La quinta columna de Javier Muguerza

Cabe hablar de legados de Javier Muguerza. Así se hizo en una amplísima y fructífera reunión de filósofos recientemente en la Residencia de Estudiantes. Quiso a la residencia de la Colina de los Chopos como una segunda casa. Sus legados personales y filosóficos fueron muchos. A una soberbia introducción a la filosofía analítica le sucedió una excelente reflexión sobre el “giro lingüístico”. Sus libros La razón sin esperanza y Desde la perplejidadson aportaciones imprescindibles. Pero nunca dio lecciones desde ninguna segura atalaya. Muguerza no se replegó en un determinado saber filosófico que le permitiera ser una “autoridad” en la materia. Quizás lo que más caracterice al filósofo sea un nomadismo que le lleve a los debates y a los problemas mundanos sin fortificarse como especialista. Por encima de la dificultad técnica que se les atribuye a los filósofos, Muguerza habló con todos y no se enmascaró tras un lenguaje abstruso. Recordemos el rigor de Sócrates para desnudar a pedantes y demandar “breve elocuencia” a los que enredaban demasiado el diálogo. Muguerza, sin quererlo, acabó siendo maestro en todas las materias filosóficas que practicó. Pero Wittgenstein, Apel, Habermas o Rawls no le sirvieron de comodín académico. Más bien, hizo gala de un corrosivo humor. Ironizó con la motejada “comunión de los ángeles” dirigida a Rawls, si la comunidad de filósofos se excedía en condiciones ideales de racionalidad. Una reunión de individuos con problemas reales era, para él, mejor punto de partida. En septiembre de 1985, estaba en Santander discutiendo con los colegas mexicanos, principalmente, hasta que el terremoto de Ciudad de México obligó primero a vivir y después a filosofar. En una desolación sin noticias consoladoras de la catástrofe, Muguerza demostró su gran talla moral.

Fue maestro en la elocuencia y en la soberbia escritura. Pocas páginas filosóficas fueron tan brillantemente escritas como su Carta a Alicia Axelrod-Korenbrot. Nos llevaron a pensar que se trataba de un personaje novelado hasta descubrir su autoría real de Maimónides filósofo (1981). Su inconfundible aliño —trenca sobre los hombros, famosas carpetas de gomas y manuscritos— fue su más noble indumentaria para todos los que deseábamos acercarnos a la filosofía. Dio autoestima a quienes empezábamos o a quienes, razonablemente, huían de toscos maestros insoportables. A la vez, trazó puentes fortísimos con el exilio filosófico iberoamericano. Con él, se pierde una manera de estar en el mundo como profesor y filósofo tan fresca y memorable como la de sus maestros José Luis López Aranguren y Felipe González Vicén. Con ellos, desapareció una especie.

Pero ya en 1990 y, más acuciantemente, en 1999, Muguerza tenía auténtica urgencia por referirse a La lucha por el derecho, de Von Ihering. Parecía fascinado por el romanista alemán. Observé tenacidad en su exposición. Defendía una visión conflictual del derecho —agónica— y no pacífica —irenista—. El primer derecho es el derecho a tener derechos y, a lo largo, de la historia sólo los tuvo quien luchó por ellos, decía. Muguerza volvía al maravilloso Michael Kohlhaas del romántico Heinrich von Kleist, traducido por Felipe González Vicén. Rememoraba la lucha del campesino que, humillado, se convierte en hombre de la guerra contra el poder establecido. El libertario Muguerza sabía que una lucha a muerte era inhumana. Pero no desechaba las implicaciones revolucionarias de la desobediencia y la resistencia como lucha por el derecho.

Esta visión agónica del derecho le llevó a una particular reivindicación de la disidencia. Los derechos humanos son conquistas históricas que proceden de los disidentes, subrayaba. Ellos exploraron condiciones de vida más justas y custodiaron los derechos conseguidos. Los derechos humanos no son el triunfo de mayorías, sino de minorías sacrificadas, destacaba. En esta última etapa, Muguerza formuló una fundamentación negativa de los derechos humanos. Estos se basan en el derecho a decir que no. Reveló las insuficiencias de la racionalidad pública defendida por Rawls y Habermas. Por demócratas, acatamos la decisión venida de voluntades mayoritarias. Pero la voluntad mayoritaria puede ser injusta y falsa, decía. Además, no hay consenso que nos incluya a todos. Aquí surgía, para él, el espacio moral minoritario de la disidencia. Disidentes en busca de justicia podemos ser todos. Los ciudadanos podemos ser los mejores garantes e impulsores de los derechos humanos, señalaba. Al final, Muguerza acentuó la “discordia concorde” en vez de la “concordia discorde”. En tiempos de recortes y retrocesos, nos falta su interlocución activa.

Muchos filósofos poseyeron un pensamiento oral. Los neoplatónicos preferían ver al discípulo. Según fuera, le contaban una u otra cuestión. El sentido de la filosofía antigua era facilitar una forma de vida. Se requería un cara a cara. Javier Muguerza también tuvo una filosofía no escrita. Utilizaba, en algunos contextos, un concepto común: quintacolumnismo. Era elogioso. Transformar profundamente la filosofía española franquista, sin desfallecer en su padecimiento, es uno de sus legados. Extendió este quintacolumnismo entre todos y por doquier.

Julián Sauquillo es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor de La reforma constitucional. Sujetos y límites del poder constituyente (Tecnos, 2018).

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