" (especialmente maltratado por Europa y dejado de lado por la OTAN cuando esta última considera algunos compromisos demasiado arriesgados, como también demuestran sus bandazos de estas últimas semanas) para defender una vez más los intereses y la seguridad occidentales en la región.
Pero ¿cómo hacer ahora para plantar cara al imponente Tío Sam, a "la asociación estratégica", sobre todo porque Bruselas, en su acepción política y militar, se muestra voluble, indecisa, incluso sin credibilidad? ¿Cómo interpretar la reciente negativa del Parlamento de Ankara a que las tropas estadounidenses sean estacionadas en suelo anatolio, incluso al envío de soldados turcos al norte de Irak, pese a que no sea imposible que una versión edulcorada de la moción sea aprobada por la Asamblea, e incluso posteriormente ratificada por el presidente de la República? Una cosa es segura: la inquietud de la opinión pública, y también del Estado, es grande.
Lo queramos o no, Turquía, en el marco de las múltiples pertenencias debidas a la geografía y a la historia, es un actor importante en Oriente Próximo, mucho más concernido que Estados Unidos o el Reino Unido. Sería poco legítimo pedirle que sirviese a los intereses occidentales en la región en una situación de guerra (suponiendo que ésta sea legítima), y que no se implicase en absoluto. De todas maneras, aunque quisiera permanecer al margen, no lo lograría. Sea como fuere, la implicación de una manera u otra de Turquía en la guerra correría el riesgo de tener repercusiones en sus relaciones con el mundo árabe y musulmán. Pero llegará un momento en que las convergencias estratégicas con EE UU no serán tan evidentes. Tomemos la cuestión kurda. No es un secreto para nadie que Washington no es forzosamente hostil a un desmantelamiento de Irak (por consiguiente, la formación de una entidad kurda sería bienvenida); una evolución así también sería bien recibida para desestabilizar a Irán, el otro eslabón del eje del mal; por último, la formación de un Estado kurdo le permitiría jugar esta carta en la región, sobre todo si este último escapa al dominio de Turquía, Irán y Siria, y se muestra dócil con EE UU. Queda la hostilidad turca a dicha eventualidad. Es algo que para los estadounidenses cuenta. Perder a un aliado les privaría peligrosamente de un apoyo en la región, en el sentido más amplio del término. Pero ¿en qué medida las nuevas dinámicas no les llevarían a tomar en consideración los tres primeros puntos en vez del cuarto?
Por otro lado, una ofensiva militar corre el riesgo de provocar, antes que nada, una catástrofe humanitaria para centenares de miles de civiles (500.000, según los cálculos aproximados de la ONU) en el norte de Irak y, por consiguiente, una afluencia de refugiados para la cual Turquía no está preparada, sobre todo en estas regiones montañosas, con el rigor del invierno, con el riesgo además de tener que soportar más tarde reproches por su "insuficiencia" en materia de asistencia humanitaria. La población del sureste de Anatolia se siente asimismo amenazada por las armas biológicas y químicas que pudieran ser utilizadas contra ella a modo de represalia por el régimen de Bagdad. No es improbable que, al igual que en 1991, cuando el primer presidente Bush abandonó a su suerte a cientos de miles de kurdos que habían buscado refugio en Turquía, nos encontremos de nuevo ante problemas humanitarios muy complejos. La Operación Anfal ("botín" o "pillaje de infieles"), llevada a cabo en los años ochenta, y las imágenes insoportables de Halabja también están presentes en la memoria. Ankara teme que las armas que serán proporcionadas a los peshmergas se vuelvan en su contra y que la guerrilla del PKK (apoyada y manipulada hasta fecha reciente en el plano político y logístico por Siria y Grecia) reanude su actividad; por no hablar del Ansar al Islam del mulá Mohammed Hassán, organización kurda que se oculta en la región fronteriza irano-iraquí, de inspiración musulmana radical (2.000 militantes entrenados, al parecer, por los talibanes) y, en segundo plano, el contrabando, las alianzas tribales, los vuelcos, los cambios súbitos, un juego regional, etcétera.
El Partido Democrático del Kurdistán de Masud Barzani (que controla la región de Dohuk y Erbil) y la Unión Patriótica del Kurdistán de Djamal Talabani (que controla Suleymanieh), fuerzas político-militares establecidas a nivel local, probablemente se enfrenten, por una vez, al mismo dilema que el Gobierno turco: que la guerra provoque la caída del régimen de Sadam Husein ampliando la autonomía del Kurdistán iraquí o que corra el riesgo de afectar especialmente a la población civil kurda. Por último, en el plano económico, recordemos que, antes de la guerra del Golfo, Irak era el primer cliente de Turquía, y las pérdidas sufridas por esta última a consecuencia de esta guerra se calculan en 40.000 o incluso 50.000 millones de dólares. Uno de los medios de presión más eficaces es, en estos tiempos duros para la economía turca, precisamente el ámbito financiero: la renovación de los créditos del FMI depende en gran medida de Washington. La prolongación del conflicto tendría unas consecuencias nefastas para la economía turca al reducir de forma sustancial el comercio trasfronterizo (más importante de lo que dan a entender las estadísticas oficiales de Naciones Unidas): la notable caída de los ingresos turísticos, una degradación del equilibrio comercial provocada por el alza de los precios del petróleo que incrementa a su vez la factura de las importaciones de crudo, pero que también crearía presiones inflacionistas en el plano interno. Según los diversos cálculos, el coste de un conflicto armado en Irak se elevaría para Turquía a 15.000 millones de dólares.
La estabilidad de este país, con una sociedad abierta, en evolución democrática, que muchos de los que pescan en río revuelto, incluso en las capitales occidentales, desconectados de las realidades locales, pretenden desestabilizar -sin prestar la más mínima atención a la suerte, entre otros, de los kurdos en los regímenes autoritarios de Oriente Próximo, como Irak, Irán y Siria-, es indispensable para la estabilidad de la región. Pero, como en el debate sobre la ampliación de la UE, que margina, por no decir que excluye, Turquía se encuentra hoy frente a un Irak imprevisible, por un lado empujada a la guerra y por otro lado abandonada a su suerte.