La ratonera del federalismo (La peligrosa oscilación pendular del sistema constitucional)

Por José Antonio Zarzalejos (ABC, 04/09/05):

... Recitemos, pues, a Maragall y su «Oda a España», pero también a Hernández y sus «Vientos del pueblo me llevan». Porque esa es la España plural; la auténtica y la más libre de todas las posibles, aquella que logra la síntesis...

PASQUAL Maragall no es necio, ni ignorante ni destructor. Pero sí ingenuo, y, por lo mismo, resulta políticamente frívolo. Su propuesta de construir una España federal sería, según ha argumentado en un artículo de prensa, la forma de convencernos de las bondades de la convivencia entre todos los ahora llamados españoles, en tanto que mantener la actual estructura o modelo territorial del Estado -unitario autonómico- sólo permitiría conllevarnos, que es lo que desearían, dice, los nacionalistas. Así pues, el verdadero español -por supuesto, no nacionalista hispánico- habría de profesar en el federalismo. El presidente de la Generalitat de Cataluña está refutando así a José Ortega y Gasset, que en el debate parlamentario sobre el estatuto catalán, en 1932, arguyó, y lo hizo bien, que la aspiración de conllevarnos sería suficiente en un país como el nuestro con graves tensiones segregacionistas. Por eso, la II República no optó por el modelo federal -la Constitución de 1931 se refiere a España como Estado integral- y tardó en conceder estatutos autonómicos hasta el punto de que los del País Vasco y Galicia se aprobaron en plena guerra civil.

El federalismo, que de adoptarse en España requeriría un cambio radical de la Constitución de 1978, es una trampa, una auténtica ratonera. Y no sólo por la malhadada experiencia española del siglo XIX, sino porque el modelo federal por excelencia, el alemán, se ha venido abajo con estrépito. «Alemania ha perdido su capacidad de reforma; la tercera potencia industrial de la tierra parece, hoy por hoy, ingobernable», escribe el jurista y periodista germano Thomas Darnstädt en su interesante ensayo «La trampa del consenso». La obra ha sido prologada por el catedrático Francisco Sosa Wagner, que, tras constatar que la Ley Fundamental de Bonn de 1949 «ha ejercido una influencia grande en nuestra Constitución», sostiene que en Alemania «ante una cuestión conflictiva, nadie puede decir de manera definitiva sí pero hay muchos con autoridad suficiente para decir que no. ¿Nos suena todo esto a los españoles?». Nos suene o no, lo cierto es que el Estado federal alemán -una imposición de los aliados que ganaron la II Guerra Mundial, especialmente querida por Francia para ralentizar a su vecino- ha entrado en la senda del fiasco operativo. La Comisión para la modernización del orden federal creada en 2003 ha fracasado -en particular por el desacuerdo sobre las competencias en materia de educación- y la pelea carnicera entre el Bund (federación) y los länder (estados federados) continúa paralizando la gobernación del país, que atraviesa por una grave crisis que a partir del próximo día 18 deberá administrar la democristiana Angela Merkel. ¿Cómo logrará la CDU atacar el mecanismo de bloqueo del Estado federal que consiste en que el sesenta por ciento de las leyes puede ser paralizado por el Consejo Federal o Bundesrat? No hay que arrendarles la ganancia electoral a los conservadores germanos, porque, como bien escribe el ya citado Darnstädt, la vieja máxima del federalismo alemán se resume en lo siguiente: «Existe federalismo cuando la instancia central no tiene nada que decir». Y eso es lo que pretenden los nacionalismos periféricos españoles y no alcanzan a percibir algunos socialistas et alii que tratan de vendernos el Estado federal como «el bálsamo de Fierabrás»que curaría todos los males y tensiones en nuestra convivencia.

Un Estado de naturaleza federal para España, además de requerir la apertura de un proceso constituyente -trámite que forma parte de la ratonera en la que podemos quedar atrapados-, constituye una trampa porque, como en el caso alemán denunciado por Sosa Wagner y Darnstädt, requiere de un consenso permanente en el que nadie puede decir sí y todos pueden decir no hasta el punto de bloquear el Estado, que es lo que ocurre en Alemania. No sólo sucedería tal cosa aquí, sino algo aún más grave: no satisfaría al soberanismo independentista de PNV y de ERC, rompería el carácter nacional español en el que se fundamenta la Monarquía parlamentaria y dibujaría un mapa en el que País Vasco y Cataluña serían las únicas entidades con masa crítica y posibilidades de constituirse en estados federados, dejando al resto en el limbo de los pobres, o de los ahistóricos o de los apátridas. Un despropósito de colosales proporciones. Como bien hace notar uno de los expertos consultados por el Gobierno acerca del proyecto de reforma del Estatuto catalán, y a la vista de algunas de sus propuestas, «estamos viviendo una de estas oscilaciones pendulares, tan peligrosas para todo el sistema constitucional, en la que la reacción frente a un avance centralizador indebido no se manifiesta mediante la pretensión de volver al equilibrio constitucional, sino de generar un nuevo avance descentralizador, algunos de cuyos perfiles pueden resultar también contrarios al orden constitucional». Nítido.

La gran cuestión es que este modelo de Estado -el unitario autonómico- es eficaz, sirve, descentraliza, es solidario y tiene recorrido. No lo quieren los nacionalistas porque consolida la nación que es la piedra angular del sistema, pero ¿y los socialistas? Son débiles y dependen de las fuerzas parlamentarias segregacionistas en el Congreso y de los equilibrios de un régimen interno en su propio partido -PSOE y PSC- que sólo es viable con un fuerte liderazgo central que ahora no se produce como sucediera en tiempos de González. Es cierto que el socialismo español dispone de una morfología organizativa federalista, pero no deja de ser un amaneramiento antifranquista más que una convicción de proyección sobre el modelo de Estado.

Antonio Fontán, desde estas mismas páginas de ABC, denunciaba que el socialismo español de 2005 es renuente a aceptar la legitimidad del gobierno recibido de Aznar y la legitimidad de la monarquía reinstaurada por Franco en 1968 y luego democráticamente convalidada en la Constitución de 1978. Se trata, en consecuencia, de una progresiva tentación socialista de ruptura -la que se desatendió hace casi treinta años- con el aditamento retrógrado de justificar el vuelco con la apelación a la memoria histórica de la izquierda derrotada en 1939. Basta leer a Pasqual Maragall en su artículo de El País del domingo pasado para corroborar esta tesis. En su texto, el presidente de la Generalitat de Cataluña dedica más de la mitad de sus argumentos a la primera mitad del siglo pasado.

Invoca Maragall a su abuelo, el autor de esa maravillosa Oda a España. Pero ¿y si apelamos a la izquierda proletaria española y no sólo a la burguesía catalana? Por ejemplo, al eximio Miguel Hernández, que con un dramatismo poético conmovedor se dirigió a los «asturianos de braveza, vascos de piedra blindada, valencianos de alegría y castellanos de alma, labrados como la tierra y airosos como las alas, andaluces de relámpagos, nacidos entre guitarras y forjados en los yunques torrenciales de las lágrimas; extremeños de centeno, gallegos de lluvia y calma, catalanes de firmeza, aragoneses de casta, murcianos de dinamita frutalmente propagada, leoneses, navarros, dueños del hambre, el sudor y el hacha, reyes de la minería, señores de la labranza, hombres que entre las raíces gallardas, vais de la vida a la muerte, vais de la nada a la nada: yugos os quieren poner gentes de la hierba mala, yugos que habréis de dejar rotos sobre sus espaldas». Recitemos, pues, a Maragall y su Oda a España, pero también a Hernández y sus Vientos del pueblo me llevan. Porque esa es la España plural; la auténtica y la más libre de todas las posibles, aquella que logra la síntesis.