La Quinta Columna

Probablemente corresponda al general franquista Emilio Mola la invención de la expresión «quinta columna», para referirse a los aliados infiltrados tras las líneas enemigas: fue en Madrid, en 1934, con la ciudad rodeada por cuatro ejércitos nacionales. La quinta en este caso era ficticia, una estratagema de propaganda destinada a desestabilizar el bando republicano. Si hacemos caso de una crónica reciente de la revista británica que recurre a esta metáfora, Vladímir Putin dispondría desde ahora, en el seno de la Unión Europea, de una especie de quinta columna. Esta no sería militar, sino ideológica, dispuesta a defender la Rusia de Putin de las tentativas europeas y estadounidenses, las de la Unión Europea y la OTAN, de democratizar Rusia y reprimir sus agresiones, directas o indirectas, contra los países vecinos. Según esta fuente, la cuarta parte de los parlamentarios europeos elegidos en las últimas elecciones está a favor del putinismo y se muestra hostil hacia las sanciones económicas contra Rusia y hacia toda clase de apoyo militar a Ucrania.

Una cuarta parte de prorrusos es algo que me parece un tanto excesivo: solo se alcanza esa cifra si se suman los partidos nacionalistas –el Frente Nacional en Francia, Jobbik en Hungría, y los partidos de corte étnico finlandeses, flamencos, austriacos y lombardos– a los anticapitalistas y antiestadounidenses como el español Podemos y el griego Syriza. ¿Es cierto que Putin se encuentra en el centro de una tela de araña ideológica, como lo estuvieron sus predecesores soviéticos, relevados en su momento por los partidos comunistas nacionales? La comparación no me parece legítima: la discontinuidad se impone. El comunismo fue un modelo con aspiraciones universales que estaba por encima de las identidades nacionales y las particularidades locales. El putinismo no es más que una ideología basada en el rechazo: los aliados circunstanciales de la actual Rusia de Putin comparten su exaltación de la identidad nacional, claramente mítica, la hostilidad hacia un capitalismo que perciben como «estadounidense», el odio hacia los inmigrantes y el amor por unos «valores» considerados tradicionales, como el respeto a la autoridad del jefe, el padre, el sacerdote y el marido. Las diatribas de Putin contra los homosexuales gustan a sus admiradores europeos, a la extrema derecha sobre todo, pero su machismo despechugado y lleno de bótox no es, a pesar de todo, el equivalente de la revolución proletaria. Hay un elemento, a veces mencionado, que tienen en común la Rusia de hace poco y la de hoy que merecería un trabajo de documentación más riguroso: Putin financia a sus aliados igual que el Comité Central soviético, antes que él, financiaba a los partidos comunistas locales. De hecho, un banco ruso acaba de prestar diez millones de euros al Frente Nacional francés. Es asimismo factible que algunos movimientos ecologistas de Europa occidental cuenten con la ayuda de Rusia para formar un frente común contra la energía nuclear y la explotación del gas de esquisto: ambos debilitan a Gasprom, del que vive el Estado ruso. Recordemos que, durante las décadas de 1970 y 1980, la Unión soviética financiaba a los pacifistas alemanes para que se opusiesen al despliegue de los misiles estadounidenses. Y si nos remontamos aún más en el tiempo, a la época de los zares, Alejandro III pagaba a los periodistas franceses para que incitasen a sus lectores a apoyar la alianza francorrusa. Los rusos, desde siempre, saben que en Europa se compra todo o casi todo, empezando por las conciencias.

En los albores del putinismo, lo convenido era sonreír ante la megalomanía de este tirano de una Rusia empobrecida y envejecida; pero tras el aplastamiento de los chechenos y la anexión parcial de Georgia y Ucrania, conviene inquietarse. La prioridad de Putin no es la felicidad del pueblo ruso, como tampoco lo fue la de Breznev: la URSS, en su momento, también era una «potencia pobre». Se puede comprobar que el presupuesto militar ruso se ha multiplicado por tres desde 2007, y que el recurso a un ataque nuclear inicial sigue figurando en el manual estratégico ruso. Con el paso del tiempo, el proyecto putiniano se muestra con más claridad: no consiste en reconstruir exactamente la URSS, como a menudo se piensa, sino en rodear Rusia de un conjunto de naciones fragmentadas y debilitadas que se extendería desde Asia central hasta los países bálticos. ¿Constituirían estos la prueba final a la que se enfrentaría el putinismo? En principio, una agresión contra ellos desencadenaría una represalia militar automática de la OTAN. ¿Pero podría Putin sembrar el desorden en el interior de los países bálticos apoyándose en las quintas columnas prorrusas de Estonia y Lituania? ¿Reaccionaría ante esto la OTAN? No está claro, ni sería algo automático.

Por eso, Putin es muy peligroso: no es tanto su ideología, ese batiburrillo machista, lo que amenaza a Europa, sino la violencia militar rusa, a manos de la cual mueren los ucranianos por millares ante nuestros ojos. La reacción occidental ha sido, hasta ahora, extraordinariamente poco enérgica, como si los europeos y los estadounidenses no se terminasen de creer que Putin es putiniano. Sin embargo, la historia nos enseña que las megalomanías hay que tomárselas en serio; también nos enseña que las lecciones de moral y las sanciones económicas no disuaden a quienes son proclives a las decisiones militares impulsivas y oportunistas. La Rusia de Putin ha entrado de hecho en guerra contra Europa; los europeos se niegan a admitir que es una guerra y se dejan llevar por el espíritu de Múnich. Llegados a cierto punto, todo se decidirá en Washington. La OTAN está actualmente paralizada por la indecisión de Barack Obama. Pero quienquiera que sea su sucesor, pondrá en marcha a la OTAN para detener el avance ruso; republicanos y demócratas se pondrán de acuerdo sobre este imperativo. En consecuencia, a Putin le quedan algo menos de dos años para conquistar el máximo territorio posible: en el este de Europa, estos dos próximos años van a ser peligrosos.

Guy Sorman

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