La Radio Pánica

Se sabe por el eco; un eco particular que Pavlov convierte en el acto en preludio de la frustración. También por las risas del público, que no debería estar ahí. Cuando uno enciende la radio y suena ese eco, esa reverberación de salón de actos con mesa alargada, tintineo de tazas, y mantel provisional, uno sabe que empiezan los problemas. Uno sabe que el programa ha viajado a la localidad más pujante de La Mancha, o a una luminosa pedanía extremeña. O a una fábrica de quesos. O a una bodega a setenta y dos kilómetros de ninguna parte. Uno sabe que el programa, sí, hará caja; que el alcalde ha alquilado la radio durante unas horas. Y que son buenas noticias para el lugar, como lo son para la emisora, que hará quichín (no sé cómo es el sonido de una máquina registradora) y hará clin y hará clan. El oyente lo ve de otra manera... Cuando la radio viaja a Murcia, o a Granada, o a Santiago de Compostela, el oyente (no sé si el ejecutivo lo sabe, pero yo, redundante, se lo cuento) da el programa por perdido. Cambia de emisora, en busca de pastos más verdes, o, si tiene el dial soldado con estaño, adopta esa postura que adoptan los mimos cuando mueren de tristeza, cuando bajan los hombros y miran tres metros por debajo del suelo, donde yacen los mimos muertos; y se dispone (el oyente, decía) a cruzar cuesta arriba el mar, sin ofrecer resistencia y sin remar tampoco: confía en la luna, confía en las mareas, confía en la inercia y confía en el reloj, que se mueve más despacio pero se mueve, porque sigue un horario. Los relojes siguen un horario, y se dice poco. Los relojes tienen un horario que cumplir.

La Radio PánicaCuando uno enciende la radio y se topa de bruces con el eco, sabe bien lo que le espera. Le espera una entrevista al presidente de la Diputación, y un aplauso a la concejala de Turismo, y una ovación al corregidor, que nos invita a todos a las fiestas del lugar –que son del 9 al 17 y están ya ahí, en honor a san Blas, aunque este pueblo, muy hospitalario, es también muy laico, con tradiciones, sí, pero también tradicionas–; y nos invita a ver el polideportivo nuevo; y nos invita a la inauguración del centro tecnológico, que –en cuanto funcione el wifi– congregará a los emprendedores de la comarca al otro lado de la acequia. Le espera la vindicación de la denominación de origen de unos pimientos que no debemos confundir con otros pimientos, que sí pero no; y de un aceite mejor que otros aceites –e igual que los italianos (que son estos mismos, pero en frasco tallado con lazo de seda y caja de pino)–; y unas perrunillas –de nube, que les dicen– hechas con huevos de corral, únicas para mojar en la leche de vacas afanosas (muy cultas todas ellas desde la inauguración de la biblioteca en honor a un poeta muerto que nació en otra parte pero que una vez vino aquí y aquí esperó el autobús que lo sacaba de aquí), alimentadas con néctar y ambrosía; y un vino blanco que ya quisieran donde blanquean los vinos. Y luego está la tertulia…

Cuando un programa viaja por España, viaja un poco en AVE y otro poco en coche, con bultos pero sin sherpas, con los colaboradores a cuestas, de cuatro en cuatro, menos una dama que nunca tiene tiempo para peregrinar a Alcañiz, porque hace otras cosas, y un caballero que extraña la cama. Y no ha visto usted de verdad a un colaborador si no lo ha visto ante un tumulto de jubilados… Cuando un colaborador tiene público, el colaborador mira al frente y no conoce a nadie, y, si no le arranca tres oles a un pensionista, no le arranca ninguno, y, si no levanta un aplauso, hace el pino y lo levanta, y, si no dice que qué bien se come aquí (que, como aquí, en ninguna parte), para en seco el programa y, desafiando –temerario– la sagrada puntualidad de las noticias, lo dice. Y el locutor: «¿A que sí?». Y los jubilados: «¡Síiii!». Y el locutor: «¿A que no?». Y los jubilados: «¡Nooo!». Y si es locutora, lo mismo. Y una señorita (que a veces es señorito) pasea el micrófono por la platea, y se oye rúmbala rúmbala rúmbala, y un señor se pone en pie y felicita al locutor –o a la locutora– por el programa, y por las Pascuas, y dice que ya está bien de esto y de lo otro, y que son todos iguales, y que por qué no aquello de allí, y la gente aplaude y aplaude, y un colaborador dice que qué bien dicho, y una colaboradora se lamenta de que en las Cortes no lo vean todo tan claro porque estén a lo que están y porque están a lo que estén.

Y el oyente, mientras tanto, sacude y sacude la cabeza, rodeado de eco, eco ya todo, convertido de fuera adentro en eco. Y se pregunta hasta cuándo. Y se pregunta para quién. Y se pregunta por qué. Y, cuando el último vítor despide al héroe mediático –que a veces es heroína– y una abuela grita que vivan los novios y un tertuliano se dispone, circunspecto, a firmar libros y a coleccionar carmín, el oyente remonta el pasillo de su casa con los pasos cortos que daba Johnny Weissmüller cuando deambulaba por las arcadas del hospital poco antes de morir. Cuando recordaba un pasado lleno de medallas de oro, y de lianas, y de negros airados, y de cocodrilos. Cuando el eco de las zapatillas de felpa le devolvía el de su grito tirolés, con el que una vez abrió la Bolsa, o eso recordaba. Cuando una vez fue joven y fuerte. Y bello. Y no se habría acercado a un salón de actos ni aunque Jane, empachada de empanada de embutido y huevo duro, le hubiera gritado socorro, asediada –como sólo Maureen O’Sullivan sabía estarlo– por una tribu de munícipes.

Rodrigo Cortés, cineasta y escritor.

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