La raíz de la Navidad

De un tiempo -algunos años- al día de hoy, a la Navidad le llueven bofetadas de todas partes. O de muchas, al menos. La marea de críticas a la celebración de la Navidad comenzó, como tantas otras modas, en Estados Unidos; y de ahí pasó a las naciones del Viejo continente. Ya ha llegado, como era de esperar o de temer, hasta nuestras orillas. Y así ocurre que los medios de comunicación se ven en la precisión de dar cuenta, día sí día no, de una serie de alfilerazos que algunos tratan de clavar en el dos veces milenario -aunque siempre renacido- rostro de la Navidad.

Las 'razones' que se esgrimen contra la celebración de la Navidad son numerosas y variadas. La más 'progre' y hasta elegante es la que entiende que con la celebración de la Navidad se atenta, consciente o inconscientemente, contra el multiculturalismo que caracteriza ya, y caracterizará aún más en el futuro inmediato, a las sociedades modernas. Es la Navidad -recuerdan con acierto- una fiesta eminentemente cristiana. Enciende sus luces, en efecto, para alegrar el corazón de los hombres y mujeres, mayores y niños, que siguen a Jesús, el Cristo, nacido en nuestra tierra hace dos mil años y al que los creyentes cristianos le asignan la condición de Hijo de Dios. Pero, si tal es la entraña caliente de lo que celebran los cánticos de la Navidad -comentan-, ¿cabe imponerla o meramente proponerla a los que profesan otras tradiciones culturales que nada tienen que ver con la cristiana o que pueden estar, incluso, en abierta confrontación con ésta?

Este discurso se ofrece, a las primeras de cambio al menos, como políticamente correcto, a tenor de los parámetros vigentes. Olvida, sin embargo, que es precisamente el multiculturalismo el factor que reclama respeto y tolerancia para todas las culturas, no el ocultamiento o la supresión de alguna de ellas. El multiculturalismo es una especie muy particular y muy radical de diálogo y en éste, como en cualquier otro diálogo, los interlocutores tienen que expresarse con libertad y verdad. Se prostituye el diálogo, claro está, cuando una de las partes oculta a la otra alguna carta en la manga aunque sea para no herir o su inteligencia o su sensibilidad, cuando no comunica al otro todo su sentir sino sólo aquella parte de su criterio que presumiblemente no chocará con el de su prójimo, cuando por un mal entendido irenismo se afana en la prosecución de la paz a cualquier precio En tales condiciones, el diálogo no conduce a parte alguna porque, a la corta o a la larga, se revelará que los dialogantes han sido cualquier cosa menos sinceros o auténticos. La construcción que se levanta sobre una base falsa se vendrá pronto por los suelos, como por los suelos se cae un castillo de naipes.

Será cosa de preguntarse muy seriamente si en aras del multiculturalismo políticamente correcto habrá que encomendar al baúl de los recuerdos las enseñas patrias de cada nación para que ningún alógena se sienta discriminado por un indígena; si tendrán que enmudecer las lenguas más varias para que todos se expresen con su solo idioma; si los himnos oficiales de cada pueblo tendrán que pasar a mejor vida porque las banderas de los otros pueden ofendernos, la lengua distinta de la materna propia pueden confundirnos, los himnos oficiales del pueblo que nos acoge difieren en exceso del nuestro de toda la vida. La cultura del Occidente está amasada en muy buena parte con elementos cristianos. Si se arrumban éstos ¿qué quedará de la cultura occidental y cómo se podrá instaurar un multiculturalismo en libertad y pluralidad?

Se entiende mal, por eso, que el Gobierno de Tony Blair haya eliminado este año de sus felicitaciones navideñas la palabra 'christmas'; que en alguna escuela pública de la provincia de Málaga una de las maestras haya retirado hace unos días por sí y ante sí el 'belén' que habían montado los alumnos de las clases de religión; que en algún pueblo de Palencia o en la ciudad de Zaragoza se haya suspendido en estas navidades el programa de villancicos ¿en nombre del multiculturalismo¿

Más sutil es la colleja contra la Navidad de los que se lanzan al ruedo para -eso dicen- defender su tradicional celebración. Exaltan la Navidad en lo que tiene de buena voluntad para con todos y en lo que entraña de mensaje de paz más allá de toda frontera. Son éstas voces que, presumiblemente, añorarían sumarse al coro de los ángeles de la Nochebuena. El Niño del belén que llora sobre las humildes pajas de un pesebre les llena de ternura. Insisten, sin embargo, en que tanta belleza y tanto arrebato de amor es todo un grandioso mito, continuación de otros anteriores a la era cristiana que intentaban suscitar el renacimiento del sol. Todo se reduce a poesía mítica y, más o menos, a mero folklore.

¿Buena defensa, vive Dios, de la Navidad! Es obligado reconocer que el relato evangélico de la Navidad escrito por Lucas -valga por caso- arrastra un fuerte componente mítico. Los entendidos de estos apasionantes relatos de la antigüedad hablan de un estilo propio -el 'midrash'- en que están redactados los llamados 'evangelios de la infancia' de Jesús de Nazaret. La peculiaridad de dicho estilo literario no permite asumir el relato como una crónica histórica que trata de contar punto por punto tal y como sucedieron los acontecimientos. No. No hubo ángeles cantores, a buen seguro, en aquella noche de bendición para el mundo, pero a través del mito de la aparición angélica a unos pastores -¿tan mal vistos estos desgraciados por la cultura judía de aquel tiempo!- el relato ha pretendido colar la idea de que el recién nacido se nos entregaba como salvador de todos, pero de un modo muy particular o preferencial de los más pobres y marginados. La página siguiente, la que cuenta la fabulosa expedición de unos magos venidos del lejano Oriente, ¿no estará diciendo, para quien quiera entenderlo, que en Belén acababa de fraguarse una nueva vida destinada a entregarse por el bien de todos los pueblos de la Humanidad y no sólo por el del pueblo judío?

¿Mitos los hay, y muchos, en los relatos de la Navidad! Pero no sólo hay mitos. Hay un hecho incontrovertible que pertenece a lo más objetivo o realista de la historia de los hombres: la Navidad -natividad- celebra el nacimiento de Jesús, origen y fundamento de ese fenómeno que traspasa la historia y que lleva el nombre de cristianismo. Los mitos que rodean a este nacimiento sirven para marcar la singularidad del mismo y el alcance de salvación que se entraña en su significado más profundo.

Y algo más: hay quienes militan contra la Navidad porque, a su entender, se ha vaciado de todo contenido religioso y cristiano. Para miles y millones de personas -dicen- de este tiempo, la Navidad no pasa de ser una celebración luminosa y musical, saturada de gastos en la frontera del despilfarro, ostentosa de lujos y de comilonas, de bebidas sin cuento y muchas veces sin tino. ¿Cómo desconocer que estas referencias no son ningún invento de mentes calenturientas? Basta con salir a las calles y ver el incesante discurrir de las gentes de un comercio a otro y basta, más aún, con pesar las toneladas de basuras y desperdicios que la sociedad genera en una sola noche Las jerarquías de esa Iglesia que celebra la Navidad convocan año tras año a sus fieles a una mayor moderación; y hacen bien en reiterar una y otra vez su llamamiento porque, aun cuando parece no ser escuchado del todo o incluso apenas atendido, deposita en muchas conciencias alguna que otra preocupación, germen, sin duda, de un algo de solidaridad que se manifestará, más adelante, en otras circunstancias menos consumistas.

Pero no se puede concluir por las censuras antedichas que la Navidad haya perdido totalmente su savia cristiana. Cristiano es -¿y vaya que si lo es!- que las familias se reúnan en torno a la mesa, que los unos a los otros -padres, hijos, esposas, cuñados, nueras y yernos, primos y sobrinos- se deseen felicidad y alegría, que conjunten sus voces en el canto de unos villancicos ¿O no es verdad, acaso, que Cristo vino para unir socialmente a los hijos de Dios? ¿O no es cierto que allí donde hay caridad y amor allí está Dios?

Manuel de Unciti, sacerdote y periodista.