La quimera transhumanista

A pesar de haber sido un brillantísimo científico, Julian Huxley es mucho menos conocido que su hermano Aldous. Biólogo, humanista y escritor, Julian fue un convencido darwinista que trabajó en la síntesis de las teorías de la selección natural con las mendelianas de la herencia. Fue el primer director general de la Unesco y un gran impulsor de la popularización de la ciencia. Y es al ilustre Julian Huxely a quien debemos el término transhumanismo, acuñado en los años 50, para expresar la ambición de que los seres humanos pueden mejorar, y llegar a transformarse, utilizando los avances científicos y tecnológicos.

Pero, aunque el término fuese inventado hace decenas de años, el transhumanismo como ideología se viene desarrollando de manera pujante desde hace tan solo unas tres décadas. Hoy este concepto agrupa a unos movimientos intelectuales que propugnan el desarrollo y la utilización de todas las tecnologías que puedan ayudar a incrementar el rendimiento físico, mental e intelectual de los humanos. El proceso conduciría a una auténtica transformación o superación de la condición humana para llegar a producir unos seres posthumanos.

La quimera transhumanistaVemos que el transhumanismo contiene pues ecos del superhombre de Nietzsche y que recibe una herencia de mitos históricos como el elixir de la vida. Su relación con la eugenesia siempre ha sido un tanto ambigua; si bien el propio Huxley defendía algunos usos de este tipo, los atroces excesos nazis llevaron a un movimiento de oposición generalizado hacia estas prácticas.

Pero el eugenismo puede ser hoy mucho más sutil gracias a la ingeniería genética. Manipulando los genes humanos se puede evitar la progresión de enfermedades de origen genético como, por ejemplo, las que se derivan de la falta de defensas ante infecciones. Las vacunas de ARN desarrolladas en pocos meses contra el coronavirus también están basadas en técnicas de ingeniería genética. Es decir, muchas prácticas de cortar y pegar genes, las técnicas CRISPR, las modificaciones de moléculas de ADN y de ARN, dan lugar a potentes terapias y ayudas en el campo de la medicina.

Pero, una vez que se dispone de tales herramientas, puede llegar a ser muy tentador servirse de ellas para realizar una auténtica selección artificial que corrija y mejore la selección natural. Es decir, para desarrollar técnicas de eugenesia que conduzcan a la modificación de la especie humana. En el límite se puede llegar a pensar en sintetizar moléculas de ADN o incluso sintetizar nuevos modos de vida. Decenas de millones de euros se han invertido ya en desarrollar la tecnología para producir células sintéticas en el laboratorio, siguiendo las ideas del biólogo Craig Venter.

Obviamente, la ingeniería genética no es la única tecnología en el punto de mira de los transhumanistas. Esta utopía nos obliga a reconsiderar la relación del hombre con las máquinas, con los robots y, en términos más generales, con la inteligencia artificial. La capacidad para manejar grandes conjuntos de datos (big data), los métodos de computación mediante redes neuronales y otras prestaciones ofrecidas por los ordenadores podrían servir para conseguir una extensión de la inteligencia humana, contribuyendo así a la transformación.

El sueño transhumanista también considera la integración de la cibernética en el cuerpo humano. Los oídos y ojos biónicos, las prótesis de piernas y brazos, y toda una serie de dispositivos artificiales (como chips electrónicos) conectados al sistema nervioso y finalmente al cerebro, pueden hacer superar las discapacidades y contribuir a la creación del ideal posthumano.

Con estas tecnologías al alcance de la mano, varios gurús proclaman el gran auge del movimiento transhumanista y anuncian que el ser humano podría vivir varios siglos, o incluso abolir la muerte. La escritora y diseñadora estadounidense Natasha Vita-More, autora del Manifiesto transhumanista, examina todas las opciones posibles para la extensión de la vida, con énfasis en la preservación criogénica. El gerontólogo británico Aubrey de Grey multiplica sus apariciones en los medios de comunicación defendiendo todo tipo de hipótesis para lograr la longevidad. El inventor estadounidense Raymond Kurzweil, impulsor de la Universidad de la Singularidad en Silicon Valley, consagra sus esfuerzos a elaborar dispositivos que integren la comunicación de los humanos con las máquinas.

En torno a estos y otros gurús, hay toda una serie de empresas interesadas por la comercialización de estas ideas. Alphabet Inc., la multinacional que agrupa a Google y sus varias empresas de servicios (como Google Maps y Gmail), tiene un gran interés en la biotecnología, con la empresa Calico consagrada exclusivamente a la salud humana «mediante la superación del envejecimiento», Deep Mind a la inteligencia artificial, y otras interesadas por el desarrollo del Internet de las cosas (la integración de la web con diferentes dispositivos mecánicos). Eliminar la enfermedad, conseguir la salud perfecta, aumentar las facultades humanas, posponer –e incluso abolir– la muerte, son claramente ideas inspiradoras de grandes negocios.

Sin embargo, muchas ideas implícitas en el transhumanismo me parecen potencialmente peligrosas. En primer lugar, me repele su negación de lo que consideramos y percibimos como natural cuando observamos el mundo biológico. En la naturaleza, vida y muerte siempre van juntas, no puede concebirse la una sin la otra, son conceptos indisociables. El transhumanismo apunta hacia una longevidad extendida de manera indefinida, una especie de eternidad que no vemos en los seres vivos, ni siquiera en los fenómenos del universo.

Se podría argumentar que la longevidad humana que se pretende es de, por ejemplo, unos siglos. Pero los tranhumanistas no nos explican cómo estaría articulada una vida humana de siglos, cuánto durarían las diferentes fases de la vida: infancia, adolescencia, madurez, senectud. No sabemos si estas etapas tendrían duraciones similares, o si los seres posthumanos serían ancianos durante la mayor parte de su vida, esto es, durante siglos. Ahora cada etapa la construye el ser humano a partir de las anteriores, de acuerdo en gran medida con sus decisiones y su forma elegida para vivir; no comprendo si, en los posthumanos, estas etapas vendrían determinadas por la aplicación de las diferentes técnicas de consecución de la longevidad.

También pienso en los conflictos intergeneracionales que podrían surgir entre los posthumanos. No está claro cómo esos seres longevos se reproducirían, si los que han conseguido ese privilegio de una vida tan extensa dejarían oportunidades a otros que viviesen menos. En el movimiento transhumanista veo tintes egoístas. Las altas tecnologías que se precisan para lograr la transformación de los humanos solo estarían al alcance de unos pocos. Los transhumanistas parecen no preocuparse de la humanidad en su conjunto y parecen querer crear una élite que se adueñaría del mundo.

Reconozco y valoro el avance científico y tecnológico. Me entusiasma su capacidad para mejorar la calidad de vida y para alargar la esperanza de vida para la humanidad en su conjunto. Pero también creo que este desarrollo, tan acelerado en nuestros días, debe ir acompañado por un desarrollo de los valores morales que son propiamente humanos. La ciencia debe permanecer sensata en sus aspiraciones. Por supuesto, el progreso no debe ir demasiado despacio, pero tampoco excesivamente aprisa, pues las prisas no nos permitirán calibrar el alcance y las implicaciones de los nuevos inventos y de los desarrollos tecnológicos. No conviene atropellarse. Por utilizar las palabras de uno de los gurús transhumanistas citados antes (Ray Kurzwell), «inventar se parece mucho a hacer surf: hay que anticiparse y pillar la ola en el momento justo».

Hay quien afirma que el transhumanismo es un tipo de humanismo. En ese caso, la utopía posthumana debería poner más énfasis en los valores propiamente humanos como la generosidad, la solidaridad y la fraternidad. Basándonos en estos principios, y apoyándonos en la potentísima ciencia actual, podríamos construir una sociedad planetaria que podría ser mucho mejor, más equitativa y justa. Es algo que podemos hacer desde este mismo instante, sin esperar a alardes tecnológicos que podrían ahondar la profunda brecha que separa a las naciones opulentas de las más modestas.

Rafael Bachiller es astrónomo, director del Observatorio Astronómico Nacional (IGN) y autor de El universo improbable.

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