La raíz de mi árbol retorcida

Por Fernando García de Cortázar, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Deusto (ABC, 09/11/04):

Con el paso del tiempo las historias de las guerras son más fáciles de manipular. Nada más sencillo que eliminar de la memoria alguna capa, deformar una sonrisa, omitir un episodio, congelar frente al pelotón de fusilamiento a un hombre y darle una voz teatral, gloriosa. Los hechos son sólo ceniza del día anterior, ceniza con la que tiranos y políticos pueden escribir sus cartas de sangre en el corazón ciudadano. Esa era, precisamente, la perspectiva que le preocupaba a Orwell en 1942, en medio de un Londres semiderruido por los bombardeos alemanes, la idea de que la historia se contara, no en términos de lo ocurrido, sino en términos de lo que debería haber ocurrido según la conveniencia de los distintos líderes políticos.

No existe pasado que no esté sometido al saqueo, ni historia que no pueda convertirse en un campo de batalla. Por lo demás, no hay un tiempo estable. Cuenta el ensayista bosnio Pedrag Matvejevic que el padre de un amigo suyo murió durante la Segunda Guerra Mundial, antes de que él naciera. El padre, según decía la madre de su amigo, había desaparecido en el torbellino del combate. Lo que había sobrevivido al torbellino del combate era una pequeña fotografía amarillenta. Así, la palabra padre para el amigo de Matvejevic quedó para siempre encasquillada en la frase: desapareció en el torbellino del combate. Luego murió la madre y el amigo fundó una familia. Un día, por casualidad, se enteró de que su padre había sido asesinado al final de la guerra; pertenecía a los del «bando malo», es decir, el de los colaboradores nazis . Buscó la pequeña fotografía y por primera vez se dio cuenta de que ésta no sólo era vieja, sino que se encontraba cuidadosamente retocada -seguramente el retoque lo había hecho la mano de la madre-. Una agujita aquí, una manchita allí, y el uniforme militar de su padre lentamente se había difuminado en un traje sin definir. Transcurridos cuarenta y cinco años desde la guerra, cuando los colaboracionistas vivieron su retoque histórico y los nuevos tiempos los empujaron hacia el lado bueno, a la pregunta de su hijo sobre el abuelo, el amigo de Matvejevic, sonriendo, le respondió: «Murió en el torbellino del combate». Y le enseñó a su hijo la pequeña fotografía amarillenta.

Se puede retocar el uniforme militar para ajustar al marido, al padre o al abuelo, a las filas correctas del momento, del mismo modo que se pueden desenterrar las viejas bayonetas de una guerra civil para lanzarse a degüello contra un rival político. Algunos testimonios permanecen durante años en el polvo, como si nadie los necesitara, hasta que del hedor de su desesperanza aparece algún aprovechado que desea hallar patria o prestigio precisamente ahí. Es un trabajo lucrativo, porque las almas muertas no preguntan el precio. Es también una práctica muy de moda en la España actual, donde la guerra civil de 1936 se ha convertido en un floreciente mercado, donde ir a buscar un antepasado fiel a su linaje neolítico, un gallardo combatiente republicano o un demócrata fusilado por fascistas.

La del 36 fue una guerra que ocurrió hace ya más de sesenta años, pero aún sigue despertando retrospectivas e interesadas adhesiones. Objetivo central de la política franquista fue mantener la división de España en dos Españas : la España de los vencedores y la España de los vencidos, la España auténtica, nacida de las cenizas del 39, y la anti España de la República, « poblada por los verdaderos criminales comunes de nuestra guerra». Durante la transición se dieron grandes pasos hacia una convivencia real que acallase el grito apasionado de aquellas dos Españas que el general se había encargado de perpetuar en medio de recuerdos mortuorios y funerales por los caídos. Ese espíritu de concordia, ese ímpulso ético, es el que se está degollando ahora mismo, y no deja de ser triste, a la vez que irónico, que quienes lancen el navajazo se llamen a sí mismos progresistas, pues observan los sucesos del 36 con el mismo catalejo que empleara en su día Franco.

«Bien se parece -le dice don Quijote a Sancho, dándole una de esas lecciones políticas que sobrecogen el ánimo- que eres villano y de aquellos que dicen: ¡Viva quien vence!». La historia es un estudio teatral que se desmonta continuamente y los políticos se mueven por él como Sancho por las tierras de La Mancha. Efectivamente, políticos de izquierda y periferia, ensalzando la actitud de los vencidos de ayer para hacerse mejores que los demás, han convertido la guerra civil en una absurda ceremonia de canonización, en una película de malos -simpatizantes de la derecha, centralistas y terratenientes sin escrúpulo, es decir, fascistas- y buenos -partidarios de la izquierda, separatistas y campesinos hambrientos, es decir, demócratas -. Se quiera reconocer o no, la óptica es la misma que la empleada por los propagandistas de la dictadura, pero al revés, como si estuviéramos dentro del espejo que Lewis Carroll inventó para Alicia. La manipulación se repite y, bajo la luz fotográfica de los nuevos tiempos, se olvida interesadamente que a la ruina de la República contribuyeron también la ceguera sectaria de la izquierda y la incompetencia de una gran parte de sus líderes; que en el bando republicano no todos eran, ni mucho menos, demócratas o defensores de la libertad; que el odio reventó tanto en el Badajoz de los militares rebeldes como en la Barcelona de Companys, esa Barcelona de las patrullas armadas de la que tuvo que huir Orwell para salir de España con vida y de la que años más tarde diría: «Nadie que haya vivido en Barcelona entonces o en los meses posteriores olvidará la agobiante atmósfera creada por el miedo, la sospecha, el odio, la censura periodística, las cárceles abarrotadas, las enormes colas para conseguir alimentos y las patrullas de hombres armados».

La guerra civil atravesó de sangre las tierras de España, de culpas y opresiones recíprocas, de rencores y de lutos, heridas que no se pueden ignorar pero que es necesario sanar para que el ayer cese de contaminar el presente con sus viejos fantasmas y palabras. ¿Cómo albergar esperanzas sobre un futuro más o menos abrigado y razonable si no dejamos de hurgar en las llagas del pasado con la intención de hacerlas supurar todavía más, si seguimos lanzándonos los nombres y las vidas de nuestros mártires a la cara, si siguiendo el ejemplo de los antiguos combatientes carlistas, perdedores de todas las guerras civiles del XIX , damos hervor y actividad a los odios del 36, con la fosa del padre de éste, el fusilamiento de la madre del otro, los balazos que enseña con orgullo el abuelo del de más allá ? Olvidar el olvido. Ramón Gómez de la Serna contó de alguien que tenía tan mala memoria que un día se olvidó de que tenía tan mala memoria y se acordó de todo. Olvidar el olvido, no para que los vivos seamos ventrílocuos de los muertos sino para enterrar los relatos parciales en los que suelen inspirarse algunos demagogos de nuestro ruedo ibérico, para que las dos Españas del 36 se conviertan en esa tercera España de Azaña, Madariaga y otros muchos, esa España que, en medio de quienes luchan con saña animal y desconocen el alcance de lo que sueñan, mantiene una claridad ecuánime, no grita ¡viva quien vence! sino Paz, Piedad, Perdón.

Esta claridad es la tolerancia. No es una diosa, ni a pesar del manoseo actual, una palabra vacía: es una cualidad humana. La transición de 1978, a la que ahora se critica por amnésica, fue uno de los pocos momentos históricos en que esta cualidad floreció entre nosotros. En aquellos años se pensó que la guerra civil era ya historia, historia universal, que no debía interpretarse en términos de culpabilidad o condena de quienes aún no habían nacido, que el pasado debía indagarse con la serenidad de quien busca la verdad, no con la pasión de quien hace campaña política. Quien, a estas alturas, después de más de cinco lustros de democracia, no alcance a comprenderlo, empeñándose en construir el futuro con el eco perpetuo de las dos Españas, seguirá siendo ese fanático anacrónico y desheredado del que habla Gil-Albert en sus memorias, ese sonámbulo a quien no le queda más que la exasperación vacía de sus propios sentimientos, no le queda más que la creencia en unos rituales sin sentido.