Es precisamente en las situaciones límites, como la que acaba de vivir España, cuando de mayor ayuda puede resultar quien ya lo pensó todo antes de que sucediera. Nunca estaré lo suficientemente agradecido a la media docena de catedráticos y profesores europeos que en nombre de la Fundación Toepfer y la Universidad de Tubinga me concedieron el Premio Montaigne en 2006. No sólo por proporcionarme aquellos 15 minutos de gloria warholiana durante los que mi pobre nombre quedó desigualmente asociado en el Teatro Real a predecesores de la talla de Laín, Espríu o Martín de Riquer, sino sobre todo por haberme empujado a adentrarme en los seductores predios del padre de todos los humanistas.
Antes de hablar hice mis deberes. Lo tomé como si me hubieran encargado un reportaje y visité el torreón de las inmediaciones de Burdeos en cuya techumbre de madera aún permanecen cinceladas de su mano las citas de los autores clásicos que mayor felicidad e inspiración le proporcionaron. Pero al mismo tiempo, me sometí a un proceso de inmersión acelerada en sus Ensayos y ahí se me creó una adicción de difícil cura. Desde entonces me ocurre lo que a muy diversos personajes de distintas épocas, desde estadistas a cantantes de rock: rato suelto que tengo, incursión que hago entre sus páginas, abriendo el libro al azar con el mismo convencimiento de que encontraré siempre algo de provecho con que los devotos más exigentes buscan desde el siglo XV solaz y compañía espiritual en el Kempis.
No son la Imitación de Cristo, pero sí la más honda indagación sobre el hombre jamás abordada por un congénere. Todo en Montaigne es azarosamente humano -hasta la pedantería- y, por lo tanto, atemporal. Ya son unas cuantas veces las que he podido unir al gozo del reconocimiento de tal o cual rasgo de un personaje contemporáneo la utilidad de su pie de imprenta a efectos discursivos. Ese mecanismo de legitimación, ese aval, ese nihil obstat, esa coartada si se quiere, alcanza ahora su cénit. ¿De qué iba a atreverme yo en los tiempos que corren, en una semana como esta, en un día como hoy, a poner el título de este artículo encima de una representación del presidente Zapatero, cual temerario aspirante a ingresar en la cofradía de los Reverte, Dragó, Sostres y otras malas hierbas de la más diversa foliación, sin el escudo del señor de Montaigne?
Pero menudo escudo, amigos. Yo no estoy llamando nada inconveniente a un presidente del Gobierno cuyo carácter tanto me esfuerzo en comprender. Y menos en un momento en que todas las imprecaciones y denuestos deben quedar para ese «colectivo envilecido» que como titulaba nuestro editorial de ayer «se merece lo peor». Me estoy limitando a glosar el principal de los ejemplos que ilustran el capítulo primero del libro segundo de los Ensayos, dedicado -he aquí la clave- a La inconstancia de nuestros actos. Ahórrense pues el expediente disciplinario el Instituto de la Mujer y demás guardianes de la corrección política y acompáñenme en la relectura.
Resulta que a Montaigne le contaron cómo una joven de una localidad vecina «habíase arrojado desde lo alto de una ventana para evitar que un bellaco de soldado, huésped suyo, la forzara». Según su propio relato cuando sangraba malherida, el pretendido violador no había ido más allá del «apremio con ruegos, súplicas y presentes», bastando el «temor» a que recurriera a la fuerza para que ella, cual nueva Lucrecia, demostrara estar dispuesta a sacrificar la vida, o al menos la crisma, en defensa de su virtud. «Y es el caso que supe», añadía Montaigne empezando a mostrar el pico de la muleta, «que en realidad había sido ramera antes y después; y no de muy mal conformar».
El siguiente paso del maestro era rebatir por insuficiente la teoría de las «dos almas que nos acompañan y agitan cada una a su manera» de la que tanto se usa y abusa en nuestra época para explicar contradicciones rayanas en la esquizofrenia política de partidos y personas: el PNV pactista y el PNV echado al monte, el PSC españolista y el PSC nacionalista, el Zapatero de Rodiezmo y el Zapatero de Wall Street, el Rajoy activo, exigente o arriesgado y el Rajoy pasivo, conformista o timorato.
Se trata de la doctrina del desdoblamiento de la personalidad que harían suya Stevenson, Hitchcock o los chicos de La Unión. ¿Fue el doctor Jeckyll quien aquel día de mayo le dijo al líder del PP que de ninguna manera recortaría el gasto público y mister Hyde quien a la semana siguiente anunció la bajada del sueldo de los funcionarios y la congelación de las pensiones? ¿Fue Norman Bates quien el lunes y el martes pasados estaba de acuerdo con el ministro de Trabajo en que había que prolongar la prestación a los parados de larga duración y con el secretario de Estado de Economía en que no había que inmutarse ante meras «fluctuaciones» de los mercados; y fue, en cambio, su señora madre quien el miércoles apuñaló a Valeriano Gómez anunciando el final de los 426 euros y las privatizaciones de los aeropuertos y la Lotería? ¿Ha sido la «luna llena sobre París, auuuuu» la que ha transformado a aquel Bambi -el Denís de la canción- en el enérgico gobernante capaz de responder al infame desafío de los controladores con las medidas más extremas incluidas en la Constitución cual «lobo-hombre en París, auuuuu»?
Para Montaigne todo es mucho más sencillo de entender, pues «lo que solemos hacer es seguir las inclinaciones de nuestro apetito, a derecha, a izquierda, hacia arriba, hacia abajo, según nos empujen los vientos de las circunstancias». El político-veleta no es pues sino una concreción del homínido-veleta. «No vamos; nos arrastran, como a las cosas que flotan, ya suavemente, ya con violencia, según esté el agua turbulenta o tranquila».
Nadie puede sorprenderse pues de que para Zapatero expresiones como nunca, jamás, en cualquier caso o de ninguna manera quieran decir tal vez, a lo mejor, por el momento o ya veremos, refiéranse a la negociación política con ETA, la reforma laboral, las cesiones a los nacionalistas o la escalada de un conflicto sindical como el de los controladores, hasta desembocar en la militarización y el mismísimo Estado de Alarma.
Si yo me cobijo en Montaigne, él lo hacía en Horacio. «Ducimur ut nervis alienis mobile lignum»: «Nos manejan por cuerdas ajenas cual títere». Y conste que ni el uno ni el otro conocían aún ni a Trichet, ni a Merkel, ni a ningún pez gordo del Departamento del Tesoro. Menos aún a los cabecillas de este grupo de privilegiados guardias de la circulación aérea, carentes de toda humanidad y escrúpulos, a los que no debemos dejar de perseguir hasta que paguen por el daño irreparable que han causado a millones de españoles, desde la niña con un tumor que ha perdido su hora de quirófano hasta los amantes o las familias que no han podido reunirse después de un año de tantas estrecheces y amarguras.
Pero en la política, como en tantas otras facetas de la vida, la única alternativa es estar en uno u otro extremo de esas «cuerdas»: al que no da la talla como titiritero lo convierten en títere. Por eso hace días que a Zapatero no le queda otra, sino reaccionar ante adversidades que sus erradas fantasías y conformismos contribuyeron a engendrar.
Plantó cara valientemente en el G-20 de Seúl a la canciller alemana, pidiéndole que se atuviera a las reglas pactadas en mayo sobre los rescates de países con dificultades de solvencia y luego hizo lo que pudo, teniendo en cuenta que en el fondo del asunto no tenía, no tiene, nunca podrá tener razón: una cosa es que los contribuyentes alemanes pagaran buena parte de nuestras infraestructuras en la época de la convergencia hacia el mercado único y la moneda única y, otra, que, una vez alcanzado ese estadio de prosperidad, deban seguir pagando los derroches clientelares de una España con más de tres millones de funcionarios, patéticas televisiones autonómicas y, como me dijo el otro día agudamente Pizarro, «una farmacia completa -y gratis- en cada casa».
Fue de hecho el respaldo del Ecofin del pasado domingo al criterio alemán de que a partir de 2013 los acreedores privados, especialmente los bancos, asuman el coste de al menos una parte de esos rescates, como ocurre en el procedimiento concursal que sigue a cualquier quiebra, lo que disparó en 48 horas nuestra prima de riesgo. Si al final va a ser el tenedor el que arrostre el peligro del impago, que compren bonos españoles la tía de Sarkozy y la prima de Durão Barroso.
La primera reacción de Zapatero fue revolverse en una baldosa y tratar de azotar al viento. «España les preocupa porque es grande, no porque no haga sus deberes», llegó a decirle a un amigo cuando la nueva tormenta aún no había alcanzado su apogeo. La consigna era resistir. Por eso Calamity Helen subrayó la «coincidencia» entre las declaraciones de Merkel y los días de mayor castigo a nuestra deuda e incluso como ultima ratio se envió a López Garrido a Berlín a expresar una protesta oficiosa. Los cimientos del Bundestag aún tiemblan por el impacto de tal blitzkrieg diplomática.
Pero en cuestión de horas hubo que entregar la espada y buscar un pacto con el BCE: ahí se fueron los 426 euros, los aeropuertos, la Lotería y el precio del tabaco a cambio de una nueva inyección de liquidez que nos permita seguir bajando a los poblados de la droga financiera a por nuestro chute semanal de deuda nueva. ¿Cuánto fue fruto del cálculo y cuánto de la improvisación hija del pánico?
Esta vez Montaigne sale en auxilio de Zapatero, viniendo a decir que a todos nos pasa lo mismo: «No sólo me agitan los vientos de los acontecimientos, sino que además me agito y me turbo yo mismo por la inestabilidad de mi naturaleza… y cualquiera que se estudie bien atentamente hallará en sí mismo esta volubilidad y discordancia».
¿Merece pues la absolución quien en lo pequeño y en lo grande actúa de forma tan desordenada y espasmódica como para convertir a sus 25 invitados iniciales en 37, dejar plantados a todos los jefes de Estado y de gobierno iberoamericanos, proceder a decir digo donde decía Diego -López Garrido- sin alertar siquiera a más de medio Gobierno o a los propios gurús de su Oficina Económica y aprobar el decreto «aclaratorio» del régimen laboral de los controladores a la hora más inadecuada del viernes más inoportuno?
De ninguna manera. En primer lugar hay que examinar el contenido de las decisiones. Respecto a las medidas económicas más vale tarde que nunca, mejor esto que nada, pero no puede soslayarse la injusticia comparativa de todas estas podas periféricas, mientras que no se hiende el hacha en el tronco del derroche de las administraciones públicas. Respecto a la sedición de los controladores -si ese ha sido su delito que lo purguen entre rejas- aunque resulte incomprensible que no haya dado la cara, es digno de elogio que al menos al presidente no le haya temblado el pulso a la hora de hacer lo que debía.
Lo que la vecina de Montaigne hubiera hecho antes o pudiera hacer después no resta un ápice de valor a su súbita determinación. Alimenta, eso sí, la duda de si tenía motivos suficientes para saltar por la ventana y la sospecha de si no habría ido ella atrayendo al soldado hasta el borde del alféizar. Por eso cuando las aguas vuelvan a su cauce habrá que examinar con lupa todas las vacilaciones, imprevisiones y vaivenes en la relación del Gobierno con los controladores. El propio Montaigne explica todo esto: «Cuando siendo cobarde ante la infamia es firme ante la pobreza; cuando siendo débil entre las navajas del barbero, resulta enérgico frente a las espadas de los adversarios, la acción es loable mas no así el hombre».
En segundo lugar también es esencial la discusión del método empleado, pues el buen gobernante es aquel que mejor protege a sus gobernados de sus cambios de ánimo, de sus ocurrencias y ventoleras ora entreguistas, ora autoritarias. La única reflexión que de momento me merece todo el estrafalario episodio de las Wikileaks es que va siendo hora de impulsar una Liga Mundial contra la Chapuza en el Ejercicio del Poder (LIMUCHEP) y yo sé de uno que estaría desde el primer día en su punto de mira. A Montaigne le llamó la atención que la falsa Lucrecia no sólo hubiera sobrevivido a su autodefenestración, sino que tampoco lograra quitarse la vida acto seguido con un cuchillo de cocina. También los asesinos de sus parejas suelen fracasar en sus ulteriores intentos de suicidio. Probablemente, porque la fuerza de su arrebato es limitada y sólo les proporciona, como a la ramera virtuosa, el impulso suficiente para representarlo.
No debió ser casual que Montaigne añadiera al de la chica de buen conformar el ejemplo de los ciudadanos de Agrigento que, según el gran Empédocles, «se entregaban a los placeres como si hubieran de morir al día siguiente y construían como si jamás hubieran de morir». Por eso yo pienso que lo irresponsable fue la bacanal del déficit -a gastar que el mundo se acaba- o el dar hilo a la cometa de los controladores sin urdir a la vez un concienzudo plan B para dejarles sin capacidad de chantaje. En cambio todos los candidatos del PSOE a las autonómicas y municipales, incluidos los ya aniquilados del PSC, creen que peor está siendo la forma abrupta de cortar con lo uno y con lo otro. Por eso últimamente cuchichean contra Zapatero, citando también a Horacio: «Desprecia lo que quiso, quiere de nuevo lo que dejó poco ha, vacila y desarregla todo mi orden vital». Por eso hoy hay que estar con el Gobierno pero mañana habrá que leerle -y de qué forma- la cartilla.
Pedro J. Ramírez, director de El Mundo