La realidad española

El mundo en su conjunto vive estos días un tiempo histórico sorprendente. La ciudadanía detecta con claridad que están sucediendo y van a seguir sucediendo cosas importantes y aun trascendentales, pero se siente impotente para concretarlas y aún más para valorar sus consecuencias. Hemos entrado de forma brusca en el reino de la incertidumbre y la imprevisibilidad, un reino en el que se mueven a sus anchas los simplistas, los alarmistas, los oportunistas, los demagogos y los dogmáticos, es decir, todos aquellos que no se atreven a asumir, como recomendaba Ortega en su tiempo, que «lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa y eso es exactamente lo que nos pasa».

En lo que atañe al estamento político español –y en general a todos los demás–, la situación es decididamente peligrosa porque se han encerrado en una dialéctica ciega y en un diálogo de sordos que les impide aceptar ignorancia alguna y, por ello, se ven forzados a manifestarse con una molesta e injustificable arrogancia intelectual, muy cercana a la infalibilidad.

La realidad españolaVa a ser complicado mejorar el signo de las cosas, pero al final –no tengamos la menor duda– encontraremos el buen camino. Lo primero que hay que aceptar es que nuestra situación solo cabe interpretarla en el marco de las convulsiones y las transformaciones de todo orden que se están desarrollando a escala global y de manera muy intensa en el mundo desarrollado. La crisis económica, el crecimiento imparable de la desigualdad, la atomización de los movimientos sociales, la celeridad de los cambios y otros factores han provocado brechas generacionales, digitales y sociales muy importantes, y han dado fruto a nuevos valores y objetivos y también a una nueva jerarquía de los mismos. A todo ello hay que añadir sentimientos crecientes de inseguridad y de miedo al futuro y una peligrosa nostalgia, indefinible pero profunda, de un pasado pretendidamente mejor. En estos factores radica la causa de una radicalización generalizada de posiciones, el desarrollo poderoso de nacionalismos y de populismos, tanto de derecha como de izquierda, y así mismo, la proliferación de movimientos antisistema y antiglobalización, con las consecuentes tendencias aislacionistas, autárquicas y proteccionistas y con inaceptables actitudes xenófobas cada vez más agresivas y más influyentes en la escena política, como estamos viendo en Alemania y otros muchos países, incluyendo los Estados Unidos.

Aunque no sepamos lo que nos pasa, eso es exactamente lo que está pasando en el mundo en distintos grados e intensidades, y eso es lo que nos está pasando en España. No somos una isla ni un país aislado y diferente del resto. Pero nos cuesta aceptarlo. A pesar de los enormes progresos de los últimos años, a pesar de que ya existe una conciencia generalizada de nuestra incorporación al mundo, hay algo en nuestra personalidad y en nuestro carácter que nos conduce (a través de un complicado equilibrio de complejos de inferioridad y superioridad de igual intensidad y simultáneos) a un aislamiento de lo exterior, a un gozoso encerramiento en nuestras peculiaridades y en nuestros vicios y grandezas. El hecho de que la política exterior (y en concreto la definición de prioridades, intereses, riesgos y oportunidades) no cuente prácticamente en el debate político es increíble y doloroso.

Nuestra vida y nuestra situación política son manifiestamente mejorables, pero sería injusto dramatizar el tema. No hay en estos momentos un solo país desarrollado que esté claramente en mejor condición que nosotros. En una reciente reunión internacional de empresarios, cuando algún asistente intentaba explicar los problemas en su país, sus interlocutores le pedían que lo evitara porque los suyos eran aún más graves. Se asemejaba esta situación a la de aquellas reuniones de poetas en las que se controlaban unos a otros con la amenaza de «si me lees, te leo».

El inimaginable y verdaderamente dantesco proceso electoral en los Estados Unidos, el país más poderoso y más desigual del mundo, que acaba de vivir un primer debate penoso entre dos candidatos sorprendentes, y así mismo, los graves problemas políticos y económicos en todos los países europeos, y en concreto en Gran Bretaña, Italia, Francia y Alemania, con mucho mayor impacto negativo potencial, nos tienen que hacer valorar nuestra propia situación de una forma más realista y ponderada y apreciar como se merece la admirable resiliencia ante la crisis, la capacidad de convivencia y el positivo crecimiento económico. Somos ciertamente un país responsable y serio.

A lo anterior hay que añadir y aceptar que nuestra democracia no ha generado todavía los valores éticos necesarios capaces de superar unos personalismos que en los países latinos tienen un vigor y un valor excesivos, lo cual reduce y a veces elimina de raíz la capacidad para un diálogo eficaz y civilizado, que es la clave de un sistema democrático. Las elecciones vascas y gallegas han hablado con claridad sobre muchos temas y deberían lograr un desbloqueo sensato y un gobierno estable a corto plazo. Pero que nadie piense que ello va a ser fácil, sino quizá más complejo y más enrevesado que antes de esas elecciones. En las próximas semanas van a suceder cosas nunca vistas en nuestro país que van a llevar el nivel de confusión a su grado máximo, pero muy probablemente este proceso acabará bien. Emanará un nuevo mapa político más real y manejable con nuevos liderazgos más responsables y realistas.

Todos, incluidos los medios de comunicación, aprenderemos muchas y buenas cosas de lo que ha sucedido y de lo que vaya a suceder en los próximos meses. Daremos así un gran salto positivo, saliendo de este ambiente enrarecido y perverso, donde el sectarismo más burdo y más cruel y el inmediatismo más crispante y más dañino ofuscan nuestras mentes y nos impiden valorar con justicia todo lo que hemos hecho y todo lo que podemos y vamos a hacer. Aun cuando vayamos a una tercera elección, lo cual parece inevitable, la ciudadanía española saldrá adelante con fuerza.

Antonio Garrigues Walker, jurista.

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