La rabia poderosa

No es solo que en México, hace un mes, el novio de Ingrid Escamilla la haya asesinado de la manera más brutal; es que a los directores de dos medios mexicanos les pareció conveniente publicar las fotos de su cuerpo desollado y descuartizado. Es también que lo mejor que se le ocurrió decir al presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, a raíz del grotesco asesinato fue que se ha manipulado mucho sobre este asunto en los medios.

No es solo que un hombre diga que las mujeres denuncian el acoso nada más si viene de una persona fea. Es que eso lo dijo hace un mes el presidente de Ecuador. El que afirmó que cualquier famoso puede manosearle sin problema los genitales a cualquier mujer (Grab’em by the pussy) es el presidente todavía impune de Estados Unidos. Y nosotras, que somos las recipientes de tanta ofensa, nos retorcemos una vez más de rabia impotente.

La rabia poderosaHoy, 8 de marzo, que celebramos a las mujeres, alabemos en cambio la rabia poderosa. Hoy saldrán a marchar y a gritar por las calles mujeres del mundo entero, a llamar por su nombre a los políticos, los manoseadores, los asesinos, los manoseadores solapadores de los asesinos, y a los que se hacen los que no ven frente a tanto crimen horrendo. Seguramente habrá entre las manifestantes de esta jornada quienes griten improperios, pinten grafitis en los muros sagrados de alguna institución y, peor todavía, rompan algunos vidrios y pintarrajeen de rojo las puertas de los fortines del poder. Y entonces los mismos dirigentes y poderosos que se mofan de las mujeres violadas diciendo que tendrían que haberse tapado más, se persignarán ante el espectáculo de las mujeres en rebelión, menearán la cabeza afligidos, les llamaran violentas y les advertirán de que está bien que protesten, pero que no se pasen.

Ante falta tan contundente de ideas, a cualquiera le pueden dar ganas de pasarse y lanzarse de cuerpo entero contra las puertas del castillo. Aún no puedo escribir sobre el asesinato de Ingrid Escamilla o la niña Fátima en mi país, México, sin que cada palabra me salte mal tecleada a la pantalla, tanto se me descompone el cerebro. Y sin embargo México no es, ni con mucho, el país con mayor número de asesinatos de mujeres. Vean si no las cifras para El Salvador, Bolivia y todo el Caribe. Lo que ocurre es que las jóvenes mexicanas, solidarias, enfurecidas, violentas (sí, es de risa) han emprendido una campaña rabiosa de protesta y escándalo. Y han logrado que López Obrador haga algún intento por modificar su discurso a favor de las mujeres asesinadas, y que los medios que publicaron las fotos de Ingrid Escamilla pidan perdón.

Aun así, todavía son muchas (¿la mayoría?) las mujeres adultas que desconfían de estas jóvenes, y sobre todo del feminismo. (Uso la palabra como una especie de morral en el que caben todas las variantes del activismo a favor de conseguir la igualdad para las mujeres). Tienen profundamente arraigada la convicción de que una mujer pierde femineidad si no es dulce, conciliadora, leal con su hombre. Ser femenina es un don preciado, y temen que adoptar el feminismo las vuelva agresivas o —de nuevo la palabra— violentas.

Será por eso que a tantas mujeres les resulta imposible tomar en cuenta sus propios derechos y su propio cuerpo a la hora de votar. En los últimos años han sido electos por mayoría abrumadora —y habrán tenido gestiones abismales o más o menos buenas en otros aspectos— gobernantes como Trump, López Obrador, Jair Bolsonaro en Brasil, Evo Morales (el ahora expresidente de Bolivia, que pudo decir tranquilamente que cuando viaja a los pueblos quedan las mujeres embarazadas y en sus barrigas dice Evo cumple) o Silvio Berlusconi, procesado por prostitución de menores.

En realidad, si se le pregunta a un espectro de mujeres si están a favor de que se pague igual salario por igual trabajo, que haya una reforma laboral que tome en cuenta los requerimientos específicos de la maternidad, que se comparta el trabajo del hogar, que se combata la violencia contra las mujeres, etcétera, la mayoría estará a favor. Salvo el aborto, que resulta un tema difícil para absolutamente todas las mujeres, las otras demandas promulgadas por los movimientos feministas son tan razonables que hasta los hombres dicen que están de acuerdo, y la legislación de un buen número de países ya garantiza estos derechos. Y sin embargo, aquí estamos, con los feminicidios en aumento en casi toda América Latina, la brecha salarial en España por ahí del 30%, y la trata de mujeres pobres de los países del sur surtiendo los burdeles de los países del norte. En cuanto el apoyo al feminismo; serán muchos los que saldrán este domingo a marchar con las mujeres, y otros que no lo harán pero que apoyan. Sin embargo, son muchos más los que piensan lo que me dijo un hombre siempre amable y generoso conmigo: ¿feminismo?, eso depende de hasta dónde quieran llegar.

En la toma de conciencia de las mujeres siempre se comienza, o se termina, hablando de una misma; parece que para aceptar que las mujeres tienen que pelear por sus derechos, hace falta reconocer un daño propio. En mi caso, siempre consideré que mi vida, tan libre e independiente, concordaba perfectamente con los postulados del feminismo, y que no hacía falta más. Podría enumerar la veintena de momentos en que medio vislumbré que no era así, pero pongamos uno: el día que me di cuenta de que en la calle no alzaba nunca la mirada, por miedo a que enganchara con la mirada de otro, provocando así que inevitablemente me siguiera cuadras enteras algún macho, enfurecida e impotente yo, mientras él murmuraba galanteos inocentes, frases soeces, insultos, invitaciones, cuando no algún toqueteo que me obligaba a salir corriendo mientras él soltaba la carcajada. (A los 16 años, en Italia, padecí exactamente el mismo acoso). Mucho más tarde aprendí a plantarme y a retar a los tipos, pero a los 13, 14 años una no cuenta con esa fuerza.

A ese descubrimiento le fueron siguiendo muchos más: la lenta inhibición de la libertad del cuerpo que se encarga de imponer la familia; el desprecio que se les inculca a las jovencitas —en este caso, mis amigas— por la inteligencia y la ambición intelectual; el prestigio de la deseabilidad. En fin, fui entendiendo todo el daño que se le puede hacer a una mujer sin tocarla siquiera con el pétalo de una rosa, y me enojé.

Del enojo fui pasando al recuento de mis días, y de ahí, a lo que llevaba percolando desde hacía décadas, que fue burbujeando y brotando por todos lados y se llamó furia. Algunas mujeres que han pasado por el mismo proceso habrán salido a votar por primera vez en su vida. Yo escribí un libro. Otras saldrán a la calle este domingo, alborotadas y felices, un gran carnaval de mujeres que por fin se han concedido el permiso de sentir su propia rabia y gritarla. Celebremos, pues, ese logro.

Alma Guillermoprieto es premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2018. Su último libro: ¿Será que soy feminista? Editorial Ramdom House.

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