En estos tiempos, que no son precisamente de oro, lo normal es que este y aquel no pueden reunirse y, de hacerlo, resulta habitual que el encuentro se convierta en un diálogo de sordos o, como diría Unamuno, en sendos monodiálogos. Mucho mejor nos iría si unos y otros nos midiéramos en el ejemplo que acaban de brindarnos la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española (Asale).
Me refiero a su XVI Congreso, recién celebrado en Sevilla. Qué realidad tan espléndida la del español y las academias, sin parangón ni de cerca ni de lejos en las demás lenguas universales, ya el inglés, el francés, el hindí, el árabe, el bengalí, el ruso, el chino mandarín o el idioma del sursuncorda, con cada país y cada institución caminando por su lado. Ahí están, verbidesgracia, los casos de «Inglaterra y Estados Unidos, dos países separados por un idioma común», como hace más de un siglo advirtiera Benard Shaw, y el del portugués, cada vez más distanciado el europeo del brasilero.
Nada similar a eso sucede en el mundo ancho y plural del castellano, que siempre ha caminado por libre, sin el respaldo de los poderes políticos, más bien al contrario. Así lo ha demostrado Santiago Muñoz Machado en «Hablamos la misma lengua» y tal se verifica a diario en Estados Unidos, con el idioma de Cervantes, Neruda, Octavio Paz, Vallejo o Borges, también de hispanounidenses como Tomas Rivera, Óscar Hijuelos o Ronaldo Hinojosa-Smith, eliminado de la web de la Casa Blanca, medida que en el fondo solo denota la inquietud de su actual inquilino, mientras no deja de crecer en la calle.
En cuanto a la unidad del español, fue decisiva la constitución de Asale en el I Congreso de la Lengua, celebrado en México del 23 de abril al 6 de mayo de 1951 por iniciativa del presidente Miguel Alemán Valdés, político de contrastes hirientes, y bajo la conducción de Alejandro Quijano, director de la Academia Mexicana, pionero en el «Elogio del idioma español» (1933) y en el estudio de «Los diccionarios académicos» (1950). A ese gran cónclave fundacional asistieron ciento quince delegados de las diecinueve academias que entonces existían, porque la Academia Puertorrriqueña y la Academia Norteamericana son posteriores, respectivamente de 1955 y 1973, en tanto la Academia Ecuatoguineana nació en 2013 y la Academia Nasionala del Ladino está dando los primeros pasos, y no sin dificultades.
Precisamente solo faltó la Real Academia Española, ausencia no voluntaria sino forzada «por la superioridad», como certificó su secretario, Julio Casares, autor de un «Diccionario ideológico» que fue una herramienta de trabajo imprescindible hasta finales del siglo pasado. El régimen franquista no mantenía relaciones diplomáticas con México, país que apoyó hasta el final la causa de los exiliados, y en aquella coyuntura esa cerrazón cayó sobre el español en las costillas de la Real Academia, que eran (y son) las de todos.
Entonces se sentaron las bases de la actual política lingüística panhispánica, concertadas las academias en el fin de la cohesión bajo el lema ejemplarmente claro de «Una estirpe, una lengua y un destino». Y para que no quedase ninguna duda de esa vocación integradora por encima y al margen de las circunstancias pasajeras de la política, los ciento quince delegados fijaron la sede de Asale en Madrid, asignaron su presidencia al director de la RAE y decidieron que sus congresos tendrían lugar cada seis años, afirmando desde el principio que unidad y diversidad formaban las dos caras, y ambas enriquecedoras, del español que nos une.
La historia ha establecido que se trató de un cónclave sobremanera fructífero. O sea, lo contrario de lo habitual. Porque quien más, quien menos, aquí y ahora estamos condenados a un aluvión de convocatorias, sobre tediosas, inútiles. Siempre recordaré el momento en que, instado por un amigo común, recordé a Rafael Alberti que sus camaradas andaban quejosos de su absentismo asambleario, ya que el autor del «Visto y no visto», elegía a la muerte de Ignacio Sánchez Mejías, el diestro que aglutinó a la Generación del 27, se saltaba a la torera las numerosas convocatorias de los infinitos comités a cuya asistencia lo daban por obligado. «Gonzalo», me dijo, «comunica a mis camaradas que yo estoy por un mundo sin reuniones». Reunirse por reunirse, uno de los males retóricos de nuestro tiempo, es lo contrario a las prácticas de Asale.
El reguero de pruebas está ahí: el «Diccionario de la lengua española», la «Ortografía de la lengua española», el «Diccionario panhispánico de dudas» o la Escuela de Lexicografía Hispánica, algunas de estas iniciativas sacadas adelante con el apoyo del Instituto Castellano y Leonés de la Lengua: un apoyo debido, porque desde Castilla y León, el solar del castellano y donde Nebrija forjó la primera gramática de una lengua romance, se reconoce el liderazgo intelectual de la RAE. Un liderazgo en esta ocasión intensificado a través de un programa cultural que registró una aceptación clamorosa.
Entre otros muchos proyectos ya convertidos en espléndidas realidades, Ignacio del Bosque (RAE), Alicia Zorrilla (Academia Argentina de Letras) y Juan Carlos Vergara (Academia Colombiana de la Lengua) presentaron en este Congreso de Sevilla un muy esperado «Glosario de términos gramaticales», coeditado con la Universidad de Salamanca, la universidad de referencia en el mundo del español, mientras Francisco Rico ponía de largo una edición magna de las Obras Completas de Cervantes o el director Santiago Muñoz Machado anunciaba en la sesión de clausura, presidida por sus Majestades los Reyes, el imposible vencido de LEIA (Lengua Española Inteligencia Universal), proyecto compartido por la RAE y Asale con los gigantes de la tecnología (Telefónica, Microsoft, Google, Amazon, Twitter y Facebook) a través del cual se habría empezado a ganar la batalla del futuro.
«Si el cielo de Castilla es tan alto, es porque lo levantaron los campesinos de tanto mirarlo», escribió Miguel Delibes. Para la RAE y Asale, ese sería el único espejo del español sin fronteras.
Gonzalo Santonja es Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid.