La reaccionaria privatización de la educación pública

Llevamos décadas de cambalache legislativo con la educación. Se suele criticar la falta de consenso en las reformas legislativas que se aprueban en España. En apariencia, las normas cambian cada vez que hay una modificación en el color político del Gobierno de turno.

Cabría preguntarse, para corroborar las presuntas bondades del anhelado consenso, cuál es el contenido del mismo. Qué se pretende consensuar y qué se pretende conservar.

Tal vez "los hunos y los hotros", por decirlo con don Miguel de Unamuno, han mantenido un consenso tácito sobre muchas cuestiones educativas de carácter central, más allá de la apariencia derogadora y del ruido de la fricción en la arena política.

No son marginales los planteamientos educativos de corte liberal y conservador que niegan que la educación sea siempre y en todo caso una preocupación pública. No son pocos los que pueblan platós televisivos defendiendo el presunto derecho al adoctrinamiento moral de las familias (incluso refrendado por las leyes), como si la educación tuviera como objetivo que los hijos reprodujesen los patrones religiosos o culturales de los padres, o, aún peor, que heredasen su posición y clase social.

Son los mismos que exigen que la formación religiosa esté presente en la educación pública, pero que no dudan en poner el grito en el cielo cuando alguien plantea una verdadera educación para la ciudadanía que, por ejemplo, enseñe a nuestros alumnos en qué consiste una sociedad laica en la que todas las alternativas religiosas e identitarias son respetables siempre y cuando no violenten las leyes y los derechos de todos los ciudadanos.

Una sociedad en la que la religión o la identidad cultural de cada uno no se convierte en filtro que degrade los iguales derechos políticos, civiles y socioeconómicos de los ciudadanos.

Tal vez la joya de la corona de las prescripciones educativas más reaccionarias sea el cheque escolar. Revestida de un supuesto empoderamiento de las familias se esconde la cruda realidad, consistente en estratificar por niveles de renta ese poder de elección y convertir la red educativa pública en un servicio subsidiario y asistencialista de dudosa calidad.

Sin embargo, al contrario de lo que defienden los altavoces del progresismo oficial, es incierto que la educación pública haya recibido ataques únicamente clericales, liberales o conservadores. Han sido precisamente sus teóricos defensores los que han contribuido, a veces con mayor fruición, a su deterioro.

Empezando por uno de los viejos mantras, tal vez el que más daño ha causado, de la LOGSE a nuestros días, en el sistema educativo español. La devaluación del mérito y la capacidad, estigmatizados de forma casi secular por nuestra izquierda oficial como conceptos al parecer derechistas y reaccionarios.

Valiente absurdo. Arrinconar los valores del esfuerzo y el trabajo es la mejor garantía para levantar una barrera insalvable para los alumnos con menos recursos económicos. Garantía última de que el ascensor social, ya averiado, deje definitivamente de funcionar.

La única manera de garantizar una sociedad igualitaria es descartar la renta, la herencia, la familia o el estatus socioeconómico como los filtros canónicos de promoción social. Si condicionantes tan arbitrarios y tan reñidos con la igualdad de oportunidades como los anteriores siguen siendo los elementos decisorios para la promoción social, los más débiles verán vedadas todas sus opciones de prosperar.

Hagamos una cautela necesaria en estos tiempos de demagogia meritocrática. Defender el valor del esfuerzo y el trabajo, de la transmisión de conocimiento como clave de bóveda de una instrucción pública tan salvajemente devaluada por pedagogismos varios, no implica validar la ficción liberal sobre la citada meritocracia.

Esta apuntaría al viejo mantra voluntarista consistente en convertir al individuo en un héroe empoderado capaz de conseguir lo que se proponga, siendo irrelevantes las condiciones materiales que le rodean o las circunstancias de origen de las que parte.

Es imprescindible recordar que la carrera de la vida comienza siempre en condiciones (muy) desiguales. Esa desigualdad, de herencia y familia, de origen y renta, no se evapora por más que el pensamiento mágico del voluntarismo individualista, casi solipsista, se lo proponga.

La instrucción pública debe desempeñar un papel frente a la tiranía de los orígenes. Pero desde luego no debe orillarse la importancia de otras cuestiones centrales: sistema económico, modelo productivo, mercado laboral o redistribución de la riqueza.

En definitiva, valorar el esfuerzo y el trabajo no implica validar la mitología individualista del hombre hecho a sí mismo en la que cualquier fracaso o derrota es achacable a la vagancia o la falta de voluntad del sujeto. En esta sociedad, con brechas socioeconómicas crecientes, no son pocos los casos de gente talentosa y trabajadora que fracasa, aunque sea poco rentable mediáticamente prestarle atención.

Volviendo al pedagogismo que devalúa el valor del esfuerzo y del trabajo, cabría recordar que a los alumnos con dificultades hay que ofrecerles ayuda y medios, no un engañoso e irrespetuoso aprobado general.

Una educación inclusiva y de calidad que no deje a nadie en la estacada. Que sea capaz de promocionar el talento y el trabajo en diferentes áreas, y que se mantenga alejada de esa desastrosa (anti)cultura de la titulitis que tanto daño ha hecho a este país.

Claro que se necesitan medios económicos (y no brutales recortes presupuestarios), pero se necesita algo más. Voluntad política para no tropezar siempre con la misma piedra. Habilitar la promoción de curso con suspensos implica desligar esa promoción de los conocimientos adquiridos.

¿Es que acaso se pretende seguir espoleando la competencia en la absurda acumulación de diplomas decorativos y luego expulsar a los alumnos, con una falsa sensación de competencias y capacidades, a un mercado laboral draconiano con condiciones cada vez más precarias y menos respetuosas de los derechos de los trabajadores?

Degradar la educación pública beneficia especialmente a sus alternativas privadas, aquellas en las que el criterio de selección no es, ab initio, el trabajo bien hecho, sino el poder adquisitivo del cliente.

Debemos garantizar que la educación pública recupere valores como el mérito y el esfuerzo, y luchar por igualar las diferencias de origen de cada alumno con verdaderos estándares de calidad que no conviertan la educación en un trámite inútil con nula influencia en la reestructuración de la composición socioeconómica de nuestro país.

Si devaluamos la educación, rebajando los estándares de exigencia, esa recomposición social será una verdadera quimera. Estaremos simplemente ante una foto fija de predeterminación, sin movilidad social, en la que los privilegiados, por un lado, y los desposeídos, por otro, se perpetuarán eternamente.

Además, se consolidará un injusto espejismo. La educación mantendrá la vitola formalista de transformación social, pero perderá sus verdaderas potencialidades para luchar contra las fatalidades sociales. Contra la mayor de las fatalidades sociales, quintaesencia de lo reaccionario: la tiranía de los orígenes. La segregación en clases sociales, las mismas que algunos que empeñan en negar torticeramente, aunque existan cada vez más desequilibrios sociales y económicos.

Otra forma de privatización habitual de la instrucción pública de corte genuinamente republicano es volver a dar carrete a los nacionalistas en la segregación particularista, eterna seducción irracional de algunos presuntos progresistas.

Dejar a las comunidades autónomas (y por tanto también a aquellas con hegemonía nacionalista o sucedáneos cantonalistas) la regulación de las horas lectivas de castellano y la lengua cooficial de turno (otro tanto podría decirse del bilingüismo a la madrileña) es la garantía plena de que se perpetúe un sistema tan injusto como la inmersión lingüística.

Sistema indefendible, por cierto, desde posiciones de izquierdas.

Los principales damnificados por la inmersión lingüística son las clases trabajadoras, que suman a las condiciones materiales de vida la lengua como elemento adicional de exclusión social. He ahí el paradigmático ejemplo de los inmigrantes.

Por no hablar de la igualdad de todos los ciudadanos, la misma que salta por los aires cuando la lengua cooficial se convierte en una barrera de entrada al mercado laboral en algunas partes del Estado, garantizando una inaceptable e insolidaria asimetría que permite a algunos acceder a un mercado laboral completo y a otros, tener siempre vedada parte de ese mercado laboral aunque acrediten ser los mejores en sus áreas.

La senda educativa actual en España es la de siempre y es eminentemente errada. Y es que hay muchas formas de privatizar la educación pública, explícitas o soterradas. A una izquierda de verdadera vocación transformadora le corresponde combatirlas todas.

Guillermo del Valle es abogado y director de El Jacobino.

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