El presidente de la Generalitat, al justificar su decisión de expresarse en catalán en su reciente comparecencia en el Senado, apeló a la necesidad de reconocer la realidad. Nada más importante en política, como todo en la vida, que el principio de realidad. Y para conocer la realidad no hay mejor instrumento que los padrones municipales. Con muy buen juicio, el propio Gobierno catalán se lo recordó recientemente al Ayuntamiento de Vic cuando declaró su intención de informar a la Delegación del Gobierno sobre los inmigrantes irregulares. En su comunicado, después de precisar que el padrón municipal «no está pensado para controlar la situación administrativa de las personas», subrayó que, sobre todo, es «una herramienta excelente para conocer la población real» y, por ende, para aplicar políticas basadas en las necesidades reales de las gentes. Realismo del bueno.
Las metas políticas contienen inevitables dosis de irrealismo. Intervenir en el mundo, y de eso va la política, equivale, casi siempre, a convertir en realidad algo que todavía no lo es. Algo que empieza como un simple proyecto, en los papeles. Sucede en la arquitectura y la ingeniería y está en la naturaleza misma de la acción de gobierno, cuando se lucha contra el desempleo o se aspira a mejorar la educación. A un vuelo más rasante, nos levanta cada mañana, en las decisiones más modestas, cuando planeamos unas vacaciones, y en las más hondas, cuando gestionamos los entornos de nuestra felicidad. Eso sí, ese elemental irrealismo de los fines ha de empezar, para no ser insensato, por el mayor realismo, por conocer cómo está el patio. El aventurero más audaz antes de iniciar la travesía comienza por averiguar el terreno por donde andará y por inventariar sus provisiones y aparejos. Lo primero, el mapa. El Gobierno deberá conocer la economía y el estado de la educación, y nosotros, el dinero disponible y las compañías inconvenientes. Esa verdad de cajón se convierte en obligación moral en aquellas ocasiones en las que la política, en lugar de modificar la realidad, quiere preservarla. Quien quiere mantener un ecosistema ha de conocer los organismos que lo pueblan y su biotopo. Cuando hay que conservar el mapa es el camino y la meta. Realismo máximo, del medio y de los fines. Una política de preservación que ignorara la realidad sería tan delirante como un empeño sin propósito, como si alguien dijera «quiero llegar pronto, aunque no sé adónde».
El Gobierno catalán, como cualquier otro, tiene sus metas. La defensa de la identidad no es la menos importante. Rige buena parte de sus acciones en educación, deporte, cinematografía, restauración, comercio, teatro y, por supuesto, en los medios de comunicación públicos. No se oculta. Hace unos días nos enteramos de que, en el borrador del libro de estilo llamado a regular el funcionamiento de las televisiones y radios catalanas, la Corporación Catalana de Mitjans de Comunicación se planteaba como objetivo «preservar la identidad nacional catalana». En sentido estricto, la preservación de la identidad, nacional o cualquier otra, es un absurdo. En realidad, como objetivo, un imposible. No por trabajoso, sino por inevitable. Es la cosa más sencilla del mundo, al alcance de cualquiera. No hay manera de fracasar. Basta con cruzarse de brazos. Y si no nos cruzamos, también se logra. Por definición, uno siempre es idéntico a sí mismo. Haga lo que haga. Lo decía Borges a cuenta de estos negocios: «No hay que preocuparse de buscar lo nacional. Lo que estamos haciendo nosotros ahora será lo nacional más adelante».
Si queremos dotar de alguna inteligibilidad a ese objetivo que tan caro nos resulta, quizá hay que pensar que la «defensa de la identidad nacional» consiste en hacer lo posible para que las cosas sean como son, una suerte de «virgencita, virgencita, que me quede como estoy». Entendida de ese modo, la defensa de la identidad formaría parte de las políticas de preservación, aquellas en las que el mapa es la meta, aquellas que reclaman el máximo realismo. Si uno quiere preservar su peso, lo primero es averiguarlo. Deberíamos pensar que el Gobierno catalán conoce bien en qué consiste la identidad nacional que quiere preservar. Pero no es seguro. Cuando preguntamos sobre el asunto, por lo general, después de algunas vacilaciones, la respuesta consiste en algo parecido a «la identidad nacional es la identidad cultural». Una respuesta que tampoco aclara mucho: el subrayado de originalidad asociado a «nacional» se lleva mal con una evidencia empírica que muestra que, desde casi todos los indicadores culturales relevantes, los catalanes no somos originales. La «identidad cultural» nos dibuja vulgarmente españoles. Si conseguimos que la conversación se mantenga un poco sin que nadie se ponga nervioso, más temprano que tarde, aparece la lengua. Al tener otra lengua se ven las cosas de otro modo, se viene a decir. La lengua es muy útil porque permite arrojarse con bastante alegría por la pendiente romántica de las concepciones del mundo. La realidad diferente que no asoma en los estudios empíricos se sostiene a pulso en un modo diferente de nombrar la realidad, que daría pie a un modo diferente de ver y de sentir. Llegado este punto, uno pensaría que la Generalitat, interesada en conocer la identidad y que nos dice que el mejor mapa es el censo, tendrá como primer objetivo la cartografía lingüística. Pero se ve que no. El mismo día que nos enterábamos de que TV3 tenía como primer objetivo defender la identidad nacional los votos del tripartito y CiU en el Parlament impidieron que prosperase una moción que, con la intención de conocer la realidad lingüística, proponía incluir en el cuestionario del censo una pregunta sobre «las lenguas de identificación y el conocimiento de lenguas de la población de Cataluña».
Algún alma de cántaro quizá se pregunte cómo es posible que no se quiera conocer la realidad que se quiere preservar y que además es la almendra de la acción política. Descartadas conjeturas psiquiátricas, solo se me ocurre una respuesta: la identidad de los catalanes resulta bastante molesta a los defensores de la identidad de Cataluña. Sencillamente, la realidad estorba. La barcelonesa, sin ir más lejos. Según la encuesta más reciente, un 31,9 por ciento de los barceloneses del área metropolitana tienen el catalán como lengua materna, y un 61,5 por ciento el castellano. Casi el doble. El castellano es la lengua mayoritaria y común de los barceloneses. Esa es nuestra realidad, más o menos bilingüe, y, por ende, nuestra identidad. Pero no es esa la que se invoca y la que se recrea. La que se finge. La pasada Navidad la iluminación callejera nos felicitaba en todas las lenguas de mundo, incluidas algunas que dudo yo que tengan muy elaborado el concepto de «niño Dios», menos en la común, reservada a un par de calles, las justas para abastecer las coartadas fotográficas de la prensa local. La televisión de Barcelona, BTV, informa sobre la ciudad en veinte lenguas, entre las que no incluye la de la mayoría de los barceloneses. Y de los emigrantes, por cierto, esos mismos a los que apela para justificar esa Babel.
Con sus preguntas incómodas, que no dan tiempo a componer el gesto, Vic se ha convertido en la ciudad de los retratos. El de la izquierda catalana, con la salvedad ocasional de IC, la refleja en la exacta medida de sus hipocresías. Se quiere preservar una identidad que no se quiere conocer. Una tarea de titanes. A los políticos catalanes parece sucederles lo mismo que al bueno de Felipe en una de las memorables tiras de Quino. Cuando Mafalda le preguntaba: «¿Qué te parece esta frase, Felipe? Conócete a tí mismo», después de un instante de entusiasmo (¡Me parece excelente! ¡No voy a parar hasta llegar a conocerme a mí mismo y saber cómo soy yo realmente!), se sintió asaltado por una inquietante desazón: «¡Dios mío!… ¿Y si no me gusto?». Pues eso, no les gustamos y no quieren saberlo. Como Felipe. Eso sí, sin complejos ni inseguridades.
Félix Ovejero, profesor de la universidad de Barcelona.