La razón inconfesada de las cuarentenas

La pandemia de COVID‑19 es la primera gran crisis global de la historia de la humanidad que ha sido tratada como un problema matemático, equiparando la formulación de políticas públicas a la solución de un conjunto de ecuaciones diferenciales. Con muy pocas excepciones (entre ellas, por supuesto, el presidente estadounidense Donald Trump) la mayoría de los gobernantes se han sometido a la opinión de «la ciencia» para el combate al virus. El ejemplo más claro fue cuando el 23 de marzo el gobierno británico decidió adoptar de pronto medidas de confinamiento estrictas, después de que investigadores del Imperial College de Londres publicaron un pronóstico terrorífico según el cual si no se hacía nada para combatir la pandemia podía haber hasta 550 000 muertes.

El uso de modelos predictivos es la metodología científica correcta para tratar cuestiones que no admiten experimentación. Para probar un fármaco nuevo, uno puede tomar dos grupos de ratas de laboratorio y someterlos a condiciones idénticas excepto por la administración o no de dicho medicamento, o administrarlo en un ensayo clínico a seres humanos escogidos al azar.

Pero uno no puede introducir deliberadamente un virus en una población humana para examinar sus efectos (aunque en los campos de concentración nazis hubo médicos que lo hicieron). En vez de eso, los científicos usan el conocimiento del patógeno infeccioso para modelar el patrón de contagio de la enfermedad y a partir de eso tratar de determinar qué intervenciones pueden modificarlo.

El creador de la modelización predictiva fue un médico inglés prácticamente olvidado, Ronald Ross, que la desarrolló hace más de un siglo para aplicarla a la malaria. En un libro fascinante publicado en 2020, el matemático y epidemiólogo Adam Kucharski muestra cómo descubrió Ross (mediante experimentos con aves) que el vector infeccioso era el mosquito. A partir de ese descubrimiento, desarrolló un modelo predictivo de la transmisión de la malaria que, generalizado, se convirtió en el modelo epidemiológico de contagio SIR (susceptibles, infectados y recuperados).

La cuestión que más interesaba a los epidemiólogos no es por qué empieza una epidemia, sino cómo termina. La conclusión a la que llegaron es que las epidemias terminan en forma natural cuando ya han contraído la enfermedad tantas personas que a partir de ese momento la tasa de contagios disminuye. Básicamente, el virus se queda sin huéspedes donde reproducirse. En la jerga moderna, la población desarrolla «inmunidad colectiva».

El análisis científico desarrollado a partir del modelo original de Ross tiene aceptación casi universal, y se ha aplicado con éxito a otros contextos, por ejemplo el contagio financiero. Pero ningún funcionario público querrá permitir que una epidemia letal siga su curso natural, porque la cifra potencial de muertes sería inaceptable.

No olvidemos que la gripe española (1918‑19) mató a entre 50 y 100 millones de personas de una población mundial de dos mil millones (una tasa de mortalidad de entre 2,5% y 5%). Nadie sabe a ciencia cierta cuál hubiera sido la tasa de mortalidad de la COVID‑19 si no se hubiera controlado la propagación del coronavirus.

Como por ahora no hay una vacuna contra la COVID‑19, los gobiernos han tenido que hallar otros modos de evitar «muertes en exceso». La mayoría optó por la cuarentena, que al apartar poblaciones enteras de la ruta de contagio del virus lo deja sin huéspedes.

Pero tras dos meses de cuarentenas en Europa, la evidencia empírica hace pensar que el efecto sanitario de estas medidas por sí mismas ha sido reducido. Por ejemplo, Suecia (con su cuarentena excepcionalmente laxa) tiene menos muertes por COVID‑19 por millón de habitantes que Italia y España con sus cuarentenas estrictas. Y aunque las medidas de confinamiento en el Reino Unido y en Alemania han sido igual de contundentes, hasta ahora Alemania registra 96 muertes por millón de habitantes, contra 520 por millón en el RU.

La diferencia crucial entre Alemania y el RU parece estar en las respectivas respuestas sanitarias. Pocos días después de confirmar los primeros casos de COVID‑19, Alemania empezó a hacer testeos a gran escala, rastrear contactos y aislar a las personas infectadas o expuestas; así consiguió iniciar con ventaja la carrera para frenar la propagación del virus.

En cambio, el RU está paralizado por incoherencias en el núcleo del gobierno, y por lo que el ex secretario de asuntos exteriores David Owen (médico él mismo) calificó de «vandalismo estructural», infligido al Servicio Nacional de Salud por años de recortes presupuestarios, fragmentación y centralización. Por eso no tuvo herramientas sanitarias para aplicar una respuesta como la alemana.

La ciencia no puede determinar cuál debió ser la respuesta correcta a la COVID‑19 en cada país. Un modelo puede considerarse validado si sus predicciones se corresponden con la realidad. Pero en epidemiología, esto sólo se puede confirmar cuando un virus con propiedades conocidas sigue su curso natural en una población dada, o cuando existe una única intervención (por ejemplo una vacuna) cuyos resultados se pueden predecir con precisión.

Cuando hay demasiadas variables (incluidas, por ejemplo, la capacidad sanitaria o las características culturales), el modelo se confundirá y comenzará a soltar escenarios y predicciones como un robot enloquecido. Hoy, los epidemiólogos no pueden decirnos cuáles serán los efectos de la combinación de medidas que se están aplicando contra la COVID‑19: afirman que «hay que esperar más o menos un año para saber».

De modo que lo que suceda dependerá de la cuestión política. Y para la COVID‑19, esta está bastante clara: los gobiernos no podían arriesgarse a permitir la propagación natural de la infección, y consideraron demasiado complicado o políticamente inviable tratar de aislar solamente a las personas más expuestas al riesgo de enfermedad grave o muerte, es decir, el 15 o 20% de la población con más de 65 años.

La respuesta por defecto de las autoridades ha sido frenar la inmunización natural hasta que se pueda desarrollar una vacuna. El verdadero significado de «aplanar la curva» es espaciar la cantidad prevista de muertes a lo largo de un tiempo suficiente para que los hospitales no se vean desbordados y la vacuna empiece a hacer efecto.

Pero esta estrategia tiene una enorme debilidad: los gobiernos no pueden tener a sus poblaciones encerradas hasta que llegue una vacuna. El costo económico por sí solo ya sería impensable. O sea que tienen que flexibilizar la cuarentena en forma gradual.

Pero esto implica relajar la no exposición obtenida con las cuarentenas. Por eso ningún gobierno tiene una estrategia de salida explícita: lo que llaman «flexibilización controlada» de las cuarentenas quiere decir, en realidad, avance controlado hacia la inmunidad colectiva.

Los gobiernos no pueden decirlo abiertamente, porque sería admitir que ese es el objetivo. Pero como todavía nadie sabe si existe inmunidad por contagio y cuánto puede durar, mejor hacerlo sin dar muchas explicaciones, y esperando que haya una vacuna antes de que la mayor parte de la población se haya contagiado.

Robert Skidelsky, a member of the British House of Lords, is Professor Emeritus of Political Economy at Warwick University. The author of a three-volume biography of John Maynard Keynes, he began his political career in the Labour party, became the Conservative Party’s spokesman for Treasury affairs in the House of Lords, and was eventually forced out of the Conservative Party for his opposition to NATO’s intervention in Kosovo in 1999. Traducción: Esteban Flamini.

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